El saber generoso: ocho maestros, ocho discípulos. Parte 1
Papel Literario ofrece hoy a sus lectores, la primera parte del magnífico ensayo introductorio que Tulio Hernández escribió a un libro fundamental: “Humanistas españoles en Venezuela”, publicado por la Embajada de España en nuestro país. Para facilitar la lectura de este texto imprescindible, lo hemos dividimos en dos partes. La parte 2 se publicará el próximo domingo 25 de octubre
El libro que presentamos a continuación tiene como trasfondo la gratitud y la generosidad. En doble vía. Habla, de una parte, del agradecimiento que sentimos muchos venezolanos por el gran aporte que, en el campo de la creación intelectual, la vida académica y el desarrollo cultural, hicieran con gran generosidad muchos de los españoles que emigraron hacia nuestro país entre las décadas de los cuarenta y cincuenta del Siglo XX, huyendo, en su mayoría, de las adversidades de la Guerra Civil iniciada en 1936.
Y de la otra, del agradecimiento inverso. El que manifestaron a lo largo de su vida, con su obra, su compromiso intelectual y su generosidad y entrega con el país, decenas de académicos, científicos, empresarios, comerciantes y trabajadores que vinieron a Venezuela y se integraron y reforzaron el proceso de modernización iniciado, según Mariano Picón Salas, a raíz de la muerte de Juan Vicente Gómez, casualmente ocurrida también en 1936.
Venezuela, paradójicamente convertida hoy en país de emigrantes, fue junto a Argentina y Brasil uno de los países latinoamericanos que recibió, primero, un número elevados de inmigrantes europeos y árabes. Más tarde haría lo mismo con oleadas de colombianos, peruanos, ecuatorianos y, durante el tiempo de las crueles dictaduras militares de los años setenta y ochenta, con chilenos, uruguayos y argentinos.
La bonanza petrolera, el intenso proceso de desarrollo y apertura económica de los años cuarenta y cincuenta, la buena disposición de la gente común hacia los extranjeros, las facilidades que daban los gobiernos para el ingreso al país, y, en el caso de los sureños, la estabilidad democrática que se había conquistado a partir de 1958 y la vigencia de la doctrina Betancourt de oponerse tanto a los gobiernos dictatoriales de derecha como a los totalitarismos comunistas y apoyar las luchas en su contra, hacían de Venezuela un poderosos foco de atracción.
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Para hacernos una idea del peso cuantitativo de estas migraciones baste resaltar que, según los datos aportado por Juan José Martín en su libro Forja y crisol: la Universidad Central de Venezuela y los exiliados de la guerra civil española, la inmigración a Venezuela, que en 1946 representaba 6,7% del total de la emigración española a América Latina, sube a 15,08% en 1950 y arriba a un máximo de 52,5% en 1957.
Relata Martín: “En 1946 son apenas 300 los inmigrantes españoles (…) en 1951 serán 10.000, en 1954 más de 20.000 para alcanzar en 1957 la cifra máxima de 30.000. La colonia española que para 1936 representaba 12% del total de extranjeros crecerá hasta llegar en 1958 a 31%”. Años después, en el Censo Nacional de 1971, se evidencia un total de 596.455 personas nacidas en el exterior, lo que significaba 5.6 % de la población total. De estos, 149.747 provenían de España, 88.249 de Italia, 60.430 de Portugal y 209.320 de América Latina, entre ellos, 180.144 colombianos. En el censo de 1981, la población nacida en el exterior aumenta a 1.074.629 personas, 7.4 % de la población total, de los cuales 144.505 provenían de España, 80.002 de Italia, 93.029 de Portugal y 627.686 de América Latina (508.166 de Colombia).
Es evidente que la migración española a Venezuela fue siempre la más numerosa entre las europeas. Como muy bien razona María de los Ángeles Sallé Alonso en su libro La emigración española en América: historias y lecciones para el futuro, publicado en 2009, los españoles tienen una fuerte tradición migratoria y es muy difícil imaginar a la España de hoy sin esa larga cadena de “éxito y sufrimiento”, dice Sallé, dejada tras de sí por millones de españoles que salieron del país a emprender nuevas vidas y buscar un porvenir mejor huyendo del hambre, la falta de oportunidades o la injusticia política. Lo mismo podríamos decir a la inversa: no se puede comprender plenamente la Venezuela de hoy si no se valora el impacto y el aporte cultural de las diferentes migraciones, especialmente la española, que nos acompañaron en el preciso momento que el país dejaba de ser rural y entraba en la vida urbana.
Muchos de los hábitos alimentarios urbanos, las tradiciones gastronómicas –Venezuela es impensable sin hallaca, pero también sin paella–, los estilos arquitectónicos de grandes zonas de nuestras ciudades –el sello vasco en la arquitectura de Las Mercedes, en Caracas, por ejemplo–; el inicio de muchas industrias y comercios antes inexistentes en el país, por solo citar algunos ejemplos, son el resultado de la influencia de vascos, catalanes, asturianos, pero, sobre todo, de canarios y gallegos que por millares nos acompañan desde entonces.
La más intensa emigración “forzosa” en España se produjo, efectivamente, durante y después de la Guerra Civil (1936-1939), pero los movimientos migratorios continuaron con oscilaciones hasta 1975, cuando se restableció la democracia luego de la muerte de Franco. Galicia fue la región con mayor protagonismo con casi 46% del total de emigrantes, siguiéndole en segundo término Canarias, otra región histórica en el éxodo hacia América en el Siglo XX. Entre 1946 y 1958 Argentina continuó siendo el destino principal. Cuatro de cada diez emigrantes españoles se dirigían a este país. Venezuela fue el segundo lugar de destino en esta etapa. En tercer lugar, Brasil recogió una parte significativa de la corriente migratoria, debido al desarrollo industrial propiciado por la óptima coyuntura internacional en el mercado del café.
Como dato representativo Sallé Alonso recuerda:
“…en noviembre de 1948, en los puertos venezolanos se encontraban veinte barcos, atestados de emigrantes canarios a la espera de una decisión favorable por parte de las autoridades de aquel país. Durante los mismos días de diciembre de 1949 se contabilizaron veintitrés. Uno de los episodios más conocidos se produjo en agosto de 1950, sus protagonistas fueron 170 hombres y una mujer, que salieron desde La Gomera rumbo a La Guaira a bordo del ‘Telémaco’, motovelero con una capacidad máxima de 25 pasajeros, es decir siete veces por encima de su capacidad”.
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En menos de una década, la geografía humana de Venezuela cambio plenamente. Nuevas hablas se escuchaban. Madeirenses, italianos, libaneses, turcos y sirios que apenas si lograban mascullar el español. Y unos nuevos nacionales que hablaban nuestra misma lengua la cual, a oído de los locales, resultaba por lo menos curiosa. Por la lengua común eran los más cercanos entre todos los inmigrantes. Artesanos, industriales, comerciantes, agricultores, ebanistas, sastres, bodegueros, sacerdotes, profesores de primaria y secundaria fueron convirtiéndose en parte importante de nuestra cotidianidad.
Y entre esa diversidad de grupos, orígenes regionales y oficios, brilló con luz propia y radiante un grupo de humanistas que fueron decisivos en el proceso de modernización de nuestras universidades, archivos, bibliotecas y, en general, en las maneras de estudiar y comprender un país y una nación que recién comenzaba a convertirse, con propiedad, en un Estado-nación, y, siguiendo las conceptualizaciones de Darcy Ribeiro, en una etnia nacional.
A comprender su aporte, ya no en términos individuales, sino como movimiento, tendencia o confluencia, está dedicado este libro. En medio de la edición 2014 del Festival de la Lectura que organiza anualmente la Alcaldía de Chacao, conversando con Moisés Morera, el agregado cultural de la Embajada de España, le expliqué mi hipótesis. Todos estos hombres –le dije a Morera– han sido celebrados, reconocidos, homenajeados como individuos, pero poco se ha dicho de ellos como colectivo, poco se ha dicho sobre el aporte intelectual de la migración humanista española a Venezuela. Morera se entusiasmó y así comenzó este libro.
Nos queda claro que el aporte cultural y científico de la migración española es mucho más amplio y diverso que lo que este libro recoge. Por ejemplo, el artista que más ha pintado el Ávila, nuestro tótem caraqueño, es un español: Manuel Cabré. Otro catalán, Augusto Pi Sunyer, fue decisivo en la modernización de nuestro sistema de salud. El barcelonés Domingo Casanovas y el mallorquín Barto13 lomé Oliver ejercieron de decanos de la joven Facultad de Filosofía, respectivamente, en 1947-50 y 1950-51. Podríamos mencionar también al padre Luis María Olaso, creador de la cátedra de derechos humanos de la UCAB, a los notables juristas Joaquín Sánchez Cobisa, José Sánchez Trincado y Juan Chabás, a Santiago Mariños a quien se le debe las primeras ideas que llevarían a la creación de la Escuela de Artes de la UCV, a Segundo Serrano Poncela y Manuel Granell, autores de importantes libros de Literatura y Filosofía respectivamente.
Así que decidimos centrarnos en un grupo de intelectuales dedicados a carreras humanísticas, que llegaron a Venezuela, algunos de ellos muy jóvenes, otros ya formados profesionalmente, e hicieron de nuestro país el suyo propio: se dedicaron a estudiarlo y conocerlo a fondo, con pasión desmedida en casi todos los casos. Además, muchos de ellos tuvieron el tiempo y la dedicación para crear instituciones claves en nuestra consolidación como república.
Aunque no son los únicos, y estamos absolutamente conscientes de que hemos dejado fuera otras figuras importantes, el libro está integrado por reflexiones sobre ochos autores: el politólogo Manuel García Pelayo; los historiadores Pedro Grases y Manuel Pérez Vila, los filósofos Juan David García Bacca, Juan Nuño y Federico Riu, y; el geógrafo Marco Aurelio Vila. Hemos incluido también, tal vez con cierta arbitrariedad, pero sustentada en hechos razonables, a otro inmigrante, Ángel Rosenblat, que, aunque no es oriundo de España, se dedicó al estudio de una de las grandes herencias hispánicas en el Nuevo Continente, la lengua castellana, y además tuvo una fuerte vinculación con España, donde vivió en los difíciles años previos a la guerra (entre 1933 y 1937) con la determinante influencia de sus maestros: los grandes hispanistas Amado Alonso y Ramón Menéndez Pidal.
Para reflexionar sobre sus vidas y obra hemos invitado a un grupo de autores venezolanos que fueron directamente sus discípulos en las aulas universitarias, cooperando con ellos en su trabajo académico o que han sido seguidores de su aporte y producción intelectual. García Pelayo ha sido trabajado por el también politólogo Ricardo Combellas. García Bacca y Federico Riú por los filósofos Benjamín Sánchez y Fernando Rodríguez, respectivamente. Pedro Grases por el lingüista y miembro de la Academia de la lengua Francisco Javier Pérez. Pérez Vila, por la historiadora y miembro de número de la Academia de la Historia Inés Quintero, y Marco Aurelio Vila, por el geógrafo y ex director del Centro de Estudios del Ambiente de la UCV, Antonio De Lisio. Ángel Rosenblat estuvo en manos de la profesora Irma Chumaceiro.
Ahora que he terminado de leerme detalladamente en su conjunto todos y cada uno de los textos, puedo asegurarle al lector que tenemos a mano una obra a la vez hermosa y rigurosa que habla de un grupo de hombres, de maestros, que tienen en común el amor por el conocimiento, una descomunal capacidad de trabajo, unas intensas convicciones democráticas y una gran apertura hacia el pluralismo, el debate crítico y la polémica valientes, que encuentran en Nuño su más excelso cultor.
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¿Qué tienen en común todos estos hombres? Primero que emigraron de España ahuyentados por persecuciones políticas, o, como dice Ana Nuño en el texto sobre su padre, por la mediocridad intelectual reinante en el país. Segundo, que todos decidieron radicarse en Venezuela, con la excepción de García-Pelayo se nacionalizaron y solo recuperaron su nacionalidad española una vez que murió Franco. Tercero, que eran unos intelectuales rigurosos e incansables que se integraron a la dinámica intelectual del país con un peso decisivo y, además de un prolífico trabajo de su autoría personal, muchos de ellos fueron creadores de importantes instituciones, o autores de obras decisivas que renovaron el mundo académico e intelectual no solo de Venezuela sino en América Latina. García Pelayo, el último que llega, en 1958, año crucial para la construcción de la democracia, es el pionero en la profesionalización de los estudios políticos. Crea, primero, el Instituto de Estudios Políticos (IEP), uno de los primeros en su género en América Latina, en la Facultad de Derecho de la UCV. Bajo su responsabilidad se creó también, en 1971, el Doctorado en Ciencias Políticas, y más tarde, la Escuela de Estudios Políticos y Administrativos, que consolidaría definitivamente los estudios políticos modernos en Venezuela como disciplina académica.
El García-Pelayo que nos dibuja Ricardo Combellas, desde el testimonio vivo y cercano de quien fue su discípulo en la Universidad Central de Venezuela, es un académico a tiempo completo. Ya era una autoridad en su campo cuando arribó a Venezuela. Había publicado en 1950 una de sus obras fundamentales, Derecho comparado, hecho que lo convertía en figura ideal para dirigir el IEP.
El Nacional papel Literario 25 DE OCTUBRE 2015 - 12:01 AM
El saber generoso: ocho maestros, ocho discípulos. Parte 2
El pasado domingo 18 de octubre, publicamos la primera parte de este ensayo, que prologa el libro "Humanistas españoles en Venezuela", publicado por la Embajada de España en Venezuela. Con esta entrega de hoy, se completa el texto que da cuenta de una valiosa iniciativa editorial
La obra de Pedro Grases es descomunal: 179 libros y folletos; 214 ediciones, compilaciones y prólogos, 71 participaciones en obras colectivas, a lo que hay que añadir que la Editorial Seix-Barral publicará bajo el cuidado del autor, entre 1981 y 2002, sus Obras en 21 volúmenes, que alcanzan un total de más de diez mil páginas, más los dos volúmenes publicados en 2004 por la Fundación Grases con el título de Andrés Bello. Documentos para el estudio de sus Obras completas, 1948-1985, a lo que habría que sumar un epistolario personal y de trabajo compuesto por 30.000 piezas, en su mayoría inéditas, que dan cuenta de su vida privada, amistades, intereses intelectuales, empresas de estudio, proyectos, logros, anhelos e ideas. Esta inmensa lista, reseñada en su ensayo por Francisco Javier Pérez, es dato clave para entender el aporte histórico y documental en la producción intelectual de don Pedro Grases a Venezuela.
Hay una palabra clave en el Grases que nos regala Pérez: “Atlante”. La extrae de una figura utilizada por nuestro pensador Mariano Picón Salas para definir a un tipo de hombres que –pensaba Picón en Bello, José Toribio Medina, Diego Barrios Arana– eran un linaje de gigantes, de inagotables trabajadores, que no descansaron hasta la muerte en la tarea de reconstruir y ordenar nuestro pasado mental. “Son hombres-Atlas que se echaban sobre la espalda la labor crítica y organizadora que en países de mayor sosiego y tradición cumplirían academias e institutos enteros”, remata Picón.
Pedro Grases fue uno de esos hombre-Atlas y se echó sobre los hombros solitarios varios proyectos titánicos; esa es la tesis de Francisco Javier Pérez. Grases convirtió el estudio de Andrés Bello, a quien consideraba el primer humanista de la civilización hispanoamericana, en la principal finalidad de su ocupación intelectual. Participó y dirigió decenas de colecciones: las Obras completas de Andrés Bello, las Obras completas de Rafael María Baralt, las Obras escogidas de Agustín Codazzi y las de Juan German Roscio, hasta codirigir junto a Ramón J. Velásquez ese portento documental que fue la colección Pensamiento político del Siglo XIX y decenas de colecciones más.
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“El emigrante en Venezuela que realizó en su existencia el más soberbio aprendizaje sobre la documentación histórica nacional desde fines del Siglo XVIII”. Así define Pedro Grases, su amigo, tutor, colega y compañero de acción en muchos proyectos y estudios, la vida y el aporte que el historiador Manuel Pérez Vila consagró a Venezuela. No exagera un ápice el maestro Grases. Pues, tal y como lo describe minuciosamente páginas adentro la historiadora Inés Quintero, la obra historiográfica de Pérez Vila es desmesurada, colosal, prolífica, y su vida una entrega absoluta al trabajo laborioso del artesanado intelectual, la escritura y la docencia. Su obra es gigante, pero entre sus aportes más importantes destaca el haber conducido la realización del Diccionario de Historia de Venezuela de la Fundación Polar, sin lugar a dudas una de las obras de consulta más rigurosas y útiles que se hayan producido en el país para resguardar activamente su memoria histórica. La obra, conformada por tres tomos, que se inició en 1976 y se publicó diez años después, reunió a más de 350 especialistas en su realización, que implicó la preparación de más de 10 mil fichas y 35 mil referencias bibliográficas.
Para entonces el maestro ya estaba acostumbrado a obras de estas dimensiones. Había trabajado en 1948 haciendo la investigación bibliográfica para la publicación de las Obras completas de Andrés Bello; luego, en 1950, con Vicente Lecuna en el Archivo del Libertador; influyó en la creación y fue director de la Fundación Boulton; procesó con metodologías modernas las memorias que el general O`Leary escribiera en el Siglo XIX y luego publicó una biografía titulada Vida del general Daniel Florencio O’Leary, primer edecán del Libertador.
Su gran pasión fue el estudio de Simón Bolívar. Se encargó en 1959 de la compilación del Tomo XII de las cartas del Libertador y, a partir de ese momento, sin reposo ni tregua, inicio una serie de publicaciones entre las que destacan la “Introducción” de Acotaciones bolivarianas. Decretos marginales de El libertador, La biblioteca del Libertador; Simón Bolivar. Síntesis biográfica, La formación intelectual de Simón Bolívar y un sinfín de títulos más.
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Juan David García Bacca es un personaje clave en la institucionalización de los estudios humanísticos y en especial de la filosofía en Venezuela. El solo hecho de que haya participado junto a Mariano Picón Salas en la fundación de la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad Central de Venezuela, de la que fuera decano entre 1958 y 1959, al mismo tiempo que fundador del Instituto de Filosofía de la misma universidad y su primer director hasta 1972, lo convierten en una figura clave en la institucionalización de los estudios filosóficos en Venezuela. Pero, aunque así lo parezca, no es precisamente la creación de instituciones su gran aporte al país, y en general, al pensamiento filosófico iberoamericano.
Llega a Venezuela en 1946. Para entonces ya ha hecho una carrera profesional en Barcelona y Santiago de Compostela, en donde gana un concurso de oposición que no podrá ejercer a causa del destierro al que lo somete la Guerra Civil. Así comienza un peregrinaje intelectual que le llevara, primero a Francia, luego a Ecuador, y más tarde a México, donde impartió clases en la UNAM. Es ese periplo productivo lo que lleva al también filósofo Benjamín Sánchez, su joven asistente en la traducción de las obras de Platón, en el título del ensayo que publicamos páginas adentro, a proponer que García Bacca es el creador de los estudios filosóficos en América Latina. García Bacca, como muy bien lo explica Benjamín Sánchez, fue a un tiempo filósofo, científico, historiador de la filosofía y, podríamos agregar, rara avis: un “nada humano me es ajeno”, que escribió desde su tesis doctoral sobre la estructura lógico-genética de las ciencias físicas hasta reflexiones sobre temas venezolanos como Simón Rodríguez, pensador para América o La doctrina de justa guerra contra los indios de Venezuela, pasando por sendas antologías sobre el pensamiento filosófico colombiano y el pensamiento filosófico venezolano.
Reconocido nacional e internacionalmente, miembro de decenas de asociaciones académicas internacionales, condecorado con diversas órdenes internacionales, una vez terminada la noche oscura del franquismo, recibió en España emocionantes homenajes, entre los que destacan el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Complutense de Madrid y el homenaje de la Facultad de Filosofía de la Universidad Autónoma de Barcelona, de cuya plantilla docente fuera miembro de planta y primer doctor.
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A diferencia de todos los autores anteriores, Juan Nuño llega a Venezuela cuando aún no había realizado su formación universitaria. Luego de abandonar sus estudios en la Universidad Complutense y emigrar a Caracas, tiene la suerte de encontrarse, en la recién creada Facultad de Filosofía y Letras de la UCV, con quien sería su gran maestro, Juan David García Bacca, quien formaba parte del plantel docente de la novedosa institución. Nuño hace una carrera académica fulgurante. Egresado de la primera promoción de la nueva facultad, recibe una beca que le permite cursar estudios con Davir Pears en Cambridge, luego se instala en París donde realiza un posgrado bajo la dirección de Merleau-Ponty. Así comienza un largo trabajo académico, de investigación, docencia y escritura, quelo convierte en figura cimera de la filosofía en Venezuela e Iberoamérica. Integra el equipo docente del Instituto de Filosofía de la UCV, fundado y por entonces dirigido por García Bacca. En 1960 dirige el Departamento de Lógica y Filosofía de la Ciencia del Instituto; más tarde, en 1965, funda la cátedra de filosofía contemporánea y lógica matemática (1965), y ya retirado, instaura los primeros estudios de Postgrado en Filosofía de la UCV, con especialización en lógica, análisis del lenguaje y filosofía de la ciencia.
Paginas adentro, su hija Ana Nuño hace una reflexión profunda sobre los intereses filosóficos de su padre, especialmente sus rigurosos estudios de Platón, pero desde el título –“un filósofo con los pies en la tierra”– subraya la extremada pasión que tuvo Nuño, especialmente en los últimos años de su vida, en “aplicar las herramientas del análisis filosófico a fenómenos no filosóficos propiamente dichos”. Nuño, continúa Ana, recelaba del confinamiento de su disciplina en el recinto de la especialización académica, por eso, además de escribir sesudos libros sobre Sartre, Borges o Platón, se convierte, junto a José Ignacio Cabrujas y otros intelectuales del momento, en un prolífico columnista de prensa, hace crítica de cine y participa de cuanto debate ideológico importante ocurre en el país entre los años 1970 y 1980. Ha sido el filósofo más “popular” de todos los tiempos en Venezuela.
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Al igual que Nuño, Federico Riu tampoco había terminado su formación universitaria cuando llegó a Venezuela. Graduado de maestro de escuela en su Lérida natal, opta a los veinte años por el exilio. Se instala provisionalmente en Francia. Luego decide venir a Venezuela, en 1947 y, después de ejercer el magisterio en escuelas primarias de pequeñas poblaciones rurales, logra entrar en 1949 a la recién fundada Facultad de Filosofía de la Universidad Central de Venezuela. Allí comienza otra historia. Se gradúa Summa cum laude. Es becado a Friburgo de Brisgovia, donde escucha a Heidegger, Eugene Flink y otras personalidades.
Regresa e inicia una carrera brillante como docente en la Escuela de Filosofía, en donde permanecerá por un cuarto de siglo y donde ejerció como director durante dos períodos. El Federico Riu que nos ofrece Fernando Rodríguez queda indisolublemente asociado al inicio de la filosofía en Venezuela. Si leemos entre líneas, Riu sería uno de sus primeros productos. Se refiere Rodríguez a una filosofía académica, especializada, que supera la obra ensayística “superficial y tosca, muy ocasional, algo así como una filosofía de aficionados”, que había reinado hasta entonces.
La obra de Riu habría que ubicarla en ese momento, que Rodriguez califica de auroral y primaveral, del inicio de los estudios humanísticos en Venezuela, cuando se comienza a gestar una cultura moderna y rigurosa capaz de darle orientaciones a la democracia naciente. Batalla primero con Husserl, Heidegger y Hartmann; luego se las ve con el marxismo, hasta que llega a Jean-Paul Sartre, sin duda alguna, el pensador que tuvo mayor influencia en su vida intelectual. Era un filósofo a tiempo completo. Sigue los debates en boga. Escribe sobre los usos y abusos del concepto de alienación, cuando este ha salido de los predios de la filosofía y ha entrado en el habla popular. Se enfrasca en el tema de la técnica y escribe Ensayos sobre la técnica. Y al final termina escribiendo sobre Ortega y Gasset. Su aporte, sólido, modesto en términos numéricos si lo comparamos con los autores anteriores, cierra un registro filosófico profundo que abre las puertas de la Venezuela contemporánea.
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“El interés y la permanente dedicación a la lengua, a la historia y a la cultura hispánicas fueron una elección de vida: la generosa tarea a la que dedicó más de sesenta años de investigación y docencia”. Con estas breves pero conmovedoras, por sencillas, palabras, Irma Chumaceiro sintetiza en su ensayo los rasgos decisivos de la vida profesional de Ángel Rosenblat. Rosenblat hizo de la lengua española su principal objeto de investigación, integró a Venezuela a los estudios hispánicos, creando los primeros centros de investigación lingüística en el país, entre ellos, el Instituto de Filología “Andrés Bello”, al que dedicó buena parte de su vida.
Sus esfuerzos científicos mayores los dedicó al conocimiento del español que se habla en nuestro país. De esa pasión quedaron como herencia el Diccionario de venezolanismos y el libro Buenas y malas palabras en el castellano de Venezuela, la obra que le hizo conocido más allá del círculo de los especialistas. El Diccionario de venezolanismos, una obra ambiciosa que se propuso desde el mismo momento en que fundó el Instituto de Filología, fue un proyecto que no pudo concluir por razones de salud, pero que, conducido por su discípula María Josefina Tejera, vio luz en su primera edición en 1983.Buenas y malas palabras se publicó por primera vez en 1956, cuando Rosenblat decide reunir las columnas que publicaba en El Nacional–“Cuatro palabras” se llamaba su espacio– donde analizaba, de manera sencilla, voces características de nuestra lengua destacando, en cada caso, sus aspectos históricos, semánticos y sus usos regionales.
Su obra no se concentra solo en el castellano de Venezuela; dejó como legado una vasta producción sobre la lengua y cultura de América y sobre estudios literarios y gramaticales, entre los que se incluyen varios textos sobre Andrés Bello y Mariano Picón Salas. Fue un pionero. En sus años de docencia universitaria, en el Pedagógico de Caracas y en la UCV, formó una generación de investigadores del español de Venezuela, que continuaron desarrollando esta área de estudios.
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“El geógrafo con mayor enraizamiento en la memoria que las localidades requieren para mantener su identidad, su lugar en la región, la nación y en el mundo”. Con esta precisión, Antonio De Lisio, también geógrafo, define lo que, a su juicio y el de muchos otros especialistas, fue el aporte fundamental de Marco Aurelio Vila a Venezuela: el haberse dedicado durante los casi años que estuvo al frente de la Dirección de Geoeconomía de la Corporación Venezolana de Fomento (CVF) a producir monografías geográficas, regionales y de ciudades, que se constituyeron en una fuente de información y referencia para el estudio del poblamiento urbano del país. Vila es visto además como un pionero de la planificación regional en el país, la cual comienza a desarrollar con un libro visionario, Geografía y planificación, publicado en 1947. Solo 22 años después, destaca De Lisio, los venezolanos comenzaríamos a desarrollar las primeras políticas de regionalización territorial. Su vida política es tan apasionada como su vocación geográfica. Fundador en Cataluña de Esquerra republicana, participó como voluntario en la Guerra Civil, fue condenado a muerte y estuvo en los campos de concentración de Francia. Publica una vasta bibliografía en las que destacan obras curiosas, como Lo geográfico en Doña Bárbara.
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Para concluir, debo decir que este no es solo un libro sobre el agradecimiento y la gratitud. Leyendo los textos para hacer la introducción que ahora concluyo, he sido gratamente sorprendido por el sentimiento de cariño y admiración profunda que gravita como atmósfera afectiva en los ocho textos. Hay frases directas que así lo expresan. “Lo quise antes de conocerlo y lo ame después”, confiesa Francisco Javier Pérez sobre Pedro Grases. “Quienes tuvimos la oportunidad de conocerlo y trabajar con él, contamos siempre con un interesado, generoso y afable interlocutor” dice Inés Quintero de Pérez Vila. “A don Manuel García Pelayo, maestro, en reconocimiento a lo que tanto hizo en bien de mi formación intelectual”, recuerda Combellas que fue la dedicatoria de su libro La democratización de la democracia. Por su parte, Benjamín Sánchez, a propósito de García Bacca, cuenta: “aprendí no solo a admirar y respetar al maestro, sino a comprender que estaba ante un verdadero sabio”. El mismo entusiasmo lo exhibe Fernando Rodriguez: “…Federico (Riu) quiso de verdad al país, se lo metió en el alma, y en las noches de fiesta –¡Federico podía ser una fiesta!– era capaz de cantar interminablemente añejas y nuevas canciones vernáculas”. Y Antonio De Lisio abre su ensayo sobre Vila diciendo que era un “Maestro que nos enseña con su vida, un excelente ejemplo de combate tanto por la independencia, la libertad y la justicia social, como por su geografía”. Ocho maestros, ocho discípulos.
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