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Notitarde 09/11/2013 El comisionista: Historia y milagros de la corrupción
- Columnista, Notitarde, Antonio Sánchez García (Notitarde / )
1
No tengo constancia de que la figura del comisionista se encuentre en el Código de Hammurabi ni en los rollos del Mar Muerto. Homero no hace mención al fenómeno, pues al parecer en su época la comisión, o el botín, consistía en raptarse a la más bella de las mujeres del enemigo. Ni ninguno de los presocráticos. Incluso Platón, en sus diálogos y en La República, parece no reparar en el papel que en el decurso de la historia de la economía juega el comisionista. Ni siquiera aparece como factor de perturbación en La Historia del Peloponeso, de Tucídides. Una de las más bellas y aleccionadoras historias jamás escritas. Que en esas, y en todas las guerras, la apropiación, el expolio y el saqueo han sido primordiales. Y el comisionista, su carroñero: viaja en la popa de las naves de guerra, en las faltriqueras en las que los combatientes llevaban su pólvora, sus flechas o sus espadas, incluso en el filo de las bayonetas y hasta en los grilletes de las cárceles. A ver si negociaba con esos instrumentos de tortura. Tampoco la encontramos en La Biblia, que sin embargo detalla elementos mucho menos decisorios en la producción y el comercio en tiempos de Israel. Y si de algo sabemos, es del valor de la transacción y el juego de los partícipes entre los miembros de las doce tribus.
Pero de que ya existía entre los egipcios, los sumerios y los acadios, sin descontar a los chinos, debe ser dado por evidente. Dado el papel del comisionista como intermediador, tal como el de la casamentera o la alcahueta en todo tiempo y lugar. Que si a ver vamos, ejecutan la misma función: acordar a las partes garantizándoles la máxima discreción ante los eventuales poderes públicos, una de cuyas funciones, la contralora, ha existido desde que la serpiente decidiera el tamaño, el color y el sabor de la manzana que Eva le ofrecería a Adán para que mordiera de la carne del pecado.
Que existía y jugaba un papel primordial entre los aztecas y caribes al tiempo del descubrimiento lo demuestra Rodrigo de Triana, comisionado a dar por descubierto el Nuevo Mundo a cambio de una recompensa. Que Colón, de orígenes dudosos, se haya negado a pagarla, es harina de otro costal. Pero si el comisionista De Triana no hubiera existido, posiblemente seguiríamos en guayucos. Y felices, con un cacique de suprema verruga, hermanos voraces, esbirros e hijas virtuosas al alcance de los aventureros de turno. Uno de los caciques invadidos le regaló a doña Marina, la Malintzin, a Hernán Cortés. La práctica de la invasión y del regalo sigue en uso.
2
El primer gran comisionista de la República fue el Ilustre Americano. Joven –como parece demostrarlo la historia de todos los grandes comisionistas– ambicioso y menguado en escrúpulos, también característica del género, negoció en Londres luego de convencer a Monagas, que le negó la mano de su hija y se sentiría por ello en deuda con el ambicioso aventurero, un empréstito que según cálculos actualizados le reportaron al joven Guzmán Blanco varias centenas de millones de dólares. Sea como fuere: una cifra astronómica y desproporcionada para la época. Su padre, el tigre de las rayas, pretendió la comisión si lograba recuperar el regalo en oro que los peruanos le ofrendaron al Libertador por liberarlos, quien –pertenecía a otro universo– se negó a recogerlo.
Alguna vez, leyendo en una excelente biografía las regalías que le reportaban a Joseph Conrad sus populares y muy exitosas novelas, así como los gastos en que incurría, descubrí que la suma que se tragara el hijo de Antonio Leocadio, nieto de una vendedora ambulante de chucherías que casó con un oficial de las tropas del Rey, de quien pariera al primer comisionista oficial de la República, era sencillamente descomunal. Pues si el pago de su vivienda en que incurría el gran novelista anglo polaco ascendía a unas cinco libras anuales, con los millones de libras esterlinas que se embolsicó Guzmán Blanco se compraba el palacio de Birmingham, con familia real incluida. Obviamente: el préstamo mismo fue agua de borrajas y no sirvió sino para convertir, con su comisión, al nieto de la buhonera llamada “La Tiñosa” en el suramericano más extravagante, más rumboso y más arribista de la Ciudad Luz. A cuyas hijas emparentó con esa aristocracia de utilería, arruinada y a la busca de negociar virtudes de hijas casaderas a cambio de letras de cambio. Otra práctica en uso, según constancias recientes.
Si se escribiese la historia del comisionista en Venezuela, se tendría la más exacta radiografía de la idiosincrasia nacional. Se podría dibujar el árbol genealógico de los más resonantes apellidos, se sabría nacimiento, historia y milagros de una de las burguesías más evanescentes, artificiosas e inconstantes del continente, se vería las razones del porqué las raíces de todos esos árboles genealógicos del Who is who del millonario vernáculo entroncan con un ministerio de finanzas, de obras públicas, con algún instituto autónomo, una gobernación –en tiempos gomecistas llamadas presidencias de Estado, como bien lo saben algunos conspicuos herederos de fortunas y descarríos- con Pdvsa, las industrias de Guayana, el Banco Central o con algún familiar de los que el argot político del pasado llamaba “los pesados” o “los que más mean”. Y que, en rigor, si bien en el comienzo detrás de la república hubo como en todos los sistemas políticos lo que Voltaire llamaba un “soldier of fortune”, vale decir: un mercenario, aunque en alpargatas de encendidos bríos republicanos por las promesas de riqueza y ascenso social que les garantizara el Libertador, a partir de la Guerra Federal detrás o al lado de nuestro caudillismo autocrático y militarista hubo siempre un comisionista. Desapareció la aristocracia mantuana y quedaron los arribados. Es el sello de fábrica de nuestro feudalismo bolivariano. Y la descripción genética de los nuevos ricos de la Venezuela moderna.
3
No existe un solo gobierno venezolano desde que la República existe que no haya estado integrado, o por lo menos asediado, por los caza fortunas de turno: dispuestos a zamparse cuanto bien mueble –e inmueble- se apareciera por las cercanías de sus poderosas, simétricas, bien cuidadas y deslumbrantes dentaduras. Guzmán Blanco fue el caso político y económico más exitoso. Pero incluso en tiempos de la democracia, los hubo que con sus comisiones y saqueos del erario se compraron lujosos apartamentos en l’Ile Saint Louis, contrataron un jet de línea cargado de bote en bote para transportar desde las barriadas y urbanizaciones caraqueñas a los amigotes invitados al sarao de su estreno o trajeron aviones cargados de tulipanes de Holanda para engalanar las bodas de sus descendencias. Todo ello producto del apostolado.
Generales, almirantes, ingenieros, senadores, diputados, comerciantes, banqueros, aseguradores y empresarios mercantiles e incluso ágrafos ciudadanos de a pie supieron morder la fortuna que yacía esparcida por las alfombras del Palacio. Nada extraordinario, que en el mundo de los negocios, la comisión es parte del budget. Y si el principal adquiriente es el Estado, natural es, asimismo, que a la sombra del poder político prolifere la fauna del comisionista como la abeja al panal. Detrás de todo político venezolano sombrea un comisionista. ¿Hase visto algo más jugoso que asegurar a las instituciones del Estado? ¿O guardar sus depósitos? Bien lo dijo Brecht, el poeta alemán: es más criminal fundar un banco, que asaltarlo…
Una diferencia de bulto: la demo militarización del Poder y la popularización del comisionista que esta revolución de la zarrapastra ancestral trajo consigo ha roto todos los usos, todos los encubrimientos, todas las discreciones propias de la cultura del antiguo políglota y elegante comisionista, a cuya mesa, según lo ordenara el Manual de Carreño, no se hablaba de dinero. La voracidad ha sido proporcional al hambre homérica que se arrastraba de dos siglos, al afán de repararla en el más corto plazo y recibiendo regalías supletorias ante la muy segura probabilidad de desaparecer muy pronto del mapa. La voracidad del comisionista –de toda suerte, clase y condición social- se desató como una peste devastadora, saltando diferencias sociales, clases y pedigríes de la Venezuela del Petróleo.
Por cierto: esa turbulenta acumulación primitiva de capital –para expresarlo en elegantes y casuísticos términos marxianos caros a Heinz Dieterich– esa invasión de las pirañas y sanguijuelas del Caribe sobre las arcas del Banco Central y las cajas chicas y grandes de Pdvsa y todos los ministerios, incluso el de Deportes, se ha convertido en el principal acicate de la economía. Valga decir: de la anti economía. Cuyo fin, para este marxismo de tres al cuarto, no es la producción de riqueza, sino la destrucción de riqueza. Siendo que la única riqueza que se considera justa, legítima, decente y correcta es la que devoran los secuaces del poder. El agujero negro de nuestra galaxia caribeña, que no deja salir expresión de luz alguna. No hablemos de moral.
¿Qué hacer con una sociedad en la que la corrupción se considera moda de atractiva belleza, que lejos de ser combatida ha de ser admirada, promovida, protegida y acicateada? ¿Qué hacer con un país que jamás la combatió, llegando a un punto en que si no la combate acabará devorada por la prostitución del lucro y la inmoralidad del saqueo, como devastada por un apocalipsis?
Créame: no tengo la respuesta. Y por lo que veo y escucho, no parece tenerla nadie. Con nuestro mal congénito hemos topado. Dios nos pille confesados.
No tengo constancia de que la figura del comisionista se encuentre en el Código de Hammurabi ni en los rollos del Mar Muerto. Homero no hace mención al fenómeno, pues al parecer en su época la comisión, o el botín, consistía en raptarse a la más bella de las mujeres del enemigo. Ni ninguno de los presocráticos. Incluso Platón, en sus diálogos y en La República, parece no reparar en el papel que en el decurso de la historia de la economía juega el comisionista. Ni siquiera aparece como factor de perturbación en La Historia del Peloponeso, de Tucídides. Una de las más bellas y aleccionadoras historias jamás escritas. Que en esas, y en todas las guerras, la apropiación, el expolio y el saqueo han sido primordiales. Y el comisionista, su carroñero: viaja en la popa de las naves de guerra, en las faltriqueras en las que los combatientes llevaban su pólvora, sus flechas o sus espadas, incluso en el filo de las bayonetas y hasta en los grilletes de las cárceles. A ver si negociaba con esos instrumentos de tortura. Tampoco la encontramos en La Biblia, que sin embargo detalla elementos mucho menos decisorios en la producción y el comercio en tiempos de Israel. Y si de algo sabemos, es del valor de la transacción y el juego de los partícipes entre los miembros de las doce tribus.
Pero de que ya existía entre los egipcios, los sumerios y los acadios, sin descontar a los chinos, debe ser dado por evidente. Dado el papel del comisionista como intermediador, tal como el de la casamentera o la alcahueta en todo tiempo y lugar. Que si a ver vamos, ejecutan la misma función: acordar a las partes garantizándoles la máxima discreción ante los eventuales poderes públicos, una de cuyas funciones, la contralora, ha existido desde que la serpiente decidiera el tamaño, el color y el sabor de la manzana que Eva le ofrecería a Adán para que mordiera de la carne del pecado.
Que existía y jugaba un papel primordial entre los aztecas y caribes al tiempo del descubrimiento lo demuestra Rodrigo de Triana, comisionado a dar por descubierto el Nuevo Mundo a cambio de una recompensa. Que Colón, de orígenes dudosos, se haya negado a pagarla, es harina de otro costal. Pero si el comisionista De Triana no hubiera existido, posiblemente seguiríamos en guayucos. Y felices, con un cacique de suprema verruga, hermanos voraces, esbirros e hijas virtuosas al alcance de los aventureros de turno. Uno de los caciques invadidos le regaló a doña Marina, la Malintzin, a Hernán Cortés. La práctica de la invasión y del regalo sigue en uso.
2
El primer gran comisionista de la República fue el Ilustre Americano. Joven –como parece demostrarlo la historia de todos los grandes comisionistas– ambicioso y menguado en escrúpulos, también característica del género, negoció en Londres luego de convencer a Monagas, que le negó la mano de su hija y se sentiría por ello en deuda con el ambicioso aventurero, un empréstito que según cálculos actualizados le reportaron al joven Guzmán Blanco varias centenas de millones de dólares. Sea como fuere: una cifra astronómica y desproporcionada para la época. Su padre, el tigre de las rayas, pretendió la comisión si lograba recuperar el regalo en oro que los peruanos le ofrendaron al Libertador por liberarlos, quien –pertenecía a otro universo– se negó a recogerlo.
Alguna vez, leyendo en una excelente biografía las regalías que le reportaban a Joseph Conrad sus populares y muy exitosas novelas, así como los gastos en que incurría, descubrí que la suma que se tragara el hijo de Antonio Leocadio, nieto de una vendedora ambulante de chucherías que casó con un oficial de las tropas del Rey, de quien pariera al primer comisionista oficial de la República, era sencillamente descomunal. Pues si el pago de su vivienda en que incurría el gran novelista anglo polaco ascendía a unas cinco libras anuales, con los millones de libras esterlinas que se embolsicó Guzmán Blanco se compraba el palacio de Birmingham, con familia real incluida. Obviamente: el préstamo mismo fue agua de borrajas y no sirvió sino para convertir, con su comisión, al nieto de la buhonera llamada “La Tiñosa” en el suramericano más extravagante, más rumboso y más arribista de la Ciudad Luz. A cuyas hijas emparentó con esa aristocracia de utilería, arruinada y a la busca de negociar virtudes de hijas casaderas a cambio de letras de cambio. Otra práctica en uso, según constancias recientes.
Si se escribiese la historia del comisionista en Venezuela, se tendría la más exacta radiografía de la idiosincrasia nacional. Se podría dibujar el árbol genealógico de los más resonantes apellidos, se sabría nacimiento, historia y milagros de una de las burguesías más evanescentes, artificiosas e inconstantes del continente, se vería las razones del porqué las raíces de todos esos árboles genealógicos del Who is who del millonario vernáculo entroncan con un ministerio de finanzas, de obras públicas, con algún instituto autónomo, una gobernación –en tiempos gomecistas llamadas presidencias de Estado, como bien lo saben algunos conspicuos herederos de fortunas y descarríos- con Pdvsa, las industrias de Guayana, el Banco Central o con algún familiar de los que el argot político del pasado llamaba “los pesados” o “los que más mean”. Y que, en rigor, si bien en el comienzo detrás de la república hubo como en todos los sistemas políticos lo que Voltaire llamaba un “soldier of fortune”, vale decir: un mercenario, aunque en alpargatas de encendidos bríos republicanos por las promesas de riqueza y ascenso social que les garantizara el Libertador, a partir de la Guerra Federal detrás o al lado de nuestro caudillismo autocrático y militarista hubo siempre un comisionista. Desapareció la aristocracia mantuana y quedaron los arribados. Es el sello de fábrica de nuestro feudalismo bolivariano. Y la descripción genética de los nuevos ricos de la Venezuela moderna.
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No existe un solo gobierno venezolano desde que la República existe que no haya estado integrado, o por lo menos asediado, por los caza fortunas de turno: dispuestos a zamparse cuanto bien mueble –e inmueble- se apareciera por las cercanías de sus poderosas, simétricas, bien cuidadas y deslumbrantes dentaduras. Guzmán Blanco fue el caso político y económico más exitoso. Pero incluso en tiempos de la democracia, los hubo que con sus comisiones y saqueos del erario se compraron lujosos apartamentos en l’Ile Saint Louis, contrataron un jet de línea cargado de bote en bote para transportar desde las barriadas y urbanizaciones caraqueñas a los amigotes invitados al sarao de su estreno o trajeron aviones cargados de tulipanes de Holanda para engalanar las bodas de sus descendencias. Todo ello producto del apostolado.
Generales, almirantes, ingenieros, senadores, diputados, comerciantes, banqueros, aseguradores y empresarios mercantiles e incluso ágrafos ciudadanos de a pie supieron morder la fortuna que yacía esparcida por las alfombras del Palacio. Nada extraordinario, que en el mundo de los negocios, la comisión es parte del budget. Y si el principal adquiriente es el Estado, natural es, asimismo, que a la sombra del poder político prolifere la fauna del comisionista como la abeja al panal. Detrás de todo político venezolano sombrea un comisionista. ¿Hase visto algo más jugoso que asegurar a las instituciones del Estado? ¿O guardar sus depósitos? Bien lo dijo Brecht, el poeta alemán: es más criminal fundar un banco, que asaltarlo…
Una diferencia de bulto: la demo militarización del Poder y la popularización del comisionista que esta revolución de la zarrapastra ancestral trajo consigo ha roto todos los usos, todos los encubrimientos, todas las discreciones propias de la cultura del antiguo políglota y elegante comisionista, a cuya mesa, según lo ordenara el Manual de Carreño, no se hablaba de dinero. La voracidad ha sido proporcional al hambre homérica que se arrastraba de dos siglos, al afán de repararla en el más corto plazo y recibiendo regalías supletorias ante la muy segura probabilidad de desaparecer muy pronto del mapa. La voracidad del comisionista –de toda suerte, clase y condición social- se desató como una peste devastadora, saltando diferencias sociales, clases y pedigríes de la Venezuela del Petróleo.
Por cierto: esa turbulenta acumulación primitiva de capital –para expresarlo en elegantes y casuísticos términos marxianos caros a Heinz Dieterich– esa invasión de las pirañas y sanguijuelas del Caribe sobre las arcas del Banco Central y las cajas chicas y grandes de Pdvsa y todos los ministerios, incluso el de Deportes, se ha convertido en el principal acicate de la economía. Valga decir: de la anti economía. Cuyo fin, para este marxismo de tres al cuarto, no es la producción de riqueza, sino la destrucción de riqueza. Siendo que la única riqueza que se considera justa, legítima, decente y correcta es la que devoran los secuaces del poder. El agujero negro de nuestra galaxia caribeña, que no deja salir expresión de luz alguna. No hablemos de moral.
¿Qué hacer con una sociedad en la que la corrupción se considera moda de atractiva belleza, que lejos de ser combatida ha de ser admirada, promovida, protegida y acicateada? ¿Qué hacer con un país que jamás la combatió, llegando a un punto en que si no la combate acabará devorada por la prostitución del lucro y la inmoralidad del saqueo, como devastada por un apocalipsis?
Créame: no tengo la respuesta. Y por lo que veo y escucho, no parece tenerla nadie. Con nuestro mal congénito hemos topado. Dios nos pille confesados.
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