El triángulo: Rosales, Capriles, López
Al destruir la política como convivencia competitiva, se retrocede a la violencia
CARLOS RAÚL HERNÁNDEZ | EL UNIVERSAL
domingo 25 de octubre de 2015 12:00 AM
Sicólogos sociales, sociólogos, siquiatras analizaron cómo el odio se convirtió en sentimiento generalizado en las relaciones sociales en Venezuela. El tanatos, la tendencia a destruir, es un componente inseparable de la naturaleza animal del ser humano. Está en su impronta biológica, en sus cromosomas, las sociedades primitivas se regían por la violencia, la ley del más fuerte y no es nada nuevo por lo tanto. Pero la civilización, las leyes y la cultura lograron "encapsularlo" como un tumor maligno, y con tanta fragilidad como a éstos. El país contaba con una democracia imperfecta en la que las diferencias convivían y hasta come-alacranes revolucionarios y golpistas llegaron a vicepresidencias e incluso a presidencias accidentales de la Cámara de Diputados por decisión de los partidos mayoritarios.
Las sociedades desarrolladas se caracterizan por el cumplimiento de la ley. Los castigos al asesinato, el uso de la fuerza física, son implacables, y como la impunidad es marginal, los ciudadanos introyectan las normas y en sus decisiones pende el temor al castigo. Pero el Kraken permanece en el fondo y basta que parpadeen las barreras represivas para que estremezca con su rugido. En situaciones coyunturales, comunidades civilizadas -los Angeles, Montreal, Nueva York, Estocolmo, París, Caracas, Londres-, se desenfrenaron en masa cuando pudieron actuar violentamente sin castigo. Durante apagones, crisis policiales, guerras, salió el demonio a las calles, pero rápidamente regresó a la cueva ante la fuerza institucional. En cambio el ascenso de movimientos revolucionarios y populistas de masas vino siempre con la entronización progresiva del odio en la medida que destruían el Estado de Derecho.
Normalidad patológica
El análisis del discurso de López Obrador en México 2006 evidenció que incitaba la inquina general entre pobres y ricos, blancos y mestizos, indígenas y no indígenas, empresarios y trabajadores, inquilinos y dueños de pensiones, provincianos y citadinos, funcionarios altos y medios, comerciantes y consumidores. Y por la tirria contra los países exitosos, "el imperialismo", a los que se culpa de los problemas de la incompetencia local, cosa difícil si un gobierno dilapida 2 billones de dólares, no hay alimentos, ni siquiera medicinas, con la peor inflación del planeta, mientras Nicaragua, Perú, Panamá y Bolivia tienen de las mayores tasas de crecimiento y las menores de inflación en el área. Pero hay otros ejemplos en los que la bestialidad, la disolución social, se impone paulatinamente sobre la ley y la decencia, y se torna nueva normalidad. La vida se animaliza lentamente en una metamorfosis.
240 mil muertes en 16 años son un crecimiento aritmético regular de la disolución como luce en el gráfico. En aberrante venganza, emerge el linchamiento de delincuentes. Los movimientos populistas (y marxistas) tienden a destruir la cohesión y a entronizar la violencia crónica, porque su prédica es el conflicto en una pirámide de odio de la que no escapa ningún estrato social. Cuando las cabezas de las instituciones -paradigmas de imitación- lanzan mentiras y ultrajes extravagantes contra la ciudadanía, los convierten en práctica normal a seguir por ella. El Parlamento en el que debaten y conviven amistosamente los dirigentes, se convierte en circo de agavillamientos físicos contra líderes de oposición. Al destruir la política como convivencia competitiva, se retrocede a la violencia.
El chapulín colorado
Y ese virus se recuela hasta las comisuras incluso entre quienes se agrupan en posiciones democráticas. Hay tres casos entre muchos, en los que los fanáticos, irracionales, zelotes, odiantes, fans, dieron pruebas patéticas de lo grave de su enfermedad. Desde que Capriles en 2013 responsablemente eludió las estúpidas consejas de sacar la gente a la calle, lo que hubiera producido el mismo desenlace pero con 200 o 300 muertos, se inició una campaña sádica e implacable de descrédito humano contra él. Leopoldo López llevó su parte, y más allá de que no se compartan acciones tomadas por él o su partido, es abominable la inclemencia de los juicios e invectivas en su contra. Pareció que a muchos les importaba un adarme, o tal vez se alegraban, de que estuviera en un tigrito, incomunicado, sin ver a su mujer ni sus hijos.
Y por último. Manuel Rosales en una decisión también dura de entender vino y se entregó a quienes tienen la sentencia previamente redactada. Ello desparramó un enjambre de abejas asesinas que lo emponzoñaron con vejámenes, calumnias, como contra López y Capriles antes, los tres han dado la cara y gracias a sus errores y aciertos hoy existe una alternativa (ojalá acertaran siempre) Realizaron actos de valor personal y político que no se les conocen a energúmenos enchancletados en las redes que "sospecharon desde un principio". En los tres casos las invectivas vienen de aficionados a la política que se la dan cómicamente de astutos y zahorí, diletantes a los que habría que herrarles esta frase Montaigné y ojalá la entiendan: actúa como si fueras hombre de pensamiento y piensa como si fueras hombre de acción. No son ni de acción ni de pensamiento, sino haraganes, fans con cabezas de utilería.
@CarlosRaulHer
Las sociedades desarrolladas se caracterizan por el cumplimiento de la ley. Los castigos al asesinato, el uso de la fuerza física, son implacables, y como la impunidad es marginal, los ciudadanos introyectan las normas y en sus decisiones pende el temor al castigo. Pero el Kraken permanece en el fondo y basta que parpadeen las barreras represivas para que estremezca con su rugido. En situaciones coyunturales, comunidades civilizadas -los Angeles, Montreal, Nueva York, Estocolmo, París, Caracas, Londres-, se desenfrenaron en masa cuando pudieron actuar violentamente sin castigo. Durante apagones, crisis policiales, guerras, salió el demonio a las calles, pero rápidamente regresó a la cueva ante la fuerza institucional. En cambio el ascenso de movimientos revolucionarios y populistas de masas vino siempre con la entronización progresiva del odio en la medida que destruían el Estado de Derecho.
Normalidad patológica
El análisis del discurso de López Obrador en México 2006 evidenció que incitaba la inquina general entre pobres y ricos, blancos y mestizos, indígenas y no indígenas, empresarios y trabajadores, inquilinos y dueños de pensiones, provincianos y citadinos, funcionarios altos y medios, comerciantes y consumidores. Y por la tirria contra los países exitosos, "el imperialismo", a los que se culpa de los problemas de la incompetencia local, cosa difícil si un gobierno dilapida 2 billones de dólares, no hay alimentos, ni siquiera medicinas, con la peor inflación del planeta, mientras Nicaragua, Perú, Panamá y Bolivia tienen de las mayores tasas de crecimiento y las menores de inflación en el área. Pero hay otros ejemplos en los que la bestialidad, la disolución social, se impone paulatinamente sobre la ley y la decencia, y se torna nueva normalidad. La vida se animaliza lentamente en una metamorfosis.
240 mil muertes en 16 años son un crecimiento aritmético regular de la disolución como luce en el gráfico. En aberrante venganza, emerge el linchamiento de delincuentes. Los movimientos populistas (y marxistas) tienden a destruir la cohesión y a entronizar la violencia crónica, porque su prédica es el conflicto en una pirámide de odio de la que no escapa ningún estrato social. Cuando las cabezas de las instituciones -paradigmas de imitación- lanzan mentiras y ultrajes extravagantes contra la ciudadanía, los convierten en práctica normal a seguir por ella. El Parlamento en el que debaten y conviven amistosamente los dirigentes, se convierte en circo de agavillamientos físicos contra líderes de oposición. Al destruir la política como convivencia competitiva, se retrocede a la violencia.
El chapulín colorado
Y ese virus se recuela hasta las comisuras incluso entre quienes se agrupan en posiciones democráticas. Hay tres casos entre muchos, en los que los fanáticos, irracionales, zelotes, odiantes, fans, dieron pruebas patéticas de lo grave de su enfermedad. Desde que Capriles en 2013 responsablemente eludió las estúpidas consejas de sacar la gente a la calle, lo que hubiera producido el mismo desenlace pero con 200 o 300 muertos, se inició una campaña sádica e implacable de descrédito humano contra él. Leopoldo López llevó su parte, y más allá de que no se compartan acciones tomadas por él o su partido, es abominable la inclemencia de los juicios e invectivas en su contra. Pareció que a muchos les importaba un adarme, o tal vez se alegraban, de que estuviera en un tigrito, incomunicado, sin ver a su mujer ni sus hijos.
Y por último. Manuel Rosales en una decisión también dura de entender vino y se entregó a quienes tienen la sentencia previamente redactada. Ello desparramó un enjambre de abejas asesinas que lo emponzoñaron con vejámenes, calumnias, como contra López y Capriles antes, los tres han dado la cara y gracias a sus errores y aciertos hoy existe una alternativa (ojalá acertaran siempre) Realizaron actos de valor personal y político que no se les conocen a energúmenos enchancletados en las redes que "sospecharon desde un principio". En los tres casos las invectivas vienen de aficionados a la política que se la dan cómicamente de astutos y zahorí, diletantes a los que habría que herrarles esta frase Montaigné y ojalá la entiendan: actúa como si fueras hombre de pensamiento y piensa como si fueras hombre de acción. No son ni de acción ni de pensamiento, sino haraganes, fans con cabezas de utilería.
@CarlosRaulHer
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