La
revisión de algunos escritores venezolanos atiende a la necesidad de
entendernos y entender a Venezuela desde su literatura. El momento histórico
que vivimos amerita la lectura y relectura de los narradores que ficcionaron la
realidad del país y lo explicaron desde la verdad de sus mentiras. La realidad
venezolana queda descubierta y revelada en la ficción narrativa. Gracias a esos
dos actos de magia que quitan el velo encubridor , podemos apropiarnos de ella,
en primera instancia. En segunda, podemos explicarla y, sobre todo,
transformarla. Solo puede cambiarse lo que se conoce; lo que se sabe cómo
es.
Por
otra parte, esta mínima revisión permite rescatar valores literarios que han
sido olvidados por el tiempo, o mal entendidos por el rumbo interesado del
gusto del momento, o segregados del panteón cultural por no ceñirse a los
patrones exigidos en determinada época. Traídos y llevados, ensalzados o
hundidos algunos de nuestros mejores escritores han sufrido los avatares
caprichosos de la moda, de las ideologías al uso o de la mezquindad de su
entorno.
Nos
interesa, también, rendirle homenaje a nuestra tradición literaria. Venezuela
es el país del olvido fácil, rápido y puntual. Revisitar las bases de nuestra
cultura, literaria en este caso, significa reeducar la memoria para que el
pasado nutra la identidad perdida y cumpla con su misión: construirnos y
reconstruirnos desde la mirada activa que hace del pasado fuente inagotable de
conocimiento. En este caso de auto-conocimiento.
En la
década de los años 20 se produce un movimiento de transición y cambio. Una
nueva generación iza la bandera que desea renovar la prosa y alejarla de la
ilusión realista que ya no dice nada. El costumbrismo criollista sigue al
frente de los temas aplaudidos, y lamentablemente, seguirá por muchos años más.
La búsqueda de lo auténtico, lo propio, la cacareada identidad que nos da
sentido se busca por los lados de la expresión folklórica que , tiene
indudables aciertos, pero que extendida con exageración termina por ser una
camisa de fuerza que produce estereotipos cansones. Mientras en Europa las
vanguardias cancelan el realismo y el romanticismo decimonónico para instalar
corrientes de audaz experimentación de la realidad, en Latinoamérica se sigue
fiel a la descripción del paisaje y de las costumbres como pasaporte seguro al
beneplácito del público que quiere verse retratado en la literatura.
Las
generaciones del 18 y el 28 en Venezuela intentarán acercarse a la explosión
vanguardista europea con experiencias artísticas que marquen un antes y un
después. Y , aunque aisladas y escasas, lo lograron. Prueba de ello son los
magistrales cuentos de Julio Garmendia (1898-1977), nuestro
escritor más vinculado a lo fantástico en un contexto donde serlo era una
herejía.
Solitario
e incomprendido, Garmendia circula su excentricidad por el mundo cultural
venezolano sin pena ni gloria. Residenciado en Paris desde 1923 publica en la
Ciudad Luz su primer libro de cuentos, La tienda de muñecos en 1927. No será
editado en nuestro país hasta 1952, prueba irrefutable del poco crédito que se
le concedió a esta colección exquisita de joyas irónicas que , con sutileza,
desenmascaraban al régimen de Juan Vicente Gómez desde una imaginación fabulosa
que sabía muy bien cómo decir sin decir. Unos pocos amigos le hicieron “el
favor” de traer los cuentos y repartirlos entre la cofradía de compañeros que
lo leyeron con escepticismo y benevolencia. Nadie entendió la contundente
repulsa a la dictadura, a la sociedad y al modelo de país que ocultaban porque
no lo contaban desde la crudeza realista, desde el bastión sociologizante sino
desde lo imposible, desde la fábula libre de ataduras que exige al
lector reelaborar el significado oculto tras la anécdota.
La
tienda de muñecos es una sátira político social escrita en clave fantástica,
irónica y humorística que pone el dedo en la llaga con su punzante crítica a la
sociedad de su época. La tienda es Venezuela y los muñecos las representaciones
sociales relevantes que definen al país. Si hay una tienda hay un dueño que
vende y compra muñecos a su antojo o según la ley de oferta y demanda
imperante. En este caso se trata de un anciano que debe dejarle en su lecho de
muerte el negocio a un sobrino no sin antes adiestrarlo en el arte de mantener
“la tienda” ordenada y pujante. La mesa está servida para eludir todo referente
directo a la realidad y dejarnos un discurso reflexivo que desmonta el
entramado oficial de nuestra composición social y se ríe de ella
socarronamente.
El
cuento posee dos narradores : un narrador anónimo que deja un manuscrito al
segundo narrador que nos lo muestra. De esta forma Garmendia elude la
responsabilidad intelectual sobre lo escrito ante cualquier probable arremetida
del régimen gomecista al que, como toda dictadura, le salen ronchas ante la
crítica. Este juego le permite distanciarse arteramente de su compromiso
ideológico y salir bien parado de toda sospecha. Porque lo que cuenta no deja
lugar a dudas para un lector agudo: los muñecos están ordenados en riguroso
orden jerárquico tal como gobierna la cachucha de turno. El principio de
autoridad y el respeto a ella siembran terror por lo implacable de su
ejecución; así mismo ocurre con el manejo de la tienda. Ni pensar en alterar la
rigidez de la colocación de los muñecos en el estante. Los soldados tienen
lugar preferencial, cómo no! Las muñecas son muy solicitadas…., los doctores
casi no se venden y los animales con más éxito son los asnos y los osos…sin
comentarios.
La
estocada final del cuento no tiene desperdicio. El heredero de la tienda parece
, en principio, dispuesto a cambiar las cosas. Solo oye a su mentor para
cumplir con las normas de urbanidad que exigen ser considerado con un
moribundo, pero, finalmente, decide que mejor todo queda como está. Les ha ido
bien así, no? El pesimismo que cierra el cuento se repetirá en el resto de la
obra de Garmendia y sus contemporáneos. No se ve luz al final del túnel y la
férrea dominación militar se percibe como un mal endémico inexpugnable.
El
difunto yo aborda el tema del doble como un duelo imaginario entre el orden y
la transgresión. Con un sentido del humor pleno de sátira inclemente, el cuento
narra la historia del “otro” y el “yo” como un juego de espejos enfrentados que
revela al alter ego como un engaño conveniente. No hay “otro”, somos dueños de
nuestra vida y responsables de cada decisión. El bueno y el malo son
intercambiables e indistinguibles. La evasión que pretende separarlos es una
trampa donde solo cae el único y verdadero yo que los reúne. Al final,
sobrevive el pícaro, el mentiroso, el falso. De nuevo aparece el pesimismo como
corolario a la historia. La fuerza está del lado del mal. El bueno perece
víctima de su debilidad. Ni modo.
El
médico de los muertos pertenece a la colección de cuentos titulada La tuna de
oro, editada en 1952. Es el segundo libro de cuentos de Garmendia, y el último.
En este cuento Garmendia critica la falsa modernidad que llega a la ciudad
pueblerina con pretensiones. Los muertos emigran desplazados por el “progreso”
que trae cambios inevitables y molestos para dar paso al “avance” urbanístico.
La ley del más fuerte se impone, y ¿qué posición puede ser más débil que la
inexistencia? Los muertos intentan oponerse a la interrupción de su placentero
descanso pero no hay nada que hacer. Es decir, la ley de los vivos. Y estos no
van a dejar que aquellos descansen en paz, porque la paz aburre y los hombres
no saben apreciarla. Solo la aprecian muertos.
La
muerte es el tema común que circula por los cuentos de Garmendia. Constituye
una paradoja que su humor directo, su ironía divertida y el sarcasmo crítico
que despliega en su escritura se basen en una temática fúnebre. Pero es que ese
contraste es el que le da relevancia a sus historias. El anciano dueño de la tienda
de muñecos antes de morir deja su legado a quien podría cambiar el orden
terrible de las cosas y no lo hace. El yo canalla empuja al suicidio al yo
noble. Los muertos son perseguidos en el más allá por la ambición de los vivos.
En resumidas cuentas, el bien está acorralado porque no hay voluntad de cambio
de ningún tipo: ni individual, ni social ni política. Garmendia refleja la
perspectiva negra del final del gomecismo en clave de humor.
A última hora, aturdidos y confusos:
Los
últimos años son los más difíciles de catalogar y digerir a la hora de hacer un
balance sobre lo que podríamos considerar propio de nuestra cultura literaria.
Una avalancha de escritores emerge del desbordamiento de concursos,
premios, talleres, cátedras, simposios, conferencias, ferias de
libros, lecturas dirigidas, coloquios, mesas redondas, cuadradas,
triangulares….en fin, un vasto horizonte de experiencias que podrían
haber significado el arribo de la edad dorada de nuestra literatura, pero que
no son lo que parecen.
Se
verifica una relación inversamente proporcional entre estos factores y la
transmisión efectiva de un continente literario asumido como realidad
artística conocida y de la que algún grupo numéricamente significativo se
apropia otorgándole sentido a la producción y recibiéndolo de ella, a su vez.
En este intercambio necesario juegan papel principalísimo los siguientes
actores (no están por orden de aparición): el crítico, las editoriales y los
medios de comunicación. A todos se les echa la culpa del desierto cultural que
es el paisaje literario que tenemos más a mano. Nos movemos entre críticos
complacientes, exageradamente elogiosos cuando no hay sustento para ello,
y los tiranos del juicio que asesinan obras sin
ton ni son porque es muy divertido y les encanta el rol de “escandalizadores”
del patio trasero de la cultura. Unos y otros forman orquesta con los
organizadores de eventos, los directores de talleres, los jurados de todos los
concursos posibles e imposibles, las casas editoriales, los lectores expertos
de esas casas, los comentaristas culturales de periódicos, revistas y los
recientes blogueros de Internet ( la verdad es que son los mismos,
todos) que tocan melodías monótonas donde se ensalzan las virtudes de nuevas
generaciones…..que no se leen.
Seguimos
aferrados a una divulgación de la literatura según pautas sospechosas, cuyo
máximo patrón es lo que me gusta y lo que no. El subjetivismo elevado a sistema
de análisis, selección, edición y juicio desacredita el enorme trabajo que
supone hacer lo anterior. Lo que se trabaja con rigor desde los centros de
investigación académica, circula por pasillos tan estrechos que no termina de
salir al aire libre porque se ahoga por el camino, y además ésa no es su
misión. No es desde la academia desde donde se trazan los modelos culturales a
seguir: la academia es para los estudiosos que ya tiene su gusto (de) formado.
La cultura literaria es para todos, sabiendo que cada vez “todos” es “menos” y
es “pocos”, pero no podemos aceptar el “casi nadie” como válido.
Nos
estamos saltando a los protagonistas. ¿Qué pasa con los escritores y sus
relatos?
Ellos
son el punto de partida. Y han perdido poder de convocatoria. Temas, recursos,
y lenguaje se han ablandado. No tienen fuerza. No plantean tensiones
apremiantes para llamar la atención y seducir. Oscilan entre el adocenamiento
superfluo que aburre y el close –up narcisista del autor que no deja que leamos
la obra porque él ocupa todo el espacio. Alguno se salva, pero por los pelos y
en cifras vergonzosas. Arropaditos por la consagración que han obtenido sin
mucho esfuerzo, el castigo llega donde más duele: en una recepción escasísima y
circunscrita a un ámbito demasiado doméstico para ser un respaldo confiable.
El
último culpable: el lector. ¿Y usted, por qué no lee?, sería un buen tema para
una encuesta que no revelaría tampoco grandes sorpresas. Desde que el petróleo
nos arrulla con su canto de sirena (y de esto ya ha pasado un tiempito), al que
oímos encantados de la vida, la cultura de todo tipo es lo primero
que hemos echado por la borda, siguiendo las órdenes del arrullo
mortal. El hundirnos en dinero a partir de la década de los 30 ha ido
produciendo la desbandada cultural. Al principio más lenta y menos perceptible,
pero a partir de los 70, ya indetenible y grosera. Ser culto y “letrado” es un
valor desplazado y agónico. El poder económico y social que se va
encumbrando desde esa época está compuesto por sectores poco
educados. Y esta categoría se va afianzando hasta dejar de estar mal vista por
las clases poderosas tradicionales y hasta por la intelectualidad, que cada vez
más arrinconada tiene poco o nada que decirle a estos tipos sociales que
alcanzan el éxito sin avergonzarse de lo que Cantinflas llamaría, “su falta de
incultura”. Sumemos el advenimiento casi religioso de los juegos y
entretenimientos audiovisuales, que le cierran el paso a toda actividad que
requiera concentración y reflexión, y está listo el caldo de cultivo para el
exilio literario.
Paralelamente,
declaraciones de libreros, premiados, y visitantes asiduos a los predios
literarios hablan de la buena salud de la producción, de que se
viven tiempos de abundancia en calidad y cantidad, de que el público
está leyendo como nunca a sus paisanos , que nacen generaciones asombrosas…, en
fin que nuestra cultura literaria va viento en popa. En la calle y en las
aulas, tales asertos no son verificables.
Esta es
una visión general , y como siempre, las excepciones confirmarán la regla y nos
ayudarán a señalar a los escritores que nos honran en estos tiempos. Hago lista
de piezas del rompecabezas encabalgadas entre los 70, 80 y
90, y que cada quien las arme a su gusto: por orden
alfabético, de aparición o tamaño. Alberto Barrera, Oscar Marcano, Ana Teresa
Torres, Victoria Di Stefano, Gabriel Jiménez Emán, Armando José Sequera,
Ednodio Quintero, Orlando Chirinos, Sael Ibáñez, Antonieta Madrid, Milagros
Mata, Silda Cordoliani, Blanca Strepponi, Antonio López Ortega, Israel Centeno,
Milagros Socorro, Méndez Guédez, José Roberto Duque, Miguel Gomes, José Pulido,
Edda Armas, Sonia Chocrón……
Mención aparte
merecen Eduardo Liendo y Angel Gustavo Infante. Liendo ejerce una
rara virtud entre nuestros escritores: la perseverancia del oficio. Es uno de
nuestros escritores más prolíficos, dentro de un arte signado, casi siempre,
por la obra maestra en solitario. El mago de la cara de vidrio (1973) es un
hito es nuestras letras; el libro más leído por los muchachos de bachillerato,
que si bien se lo topan en los programas oficiales de educación, lo aprecian y
les gusta más allá de la obligación curricular. No es lo mejor de Eduardo
Liendo, pero el hecho de que se gane al joven lector es un prodigio
a tomar en cuenta. Los topos (1975), Mascarada (1978), El cocodrilo rojo
(1985), Los platos del diablo (1985), Si yo fuera Pedro Infante (1989), Diario
del enano (1998), El round del olvido (2002) y Contraespejismos
(2007) cuentan la peripecia del mundo interior de los seres humanos, que son lo
que no son, que parecen sin ser y luchan –lo más heroicamente que pueden, y a
veces, no es mucho- por vencerse a sí mismos en combate desigual contra los
inquilinos que los habitan y los destruyen desde adentro. El uno, el otro, y
todos los demás se dan cita en estas obras, de estructura sencilla, lenguaje directo,
claro, y que tiende a la poetización de la prosa sin alardes
arrogantes.
Angel
Gustavo Infante nos regaló en Cerrícolas (1986), nuestra propia y autóctona
picaresca. El anti-héroe anárquico inmerso en nuestras barriadas, con su jerga
de baja estofa y su estoicismo cínico es un trabajo bien logrado que recibió el
aplauso de sectores más amplios que los usuales. A pesar de eso, el eclipse ha
sido rápido. Quizás porque Yo soy la rumba (1992) y Una mujer por siempre jamás
(2007) no alcanzaron el mismo grado de popularidad, ni
manifiestan tanta pericia como su primer trabajo. Contrario a
Liendo, Infante trabaja despacio y los largos períodos entre una y otra
publicación hacen que se produzca un letargo del que la calidad desigual de sus
últimos cuentos no logra despertarnos. Aun así, su primera obra es una síntesis
crítica del proceso vital de las clases pobres urbanas donde el mundo degradado
del malandro se eleva a fábula digna de ser contada, como
universo de miseria, dolor y vileza ante el que hay que tomar
postura y al que es necesario enfrentar.
Un poco
más allá de esta amalgama, nos esperan las nuevas generaciones de las que se
sabe poquísmo. Los nombres que vienen a continuación, al
igual que los anteriores son armables y desarmables. Aquí van, tan desordenados
como su presencia-ausencia entre nosotros: Roberto Echeto, Jesús Nieves
Montero, Jorge Gómez, Fedosy Santaella, Carolina Lozada, Ricardo Aguaje, Héctor
Bufanda, Héctor Torres, Norberto José Olivar, Ma. Ángeles Octavio, Iria Puyosa,
Adriana Villanueva, Enza García, Oscar Marcano, Armando Coll, Ma. Celina Núñez,
Salvador Fleján, Luis Laya, Fátima Celis, Eduardo Sánchez, Rodrigo Blanco
Calderon, Juan Carlos Chirinos, Alexis Romero y seguro habrá muchos más……
Dos
trabajos han ganado la apuesta por una narrativa culturalmente mejor colocada
entre el público: Falke ( 2005) de Federico Vegas, y las dos novelas de
Francisco Suniaga: La otra isla ( 2005) y El pasajero de
Truman (2008). Todavía es pronto para conocer su capacidad de sostenerse
entre los libros preferidos por un público variado y para convertirse en
lecturas con carácter propio al superar las modas y coyunturas que
los han hecho bastante populares dentro de lo que se estila entre nosotros.
El
escritor no tiene quien lo lea:
La
narrativa de los 60 y los 70 inició su camino hacia la escena cultural con
mejor pie. En su momento experimentó la gloria, apadrinada por un menú temático
al que no quedaba más remedio que rendirse. La ficción testimonial de un
período histórico que sacudió la vida del país sin posibilidades de evasión,
condujo a la lectura y consagración de sus autores como exorcistas del momento
y de su sentido. La consolidación democrática que auguraba estabilidad al
interminable proceso de construirnos como país coherente, se
solivianta por la presencia de la guerrilla que, rindiendo homenaje
a Mao, al Che, y a todos los marxismos-leninismos habidos e inventados por la
calenturienta mente del Caribe socavan la esperanza demócrata , casi recién
parida, y nos obliga a repensarnos –otra vez-. La literatura, escrita por los
inconformes, guió este juicio a los valores y produjo la última revisión sobre
nosotros mismos que, de forma global, se ha producido en nuestra sociedad. Por
eso resulta, hoy, una narrativa indispensable como factor cultural:
nos explica lo que ahora nos atormenta por inexplicable en el
acontecer político y social del país.
Sin
embargo, el estrellato quedó circunscrito al imperativo de ese instante como un
gesto fundamental que no podía pasar desapercibido, pero que no ha
resistido el paso del tiempo en términos del gusto y la receptividad del
colectivo. El menú temático no estuvo acompañado por una estética que lo
dignificara, más allá de tres nombres memorables entre los entendidos, y que en
la actualidad buscan quién los lea: Salvador Garmendia, Adriano González León y
Luis Britto García. El primero por hablarnos en Los pequeños seres
(1959), Los habitantes (1961), Día de ceniza (1963), La mala vida (1969) Doble
fondo (1965) y Difuntos, extraños y volátiles (1970) del hombre cualquiera, del
resto desechable de ser que protagoniza una épica deslucida que nos
ha atrapado sin darnos cuenta. El segundo, por ser el escritor más
universal de su época, el más inquietante y retador: Las hogueras más altas
(1958), Asfalto-infierno (1963), Hombre que daba sed (1967), la premiada y
consagrada País portátil (1968), y Viejo (1994) prueban la
afirmación sobre su genio, pero también prueban que no es suficiente para
recorrer las venas de una lectura inolvidable y admirada. La cultura literaria
que nos ocupamos en esbozar aquí tiene que contar –y no cuenta- con
País portátil como una de sus miradas más penetrantes: la crisis de los 60 y su
poder iluminador sobre la historia pasada, presente y futura la convierte, hoy
en día, en una novela profética. Lo que fuimos en el
remoto pasado que subsiste en la provincia, lo que fuimos en la aparente
modernidad fracasada, lo que somos en este caos insufrible del
ahora y lo que inevitablemente seremos -por inferencia y deducción- , se reúnen
en este libro que hipnotiza por su seria composición de planos
espacio-temporales que se comunican confrontándose continuamente, como se
confronta el país entre lo que fue, es y será contra lo que no fue, ni es, ni
será, más lo que pudo ser, pero no fue, o lo que debió ser y no hubo
manera….y así… Nos falta leer aquel País portátil para entender este país, cada
vez menos, “portátil”.
Britto
corre con buena fortuna en el mínimo ámbito de la crítica, los estudios
literarios y los concursos, pero peor suerte tiene con los lectores. Rajatabla
(1970), Vela de armas (1970) y Abrapalabra (1979) serán revelaciones
importantísimas en su día por el carácter lúdico y experimental de su ingeniosa
arquitectura, por la intensidad de los temas que atacan con acierto la
condición alienada de una sociedad escasa de valores en cualquiera de sus
sectores; aunque su blanco preferido será la burguesía
local y sus dos marcas de fábrica: el conformismo y el consumismo adormecedores,
que aborda con ironía saludable. No diría que la lectura de Britto es
indispensable para hacernos con una pieza de la cultura literaria del país,
como creo que lo son Meneses, Garmendia (ambos) o González León pero pienso que
esta condición invisible no corresponde a lo que sus textos ofrecen.
Dejo
los nombres que siguen como testimonio de una producción bastante copiosa y de
lo poco que queda de ella, si es que queda algo memorable. Ciertamente muchos
de estos nombres no dan para incluirlos como parte de una cultura literaria que
los merezca, pero tampoco para haber sido aplastados por el olvido que los ha
echado fuera, con diferentes matices, según el caso: Argenis Rodríguez,
Francisco Massiani, José Balza, José Vicente Abreu, Angela Zago, Esdras Parra,
David Alizo, Carlos Noguera, José Ramón Oropesa, Laura Antillano, Renato
Rodríguez, Ramón Bravo, Jesús Alberto León, José Santos Urriola, Caupolicán
Ovalles, Julio Jáuregui por no hacerlo más extenso pueden revisarse
selectivamente para concederles el famoso beneficio de la duda del cual saldrán
algunas renovaciones de agradecer.
Bienvenidos
al siglo XX…y su “despliegue de maldad insolente…”
Nada de
maldad; por el contrario, la cultura literaria en la Venezuela del siglo XX se
agiganta, crece y crece en cantidad y calidad. Resulta imposible seguir
haciendo este recuento con pormenores de autores y obras. Son muchos y aunque
sigue habiendo olvidos mezquinos, se lee más y mejor. Aumenta el país: se hace
grande y así aumenta la pasión por ingresar a un panorama cultural más
universal y al mismo tiempo más genuino, y no por cultivar lo nacional, sino
por comprometerse con la raíz de la escritura: el cuidado de la palabra, el
cuidado del estilo, el cuidado del sentido último del texto.
Mucha
insolencia bien entendida. La literatura se estrena con lujos inéditos. El afán
regionalista logra madurar. Se exploran y
trabajan estilos desconocidos, se proponen aventuras
serias y conscientes para la forma y la perspectiva de narrar. Se
alcanza, por fin, estatura literaria al comprender la escritura como un oficio
riguroso, como un arte que descubre la realidad que hay detrás de la realidad,
con o sin inclusión de una historia real, con o sin intenciones obstinadas de
conseguirla. Se llega, por fin, a comprender que el por qué y el para qué de la
literatura, solo se hace verdad trascendente cuando proviene del qué y del
cómo. Y no hay visión del mundo que valga si no se ha moldeado en la palabra,
el estilo y la historia.
Un
primer tercio de este siglo incluye nombres perpetuos y fuertemente asentados
en nuestra cultura literaria: Rómulo Gallegos, Julio Rosales (uno de los
desterrados del gusto impuesto), Teresa de la Parra, Angel Miguel Queremel
(otro que ha ido siempre a la zaga) Julio Garmendia, Enrique Bernardo Núñez.
Popularizados Gallegos y Parra, habría que incluir la lectura de sus
cuentos para rescatar facetas desconocidas de estos “grandes”. Releer una y mil
veces a J. Garmendia, por los inagotables sentidos de sus relatos, desprendidos
de toda etiqueta. Rendir homenaje a la prosa magistral de Enrique
Bernardo Núñez y al reto que representa su propuesta de metaforizar la
historia. Igual que acercarse con menos miedo al género insólito que Ramos
Sucre nos lega y que lo coloca “fuera de serie”.
Un poco
(y mucho) más allá de este tercio, la insolencia vanguardista va haciéndose ley
y destino de las letras que se actualizan a un ritmo vertiginoso. Uslar Pietri
, Nelson Himiob, Antonio Arráiz, Miguel Otero Silva, Ramón Díaz Sánchez y
Guillermo Meneses van produciendo sacudidas desconcertantes en las letras de su
tiempo. Este último, sin duda es quien eleva nuestra cultura literaria a su
máxima categoría expresiva. Con diez cuentos y cinco novelas escritas desde
1934 hasta 1962, Meneses no se ha leído lo suficiente, no ha sido
suficientemente valorado en la magnitud que le confiere una obra superior a la
de todos sus contemporáneos, la de sus predecesores y cuya influencia es de un
alcance mayúsculo. Es difícil responde si hay cuentos mejores que La balandra
Isabel… (1934) o La mano junto al muro (1952), o novelas
más impactantes que Campeones ( 1939) o El falso cuaderno de Narciso
Espejo ( 1952). Meneses nos mostró, mucho antes de la tan cacareada
postmodernidad, la fragmentación de la conciencia y del arte, los
submundos surrealistas, la abstracción de la realidad y la función activa del
lector que construye su propia obra a partir de los datos minimalistas que le
da un narrador semi-oculto en el texto. La maravilla que nos depara la lectura
de Meneses no podemos perdérnosla. Nos perderíamos el regocijo de encontrar,
después de tantas vueltas y extravíos, nuestra identidad literaria en una obra
de factura impecable.
Entre
los 40 y los 50, las vanguardias sientan cabeza. La insolencia toca tierra
y se alía con antiguos enemigos (restos de modernismo preciosista,
fijación telúrica, realismo usado como pedagogía, denuncia social
inevitable) al mismo tiempo que le tienden puentes a nuevas amistades (temas
intimistas, personajes introspectivos, lenguaje sobrio, intentos de realismo
mágico) resultando obras de calidad disímil, cuya repercusión
cultural es bastante menor que la de sus predecesores. Empieza lo que será un
largo camino hacia la pérdida de valor de la lectura. Ser culto empieza a dejar
de ser un elemento que redime, humaniza y trasciende.
Paradójicamente, se asiste a la aparición de numerosas publicaciones
periódicas de carácter literario , o que incluyen a la literatura en sus
contenidos: Viernes, Élite, Fantoches….. Otra aparición que se estrena con
buenos augurios y que crecerá con el tiempo hasta desgastarse y vaciarse de
sentido, serán los concursos y premios. La contemporaneidad, todavía no se hará
demasiado visible porque seguimos siendo un país de retazos superpuestos que se
empeña en hacer de su literatura el blanco perfecto para atinar con la clave
que lo defina. Y la cultura literaria corresponderá a esa costura nacional
donde puede mezclarse todo sin morir en el intento. Lucila Palacios, Gustavo
Díaz Solís, Antonia Palacios, Oscar Guaramato, Oswaldo Trejo, Armas Alfonso,
Márquez Salas, Héctor Mujica, Mariño Palacios, Malavé Mata, Gloria Stolk y
otros, pasan a componer este mosaico confuso que sólo tiene sentido por las
imposiciones cronológicas; y que, hoy en día, es desconocido. Salvo
algún cuento de Guaramato, que pasea su belleza solitaria por los manuales de
literatura de los adolescentes, el resto (si aparece) lo hace servido en las bandejas
de plata de algún estudioso, crítico o intelectual, todavía menos leído que los
escritores que lo sostienen.
El Modernismo está servido.
Renovarse
o morir, no es una disyuntiva que nos tome por sorpresa. El cambio es, en
efecto, como sabían los griegos, lo que menos cambia: es una constante y que
sea tan recurrente da fe de la necesidad de renovación que nos invade con
terquedad. No sabemos a ciencia cierta si es una necesidad o una ilusión a la
que hay que sucumbir periódicamente para darle sentido a los agobios que
oprimen.
Las
innovaciones principian por criticar todo lo que se hacía antes. El principio
demoledor es indispensable, y el movimiento modernista sigue las instrucciones
a cabalidad: hay que rebelarse contra la estética, los temas y la visión del
mundo que hasta ahora servían para la expresión literaria. El norte estará
donde los temas sean universales, donde la exaltación estética se conciba como
fundamento del arte, y donde se verifique la voluntad rigurosa de
construir un lenguaje vivo y auténtico.
Los
escritores modernistas en Venezuela, lo son más por vivir y escribir en el
período que se asigna a la aparición y auge de esta corriente literaria que por
sumergirse en sus aguas hasta el cuello. Más por plantearse la renovación de la
prosa y de sus asuntos que por lograrlo. Entre 1880 y 1920 corre una línea
ancha de tiempo que los abarca a todos y abarca casi todo: el romanticismo
tardío y nunca abandonado, el último grito del realismo naturalista, el
naturalismo a secas y seco, el decadentismo tropicalizado, la novela
psicológica, la social, el regionalismo perenne, el costumbrismo a tiro fijo y
la mezcla de todo esto que genera híbridos más o menos felices, según veremos.
Este estado modernista decreta que juntos y revueltos se pueden alcanzar
glorias y bondades literarias aun sin la pureza de
anteriores inquietudes intelectuales.
El
primer elemento a rescatar en nuestra cultura literaria es la lectura
de las revistas ( para la época que nos ocupa son éstas, pero hay
más a lo largo de todas las épocas) El Cojo Ilustrado (1892) y
Cosmópolis (1894). Nos referimos a que puedan ser comentadas con cuidado y
gusto, e incluidas en los programas educativos como parte de nuestra historia
literaria. Que formen parte de nuestro saber, y que tengamos de ellas un buen
conocimiento. La gran mayoría de nuestros modernistas se iniciaron allí,
aparecieron allí sus escritos, se codearon dentro de sus páginas con lo mejor
de la literatura universal y, gracias a ello, pudieron establecer una
comunicación franca y directa con la escritura venida de otras tierras, y
alcanzar ellos mismos estatura entre los grandes.
Ensalzadas
por unos, ridiculizadas por otros; las novelas de aquel momento han subido y
bajado por toda la escala de valores posibles. En su momento acapararon la
atención de sus contemporáneos para bien y para mal. Al menos eso les dio
categoría cultural. Para renovarla hoy en día sólo hace falta, leerlas.
El
encuentro con la novela de tesis, con el realismo-social que se estructura a
partir de las ideas positivistas, gestando también la
vertiente naturalista y su reducción decadente, nos depara sorpresas
en Deborah (1884) de Tomás de Michelena, en Julián (1888) de Gil
Fortoul , Mimí ( 1898) de Cabrera Malo, La tristeza voluptuosa
(1899) de Pedro César Domínici y Todo un pueblo (1899) de Miguel
Eduardo Pardo. Desde clamar por la ley del divorcio, pasando
por plantear la transformación psicológica del
personaje al contacto con la cultura metropolitana, hasta crear
nuestra propia heroína desgarrada a lo Madame Bovary y también nuestro propio
monólogo intimista, e incluso revelar la más cruda realidad de la
Caracas decimonónica , estas obras nos permiten reconstruir la inserción de
nuestra literatura en amplios marcos temáticos y estilísticos y
reconciliarnos con ella, descubriendo una oferta narrativa curiosa y
por demás seductora.
Otro
camino nos lleva hacia la revelación del costumbrismo más depurado, del
regionalismo realista, de la expresión costumbrista de mejor factura artística,
que no deja nunca de ser romántica pero que va avanzando hasta toparse con el
realismo crudo sin abalanzarse sobre la mordacidad decadente que Todo un
pueblo, por ejemplo, condensa sin concesiones. Nos topamos inevitablemente con
Peonía (1899) de Romerogarcía, que copó todos los titulares y marquesinas
críticas y que logró ascender a la gloria, o estrellarse en los abismos del
gusto de su época de tal manera que hoy, nos parece necesaria una relectura
objetiva que la despoje de todos los fantasmas evaluativos que arrastra;
principalmente de la etiqueta de “primera novela nacional”. Y ahí mismo con El
Sargento Felipe (1899) de Gonzalo Picón
Febres, exponente de lo que podríamos considerar un
realismo histórico o quizás, regionalismo social, o realismo rural. Es una de
nuestras novelas más importantes sobre un tema aciago y enervante:
el reclutamiento de campesinos y sus consecuencias económicas, sociales,
morales, afectivas. Pasarla por alto es mala idea, si estamos buscando
consolidar nuestras raíces literarias y apreciar sus valores menos exhibidos.
El más
regionalista de los modernistas o el más modernista de los criollistas es
Urbaneja Achelpohl . Merecen atención sus cuentos: Botón de algodonero (1896) y
Flor de las selvas ( 1898) , aparecidos en El Cojo Ilustrado , y ganador, el
segundo, del Certamen Literario de esa publicación como ejemplo del
aplaudible intento de combinar la estética moderna con la temática
localista que incluye su novela En este país…(1916). Con humor, o en son
de grave crítica social, pero siempre desde la reverencia
acertada por el paisaje y los asuntos de esta tierra. Urbaneja Achelpohl es
referencia obligada en este contexto abigarrado y heterogéneo de las letras
finiseculares.
Imposible
no detenernos en Manuel Díaz Rodríguez, cuya obra supera toda demarcación.
Sobresalen sus cuentos por encima de las novelas y en ellos reside su diferencia
y su supremacía. Cuentos de color (1899) reúne historias muy cuidadas: entre
simbólicas, poéticas y críticas, resumen lo más original de este período. Lo
más original, lo más atractivo y lo más conocido internacionalmente.
Los tres cuentos posteriores que aparecieron en la misma edición que
su última novela, Peregrina (1922), son todavía más recomendables,
Las ovejas y las rosas del padre Serafín, Égloga de verano, y Música Bárbara (
publicado primero en El Cojo Ilustrado en 1916) por su carácter unitario en
cuanto a la temática nacional y por conseguir esa fórmula mágica capaz de
sintetizar la inquietud por conseguir un texto que sirviera
para fundar la estética nacional valiéndose del mundonovismo
imperante y sin traicionar a la patria, que ya suficientemente traicionada ha
estado por las revueltas, los caudillos, los neo-feudalismos
resucitados, la vileza colonial eternamente perpetuada por no sé sabe qué
artilugio y , sobretodo, porque la idea republicana que soñó el progreso
ya no se sabe a dónde ha ido a parar. Y puede que esté aquí en unas
letras ágiles que nos lanzan al estrellato europeo sin complejos y que hablan
del mérito inocultable de su autor.
Otro
inclasificable es Pedro Emilio Coll. Se suma a nuestros
cuentistas de primera línea, aunque la cuentística es, de hecho y
por derecho, nuestra primera línea. De la ficción fantástica a la visión
simbólica de lo nacional, P. E. Coll escribe lo mejor de esta amalgama
indescifrable que el modernismo nos legó y que en él ya no corresponde a ningún
–ismo, anunciando una prematura vanguardia en el estilo, que sólo más tarde
fraguará en nuestra cultura literaria. “El diente roto” ha pasado a la historia
y seguirá haciéndolo como modelo de relato redondo, preciso, y
eficaz, pero cualquier otro de sus cuentos aparecidos en la
recopilación titulada El castillo de Elsinor (1901) surte el mismo efecto.
Pero el
modernismo empieza a cansar y a desencantar. Tanta pasión, agota. O hay que
pasar a otros tipos de pasión. Y llega el último aliento cargado de sarcasmo,
de duelo amargo y de despedida a un preciosismo que nunca se entendió demasiado
bien. Se impone el dibujo descarnado de la realidad en sus peores aspectos. El
hombre de hierro (1907) de Rufino Blanco Bombona retrata despiadadamente a una sociedad
que no puede mirarse en un espejo sin sentir asco de sí misma. Y lo hace con
éxito rotundo de lectores y crítica. Lo acompaña José Rafael Pocaterra desde El
doctor bebé (1913), Vidas oscuras (1916), Cuentos grotescos (1922) y La casa de
los Abila (editada en 1946). Grotescas y oscuras, como sus títulos, son estas
historias demoledoras que desenmascaran los aspectos más sórdidos de las clases
sociales en ascenso, en un momento en el que los escritores se plantean salvar
a la patria, volviendo a la patria, que a algunos se les antojó abandonada por
culpa de los excesos modernistas.
El
costumbrismo
El
costumbrismo-criollismo aparece como la bandera que se dice expresión de
nuestras características regionales-populares, en un intento por desprenderse
de las bastas imitaciones de los influyentes europeos. Supuestamente aliada con
el realismo, esta tendencia se dirige a la penetración observadora de la vida menuda,
donde se encontrarían las raíces que tanta falta nos hace descubrir para
considerarnos una nación con mayúsculas. Salpicados de humor, sermón moral,
crítica social y afán pedagógico los cuadros costumbristas vienen siendo una
transición literaria interesante entre la literatura dependiente de la acción
política y la literatura emancipada que puede dar cuenta de la realidad contada
como un cuento. No es redundancia, ni contradicción flagrante. Ahora preocupa
que la realidad sea verdadera en cuanto retrate “tipos característicos”,
folklóricos, para reconocerlos en su tipicidad como auténticos, como propios.
Para adoptarlos como muestras de que sí tenemos una huella dactilar única como
pueblo, y en la historia, aunque no nos guste mucho su forma. Y es que en los
artículos y cuentos de costumbres se puede percibir sin demasiado esfuerzo que
el prototipo “criollo” está descrito a distancia: más bien como “souvenir”
exótico que como ser genuino que se comprende y nos comprende.
Para lo
que nos ocupa, que es nuestra cultura literaria y quiénes la integran, el
costumbrismo reúne una serie de escritos muy de agradecer que han pasado
desapercibidos para la mayoría. Más allá de si tienen o no valor como
acercamiento a la realidad nacional, y más acá de si los narradores son
letrados cultos que se delatan como jueces descalificadores de esa realidad; el
costumbrismo nos ha dejado piezas encantadoras, simpáticas, y poco consideradas
en nuestras historias literarias. Sus autores tampoco han pasado la frontera de
la fama, en términos de ser leídos oficialmente y conocidos por la mayoría: es
decir, por todos los que deben conocer las letras patrias. No sólo por los más
cultos, los entendidos o los perseguidores de talentos despreciados.
Hablaremos
a continuación del lado “oscuro” de los costumbristas; de los textos en que se
apartaron de la recta senda de nacionalizar el territorio literario, pues son
esos textos, justamente, los que les otorgan dimensión universal y les permite
instalarse en una categoría supra-regional que explora con éxito otro
derrotero estético y significativo.
Nicanor
Bolet Peraza, Julio Calcaño y Daniel Mendoza deberían conocerse mucho más. El
primero es un destacado cuentista, de lo que dan prueba sus historias
fantásticas, donde el suspenso, lo sobrenatural y la ciencia-ficción
se dejan fluir junto al humor agudo y eficaz que habla de un adelantado a su
tiempo. Las podemos encontrar en la edición de Artículos de costumbres y
literarios (1931) y en su revista Las tres Américas que, desde Nueva York,
dirigió con acierto y gran repercusión internacional. “El monte azul”, Un golpe
de suerte”, “Calaveras”, entre otros, son relatos que podrían perfectamente
caber en una antología de homenaje a Edgar Allan Poe, prefigurando incluso la
concepción de lo real maravilloso. Es toda una sorpresa en un tiempo donde la
maravilla resulta pecaminosa pues no contribuye a edificar la idea de nación
que la literatura venezolana consideraba su misión
principalísima por aquellos años , y que , a veces, la aleja tanto de dar
cuenta de la vida , que es mucho más que lo que se nos muestra a simple vista.
Julio
Calcaño resulta más difícil de catalogar. Más conocido por su obra El
Castellano en Venezuela (1897) , y criticado por su única
novela, Blanca de Torrestella (1901), al etiquetarla de imitativa de
los modelos franceses; ha corrido con poca suerte su oficio de cuentista que si
bien no llega a la maestría de Bolet Peraza, debió merecer un poco más de
atención. Se ha servido él también del elemento maravilloso, combinado con el
humor, y coincidimos con Guillermo Meneses en que se le podría colocar “entre
los mejores precursores de nuestros cuentistas” (1993: 417) aunque Meneses
define estos cuentos como “leyendas picarescas” que no alcanzan la
categoría formal de cuento auténtico. Leer “La danza de los muertos”, “La
leyenda del monje” o “Las lavanderas nocturnas”, (todos aparecidos en el
volumen Cuentos escogidos, de 1913) puede alegrar a los lectores prejuiciados
contra el fanatismo regionalista de ese momento.
Da
lástima que Un llanero en la capital (1849) o Palmarote en Apure (1867) de
Daniel Mendoza, no hayan sido textos más difundidos, conocidos y aplaudidos por
el público. En este caso nos encontramos con las escenas costumbristas de mejor
elaboración estructural de todo el género. Las onomatopeyas
constantes, el lenguaje popular, los refranes hilvanados, los guiños pícaros,
el chiste jocoso hacen del habla de Palmarote, protagonista de estas aventuras,
un personaje creíble y entrañable, que seduce por bien pintado y, sobre todo,
porque es él, quien juzga a la capital con tintes desdeñosos. En las relaciones
amor-odio entre civilización y barbarie, Daniel Mendoza nos regala un amago de
encuentro razonable: campesinos y citadinos tienen mucho que compartir en
cuanto a carencias, deseos frustrados y anhelos incumplidos. Constituyen una
muestra de calidad, dentro de un género oscilante que se empeñó en retratarnos
tal cual somos (más bien, tal cual debíamos ser (¿?) o tal cual soñábamos ser)
sacrificando elementos fundamentales de la estructura literaria de altura.
LA CULTURA LITERARIA EN VENEZUELA.
¡
Por fin, República!
y
¡República romántica!
En esta
etapa la ocupación principal de los escritores es casi la de alquimistas: cómo
convertir la recién estrenada nación en una república verosímil, creíble. Ser
de verdad, ser auténticos…o simplemente, ser. De ahí que sea difícil hablar de
narrativa republicana, o literatura republicana.
Al
decir de Jesús Semprum . “Era lo cierto que carecíamos de verdadera vida
intelectual.” (Semprum 1956:37) Queremos entender que se refería a la ausencia
de modelos literarios cabales. La mayoría de los autores y las obras de la
época enfilan hacia derroteros históricos, políticos, periodísticos,
sociológicos, o filosóficos. Construir la patria real no admite recorridos que
distraigan. Los grandes temas deberán ser autóctonos para erigir sobre ellos la
conciencia nacional expresada con el máximo patriotismo posible.
La
prédica ideológica indispensable para el momento encuentra ,en una primera
etapa, a Don Andrés Bello como figura ejemplar. Su erudición
desmiente la cita anterior de Semprum, pero es que Bello es anterior a la etapa
descrita por el crítico, y en todo caso, es excepcional dentro del panorama
cultural, no sólo venezolano, sino también hispanoamericano. Literariamente
hablando destaca su poesía (habíamos dicho que nada de poetas, pero a Bello no
lo podemos obviar) y dentro de ella -para nosotros- la recreación de
La oración por todos (1834) de Víctor Hugo alcanza una dimensión
digna de detenerse en ella.
Se
suele leer más La agricultura de la zona tórrida (1823) que termina resultando pesada
y farragosa a causa del enorme caudal de conocimientos que está allí volcado,
sumados al uso de figuras retóricas de extraordinaria complejidad. La
agricultura… es demostración de la altura intelectual de Bello; La oración
por todos muestra una mayor sensibilidad emocional, un acercamiento
muy acertado a los mejores valores del romanticismo. Pero se
conoce menos. Suponemos que al ser recreación de una obra original
se la tiene por “menor” o “secundaria”. No parece un criterio demasiado sólido.
La belleza de esta obra habla de un poeta intimista, con los sentidos abiertos
hacia dentro de sí mismo, capaz de hacer un viaje interior revelador y
esencial. Aparte de que el original de Hugo se transforma sorprendentemente y
para bien; tanto, que podríamos afirmar que, efectivamente, el discípulo pudo
superar al maestro.
Pero
volvamos a los fundadores de la patria literaria. Todo parece indicar que el
movimiento romántico europeo escribió con tinta indeleble las letras
venezolanas del momento. Se habla de imitaciones e influencias que no
permitieron el desarrollo de valores literarios con mérito propio. No es para
tanto. Y además es imposible escribir sin influencias, sin aportes,
sin deudas. Lo que puede ocurrir es que no todo tenga la calidad literaria que
se espera o que se exige al comparar con la gran literatura, pero quizás no sea
el momento de apreciar la estética, la arquitectura de la obra, sino su valor
como fundamento de la cultura literaria que poco a poco irá cimentándose a
partir de sus primeras manifestaciones.
Y si de
primeras manifestaciones se trata, nos topamos con Los mártires (1842) de
Fermín Toro que ha sido considerada la primera novela venezolana en sentido
historicista. Una novela ambientada en la Inglaterra victoriana y cuya trama
pretende mostrar las desigualdades sociales que se verifican en ese entorno, da
pie para no otorgarle esa distinción tan rápidamente. Pero Fermín Toro es uno
de nuestros grandes pensadores, pensador de la vida patria, pensador de la
nación que debe ser y no es, y que escribe admirablemente lo que piensa. Si
literatura es todo lo que se escribe con belleza y genio, nuestros republicanos
merecen más el título que muchos otros. Toro incursiona en la ficción
solapadamente: su interés sigue siendo el análisis social, la denuncia, el
planteamiento de un modelo de nación ideal que en la novela se construye por
oposición al anti-modelo representado en la industrialización desequilibrante.
Probablemente la calidad literaria de Los mártires haya parecido insuficiente a
sus contemporáneos y a los nuestros, pero es una presencia indispensable que
habría que honrar un poco más. Dice mucho del largo tiempo en que no supimos
bien cuáles eran las fronteras de lo literario, si es que las tiene y, a lo
mejor, era mejor.
En
primera línea entre los románticos aparece Juan Vicente González ,
como historiador y biógrafo. El lenguaje poético, la descripción detallada de
caracteres subjetivos, el entramado narrativo de sus historias, el carácter
emocional de sus episodios hacen muy difícil una catalogación alejada del
componente literario. Sin embargo, no encontramos en él escritura de
ficción propiamente dicha. Las mesenianas, breves escritos en prosa poética
dedicados a personajes ilustres de la época que gozaban de su admiración y
amistad, nos deja una muestra del más puro romanticismo retórico y conceptual
de su tiempo. Puro y valioso. Aparte de que, J.V. González es un personaje
literario, “per se”. Vale la pena acercarse al hombre a través de sus escritos.
En ese sentido no se trata de incluirlo en nuestra cultura literaria, sino en
nuestra cultura: polémico, ácido, irreverente, magistral con el verbo
combativo. Él es literatura.
El
camino romántico abre una brecha que insiste en la búsqueda de lo autóctono
como seña de identidad cultural. La literatura necesita verse en un espejo -o
reflejar como espejo- la nueva condición de las sociedades de las que emerge:
recién creadas, confusas, a medio hacer o sin hacer : distintas a la metrópoli,
más naturales ( ¿salvajes?) y mucho menos sofisticadas. Se añora el
“glamour” europeo, pero se le considera imprudente por ejercer mala influencia
sobre el gran propósito de erigir las bases de la nacionalidad. No llegamos,
sin embargo, a consustanciarnos con lo “venezolano”, porque
queda claro que todavía “no es”, o no gusta lo que “es”.
Primeros tiempos:
Descubrimiento, Conquista y Colonia:
Nadie parece incluir con ganas a la literatura
indígena dentro de nuestra historia literaria. Hay motivos para defender su
inclusión o exclusión. Una literatura oral (posteriormente transcrita,
principalmente, por sacerdotes de inmenso mérito), previa a la llegada de los
españoles puede ser o no ser un ingrediente de la cultura nacional. Depende de
lo que consideremos nación, de lo que ella incluya y desde cuándo lo incluya.
Me resulta imposible olvidar a Efraín Subero y su Hacia un concepto de
lo Hispanoamericano; allí quedaba claro, y en sus clases, más, que la
cultura del continente y por ende, la nuestra, sólo puede
comprenderse desde el mestizaje. En ese sentido se podría afirmar,
audazmente, que el aporte indígena es ajeno. Existe de antemano, no está
mezclado, no se integra al sentido de nación. Pero no es prescindible. Las
etnias indígenas que habitaban y habitan en suelo venezolano, son y están con
nosotros. Así que nuestra cultura literaria principia por darle un aire mínimo
a los mitos y leyendas indígenas venezolanas. Me parece importante
considerarlas una pre-historia literaria (en sentido literal) y
definitivamente, prohijarlas como parte de nuestra literatura.
No parecen haber corrido mejor suerte la escritura
relacionada con el descubrimiento y la conquista de nuestro territorio, a pesar
de constituirse en la expresión literaria más importante de la colonia. La
primera pregunta que surge es si se trata, justamente de literatura. Los
valores literarios de las cartas relatorias y las Crónicas de Indias, a nuestro
juicio, saltan a la vista: la perspectiva ficcional supera a la
histórico-realista, la imaginación se adueña del escrito, concentran toda la
retórica y la poética expresiva de su tiempo, y conforman un antecedente claro
de la novela histórica. Sin embargo, la reticencia a considerarlas parte de
nuestra cultura literaria se ha impuesto a la evidencia de su significado
esencial dentro de esa misma historiografía.
Puede que la confusión principie por el nombre. La Crónica
es un escrito cuyo objetivo es documentar oficialmente todo lo relacionado con
lo que ocurre dentro de un territorio. A esta definición, que va variando con
el tiempo hasta irse emparentando cada vez más con el
registro crítico de los hechos que tratan del Nuevo
Mundo, se le añade el equívoco mayor: Las Indias. No hay tales. Así
que, tenemos un género difícil de catalogar que se supone a sí mismo como
histórico por “verdadero” , pero que termina alejándose de la historia por la
inclusión del elemento fantástico y por la utilización de un lenguaje que rinde
homenaje a las figuras retóricas gestadas en la literatura medieval, clásica y
renacentista.
El otro elemento que conduce a no saber qué hacer con las
cartas y las crónicas es que se trata de una escritura de progenie hispana, y
por lo tanto no es aceptado como escritura “nacional”. Se le excluye, o se lo
aparta (al igual que el caso indígena) porque si todavía no hay nación, tampoco
hay cultura de nación. Las crónicas , escritas principalmente por españoles
sobre un territorio dependiente carecen de categoría referencial para incluirse
como parte de nuestra cultura. Este criterio, políticamente conveniente al
período independentista, se ha mantenido con bastante fuerza a pesar de la
necesidad de superarlo en razón a propósitos incluyentes que amplíen los
horizontes del término cultura.
Enfrentados a su difícil catalogación, por una parte y, por
otra, al problema ideológico de rechazarlas por manifestación de la
cultura dominante que pretendía explicar-nos desde su dominio, las crónicas se
han visto castigadas con quedarse en el rincón, cara a la pared de nuestra
cultura. Y nos hemos perdido de mucho.
Despertamos
en la literatura desde el sueño de Cristóbal Colón. En las cartas a los Reyes
Católicos, Colón inventa y nos inventa, cuenta y nos cuenta, nos descubre y nos
legitima, somos prodigio, pero prodigio que se explica por las antiguas
mitologías: greco-latinas, medievales y renacentistas. En esta tierra cabe de
todo, pero sobretodo: la maravilla y el portento. ¿Resulta Colón un profeta de
lo real-maravilloso? Y, como para variar, tampoco estaba en su tierra. Las
cartas de Colón trascienden el hecho histórico, lo dotan de la magia y grandeza
de lo extraordinario y nos bautizan como portadores de poesía desde la cuna.
La Carta de Colón a Luis de Santángel fechada el 15 de febrero
de 1493 es la primera muestra literaria del continente y así deberíamos
honrarla. En La historia del viaje que el Almirante Don Cristóbal Colón
hizo la tercera vez que vino a las Indias cuando descubrió la tierra firme…. cuenta
su llegada a las costas de Paria y dice : “…llamé allí a este lugar Jardines,
porque así conforman por el nombre.” (Colón, 2003: 284) Jardines, ¿del Edén?
Para construir nuestra cultura literaria hace falta este acercamiento a Colón y
a su capacidad para revelarnos como espacio fabulado.
Entre los cronistas, dos se disputan el título de primeros
“historiadores” de Venezuela: Fray Pedro de Aguado y Fray Pedro
Simón. La obra de estos cronistas se confesaba como decidida a
historiar verazmente el acontecimiento que cambió el rumbo de la historia y el
concepto del mundo de los siglos XVI y XVII. Pero la insistencia de sus autores
en que estaban reproduciendo la “verdad verdadera” los hace
sospechosos de alteración e inexactitud. Aguado exagera, hiperboliza
su relación con la verdad y se divorcia del rigor histórico necesario y hace
que su Historia de Venezuela no quede fuera de la cultura
literaria. Fray Pedro Simón luce más metódico y riguroso, más
informativo y menos literario, más fiel a la relación de hechos que al
imaginario que exige la nueva realidad. Con todo, es difícil que en contextos
extraños la palabra no multiplique todavía más sus significados imaginarios. No
encubra más de lo que revela (y viceversa). No esté matizada de la inevitable
subjetividad del testigo. No tiña de fantasía la veracidad que, en el fondo, se
desdeña. Nuestros primeros “historiadores” crearon nuestras primeras leyendas
oficiales.
No cabe duda que hay que destacar la Historia de la
conquista y población de la provincia de Venezuela (1722-1725) de José
de Oviedo y Baños como el texto que sienta las bases de lo que será la
literatura venezolana. Esta Historia…. no da cuenta de nuestra
aparición geográfica como hace Colón, ni relata como se construye un territorio
a partir de su descubrimiento y conquista como nos hacen saber los
franciscanos. Oviedo y Baños nos relata el espacio social, nuestra puesta de
largo como sociedad colonial ya instituida, y precisamente, nuestras
instituciones y los personajes que las alientan van a ser los protagonistas de
un relato que a juicio de Julio Planchart (1948: 33) es “pintoresco,
colorido y musical”. Adjetivos inapropiados para una historia que se precie de
serlo. Oviedo y Baños es el primer criollo que nos narra. Que nos narra desde
la memoria traidora, y estructura una suerte de épica donde se pasa
revista al pasado para cuestionarlo, criticarlo y algunas veces
respaldarlo. Ha desaparecido el testigo y ha cobrado
vida el narrador: el analista de sucesos que detesta el olvido y
sabe que el poder de la escritura le viene conferido desde la interpretación,
no desde el reflejo pretendidamente exacto de la realidad.
De esta manera nuestra cultura literaria, hasta el siglo
XVIII respira un aire extraño que más bien la ahoga: se la excluye del corpus
oficial que nos identifica por periférica, por “deficiente” en comparación con
la gran literatura de los virreinatos, porque al no ser escrita dentro del
marco legal de la nación pues no se sabe bien si es nuestra o prestada: por los
aborígenes o por la metrópoli. Estas consideraciones resultan secundarias: si
hablamos de cultura literaria pensando en acercarnos a la escritura de ficción
que nos dice algo sobre quiénes somos, y cómo es la realidad, estas
producciones si se quiere disímiles e incatalogables son
el principio de nuestra identidad literaria y guardan tesoros argumentativos y
de lenguaje de excepcional profundidad y belleza. Su destierro de
nuestra cultura literaria no nos ha hecho bien, y su rescate sería
un decidido avance hacia una mejor relación con el ser que supera todas las
formulaciones y encasillamientos y se sitúa en el más acá y el más allá de
estos límites artificiales.
I.¿Cuál
cultura? ¿Cuál literatura?
Pretender
trazar un panorama de lo que ha sido y es nuestra relación como
sociedad con la literatura sería deshonesto por excesivo y arrogante. Lo
primero, entonces, es trazar límites sensatos a esta indagación que quisiera
vincular las relaciones de los venezolanos con la cultura literaria. Esto
obliga a añadir una pregunta más a las que abren este escrito: ¿cuáles
venezolanos?
Empecemos
por ellos. ¿Quiénes leen en Venezuela?¿qué alcance y dimensión tiene nuestro
gusto por la lectura? Parece que poco. Muy poco. En términos cuantitativos, en
el 2007 , Adriano González León , en una entrevista publicada en El
Universal, declaraba que “ El venezolano lo único que lee es la
Gaceta Hípica”. La queja porque en Venezuela no se lee es antigua y casi
aburrida. Se lee poco, se lee mal, y cuando se lee bien en cantidad y calidad,
se hace en cenáculos que no dan cuenta de un país que lee, sino de grupos que
leen, al parecer, más guiados por simpatías, afinidades ideológicas, modas o
cualquier clase de criterio personalista, que por una inclinación
descubridora o siquiera indagadora de la realidad , hecha con rigor
metodológico y enfoque significativo.
Desde
la perspectiva de una profesora de lenguaje y literatura, la
respuesta a la primera pregunta es frustrante. Los alumnos que ingresan en la
Universidad traen un bagaje que más bien es una maleta vacía…, si hay maleta.
Casi no han leído nada y lo que han leído les parece detestable, por lo que es
difícil seducirlos para el placer de leer y tenemos que remontar una cuesta
infame que apenas logra que bajen la guardia y se rindan, al menos, a lo que
les sugerimos de forma casi suplicante.
No se
puede hablar de “cultura” si ésta no abarca amplios modelos de comportamiento.
No es cultura lo que no incluye a la generalidad, sino a la excepción. No es
cultura lo que no arropa una relación de la sociedad con un elemento concreto.
Así que casi podríamos hablar de nuestra “in-cultura” literaria, pero se nos
hace tan desesperado y casi apocalíptico que preferimos dejarlo en esta nota
aclaratoria, cuyo corolario descarnado es la frase de González León, (y que
sirva de homenaje póstumo).
Así
hemos matado dos pájaros de un tiro: cultura y lectores. Saltemos a ¿cuál
literatura? A la aseveración de que se lee poco y mal, hay que sumarle que se
lee lo que se impone desde algún centro emisor que decide quién vale y quién no
de acuerdo a parámetros que tienen más que ver con las coyunturas emocionales,
afectivas y/ o políticas (perdón por la
redundancia) , que con el análisis serio y fundado de la
producción literaria. Démosle un repaso a la historia de los programas de
literatura de nuestro bachillerato y la evidencia nos desmoronará. Preguntemos
al azar qué se conoce de literatura venezolana y encontraremos lo mismo de
siempre pero menos claro, menos afianzado, y menos leído de primera mano.
Veamos las promociones de lo que se edita “al giorno” y aparecen
nombres nuevos que, efímeros como cometas, pasan por
nuestro firmamento literario sin dejar huella. Los nuevos nombres son todavía
más oscuros que la tradición,…que ya es decir.
No
están todos los que son, ni son todos los que están, es
una frase trillada, pero en ningún ámbito es tan perfectamente definitoria de
nuestra cultura como en el caso literario. Acudamos a un clásico: Manuel
Vicente Romerogarcía, quien en 1896 nos legó aquello de “Venezuela es el país
de las nulidades engreídas y las reputaciones consagradas”. Quizás una revisión
de nuestra cultura literaria podría iniciarse por dejar tranquilas a las
nulidades engreídas que ya han disfrutado de mucho más que su cuarto de hora de
gloria, y darle su oportunidad a los que no les ha llegado oficialmente el
papel protagónico que merecen.
Debemos
hacer dos aclaratorias. Nuestra perspectiva sobre este tema se construye a
partir de nuestra experiencia profesional. Ser profesora crea una
buena base para comentar acerca del conjunto de relaciones amistosas
-o no- que establecemos con la literatura nacional desde el sujeto
que lee. No desde la intelectualidad que lee. No desde la crítica que juzga lo
que es leíble o no leíble, y que opera en un circuito mínimo del cual prescinde
el sujeto que debería leer y no lee.
La
segunda. Vamos a hablar sólo de narrativa. El cuento y la novela son los
protagonistas de la cultura literaria. Poesía y ensayo son todavía más extraños
a nuestra cultura (aunque parezca desmentirlo el hecho de que entre amigos
y en ciertas relaciones haya privado en cierta época el
apelativo de “poeta”). Si leer cuesta, al menos la narrativa apela a la
estructura curiosa de la mente que quiere siempre saber qué pasa o qué va a
pasar. Ese terreno del suspenso y el asomo a otra vida, siempre más interesante
que la nuestra, es del dominio de la historia de ficción, como bien
sabía Scherezade. Y nuestra cultura sí que está ligada a la intriga
y a los cuentos . ¡Cómo nos gustan los cuentos! Sin embargo, el ensayo
histórico, el análisis de la realidad política propia o ajena, ha ido
incrementando su posición entre las preferencias de los lectores, y hoy en día
es posible que sea el género que más se lee. Probablemente porque la
realidad contante y sonante se ha hecho tan incomprensible que necesitamos un
manual para entender qué pasa aquí y fuera de aquí.
Dividimos
nuestro escrito por épocas y nos centramos en autores y libros que son para
nosotros emblema de nuestra cultura literaria, por estar -o no estar-entre las
luminarias. Como la extensión del artículo es agradecidamente breve, hubo que
elegir. Así que nos sumamos a las carencias, omisiones y errores de todo lo que
se ha hecho y se seguirá haciendo sobre este tema.