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San Juan Bautista, Dominio Sacro, (detalle) Donación del Museo Sacro A la Abadía de San José |
¡Libertad! Éste es un grito que se oye a todo lo largo de la historia. Y no es para menos. Desde que hay seres humanos sobre la tierra, hay esclavitud. Y no creamos que en nuestros días ya no la haya. Sólo hay leyes que la prohíben, o declaraciones de que todos son libres. La realidad es muy diferente.
En la antigüedad, los esclavos no tenían lo que llamamos hoy “derechos humanos”. En la palabra griega (“dulos” - esclavo) se percibe que el esclavo está “atado” a alguien. No es libre en sus movimientos ni en sus decisiones. En Israel fue la ley de Moisés que comenzó a aliviar algunas situaciones de ellos. Pero su situación seguía siendo muy precaria. Eran la propiedad de sus señores: No ambiciones la casa de tu prójimo, ni su campo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que le pertenezca (Deuteronomio 5,21). Se enumera al esclavo y a la esclava junto con las demás pertenencias del dueño, cosas y animales. Era una fuerza de trabajo. En el derecho romano, una esclava bella era también fuente de placer. La relación con una esclava no era considerada adulterio. Los gladiadores daban buenos dividendos a sus amos – igual como pasa hoy en día con algunos deportistas o estrellas de la farándula que, por supuesto, no tienen “amos”, sino “promotores”.
A la vez, siempre había intentos de buscar la libertad, aunque fuera solamente escapándose del amo, como deja entrever la carta de San Pablo a Filemón. En otras ocasiones – extremas, pero más frecuentes – han sido guerras de liberación (Como cantamos en nuestro himno nacional: ¡Gloria al bravo pueblo que el yugo lanzó! – ¡tras 11 años de guerra!). Pero, justamente las guerras de liberación y las revoluciones dejan ver, que los que antes estaban arriba, ahora están pisoteados; sólo se invierten los papeles de las personas o los grupos, pero sigue existiendo la esclavitud. Incluso en los países más libres hay un tipo de esclavitud que es difícil sacudir porque es más solapada; se la impone bajo el manto y las apariencias de “libertades”. Pero, ¡ay de ti, si no eres libre! El Papa Benedicto XVI nos habló de la “dictadura del relativismo”. Es toda una mentalidad, producto de la sobre identificación con un grupo determinado, que nos puede hacer esclavos. Igualmente, la ignorancia, culpable o no, nos hace susceptibles a ser manipulados. Y, mientras somos esclavos, no buscamos los intereses de los demás, sino los nuestros.
Vemos, entonces, que la esclavitud no es, en primer término, un asunto de sometimiento físico, sino un problema espiritual. Es el miedo a perder lo poco que le queda a uno todavía. Incluso la religión puede ser esclavizante. Al fin y al cabo, ¿qué son los integrantes de los comandos suicidas si no esclavos de aquellos que les lavan el cerebro y los usan para imponer sus intereses a como dé lugar? San Pablo habla de eso en el contexto de la ley de Moisés que, en un principio, fue liberadora; pero, al correr de los siglos, los hombres se habían fijado en lo exterior, para volver a la esclavitud, esta vez no física, sino espiritual. Conocemos el caso extremo de la muerte de Jesús que tuvo que morir porque tenemos una ley, y según nuestra ley debe morir (Juan 19,7). Por supuesto, la verdadera razón fue otra: Este hombre está haciendo muchas señales milagrosas. Si lo dejamos, todos van a creer en él, y las autoridades romanas vendrán y destruirán nuestro templo y nuestra nación (Juan 11,47).
Pablo nos dice que ahora hemos muerto a la ley que nos tenía bajo su poder, quedando así libres para servir a Dios en la nueva vida del Espíritu y no bajo una ley ya anticuada (Romanos 7,5-6). Y Lucas nos dice en el cántico del Benedictus: Libres de temor, arrancados de la mano de los enemigos, le sirvamos con santidad y justicia, en su presencia, todos nuestros días (Lucas 1,74-75). La libertad del temor es posible porque Dios ha visitado y redimido a su pueblo (Lucas 1,68), porque Dios salió al encuentro del hombre, porque ahora puede haber una relación personal y de confianza entre Dios y el hombre. El hombre ya no es considerado objeto, ni él mismo es objeto; ahora es posible la relación entre personas.
Desde otro ángulo, el P. Thomas Keating nos habla de este temor en su librito sobre la condición humana. Somos esclavos a causa de nuestra búsqueda de una falsa felicidad. Creemos que ésta se nos garantiza por el tener, el placer y el poder. Sólo cuando dejamos ir estos tres deseos, y ponemos nuestra confianza en Dios, esperando todo de Él, encontraremos la verdadera felicidad y la libertad.
Tener (seguridad y supervivencia):
Para comenzar, tenemos una constatación muy clara en el evangelio de Lucas: No se puede servir a Dios y al dinero (Lucas 16,13). Mientras estamos constantemente preocupados por lo que vamos a comer, cómo vamos a vestirnos, cómo conseguimos más riqueza, no podemos atender las necesidades de otras personas. A lo sumo lo haremos a medias, asegurándonos que, en último término, nuestro ego salga ganando.
En este contexto hay que distinguir entre nuestras necesidades y nuestros deseos. Estos últimos son los que nos hacen buscar muchas veces más de lo que necesitamos realmente, incluso a expensas de las necesidades de otros. El discernimiento entre necesidades y deseos no es siempre fácil, porque nuestra ansia nos presenta muchas veces como necesidad lo que, en realidad, es sólo un deseo. Con cierta frecuencia, la misma realidad se encarga de enseñarnos la diferencia, poniendo las cosas en su justa perspectiva.
Lo que aprendemos por semejantes experiencias puede ser muy sorprendente. Veamos este texto: Ahora, Señor, fíjate en sus amenazas y concede a tus siervos que anuncien tu mensaje sin miedo. Muestra tu poder sanando a los enfermos y haciendo señales y milagros en el nombre de tu santo siervo Jesús (Hechos 4,29-30). Se trata de amenazas serias, amenazas contra la integridad física, y contra la misma vida. Aquí se menciona el “Santo Siervo Jesús”, el Siervo de Yahveh. Él dio incluso su vida para que nosotros tuviéramos acceso a Dios, y una vida que se merece este nombre. Su confianza en el Padre fue tan total que entregó su vida, para volver a recobrarla. Nadie me quita la vida, sino que yo la doy por mi propia voluntad. Tengo el derecho de darla y de volver a recibirla (Juan 10,18).
Hoy en día, también los pobres son un poder. Se pueden unir, para trancar una autopista o hacer una manifestación, con todas las molestias que esto causa a gente inocente que ni remotamente tiene que ver con su problema. Sabemos de los sufrimientos que son consecuencia de una huelga, o los estragos que puede causar una huelga general. Los que más sufren en todos estos casos son la gente indefensa y, generalmente, inocente. No es que estoy contra las huelgas o manifestaciones; pero, si se quiere hacer un reclamo justo, hay que emprender una acción que toque a los responsables del malestar.
Si añadimos a eso el poder que tienen los sindicatos, vemos que a veces ya no se trata de reivindicaciones de índole económica, sino de una lucha por el poder.
Placer (afecto y estima):
En el área de afecto y estima encontramos también unos cuantos obstáculos que nos impiden o dificultan el servicio. Como dice la cuarta conferencia de la introducción a la oración centrante: si nos sentimos indignos, de baja autoestima, culpables, etc., no seremos capaces de prestar un buen servicio. Siempre actuaremos “a media máquina”.
Lo contrario también es verdad: a veces, los que sienten poca autoestima, tratan de compensarlo, despreciando y descalificando a los demás. Esto no ayuda al crecimiento de nadie. Recordemos lo que dice Juan Bautista cuando le informan que Jesús está bautizando, y que todos ahora le siguen a él: Nadie puede tener nada, si Dios no se lo da. Ustedes mismos me oyeron decir claramente que yo no soy el Mesías, sino uno que ha sido enviado delante de él. En una boda, el que tiene a la novia es el novio; y el amigo del novio, que está allí y lo escucha, se llena de alegría al oírlo hablar. Así también mi alegría es ahora completa. Él debe crecer, y yo debo menguar (Juan 3,27-30).
Veo a Juan Bautista, esta gran figura del tiempo de adviento, como modelo de lo que es un facilitador y un presentador que introduce a otros al método de la oración centrante. A veces tenemos la tendencia – y me incluyo aquí – de dar muchas explicaciones, como para asegurarnos que la gente capte y entienda lo que queremos decir. Y nos olvidamos que nuestra tarea es como la de Juan: en el arte, se lo representa con el dedo índice señalando a Jesús, para que la gente le siga a Él: ¡Éste es! Nosotros tenemos que menguar; Jesús debe crecer en los demás. Él es el centro y la meta. Quién sabe hasta qué punto esto tiene que ver con nuestro afán de haber hecho algo en la vida, ¡y que consté que lo hemos hecho nosotros! Sin embargo, si somos sinceros, debemos admitir que el Señor actúa por su propia cuenta. Nosotros somos apenas sus ayudantes: Y tampoco le da las gracias al criado por haber hecho lo que le mandó. Así también ustedes, cuando ya hayan cumplido todo lo que Dios les manda, deberán decir: “Somos servidores inútiles, porque no hemos hecho más que cumplir con nuestra obligación” (Lucas 17,9-10). Creo que debemos seguir aprendiendo a “consentir a la acción de Dios”.
El final del evangelio de la samaritana nos da una luz sobre el mismo tema: Muchos de los habitantes de aquel pueblo de Samaria creyeron en Jesús por lo que les había asegurado la mujer: “Me ha dicho todo lo que he hecho.” Así que, cuando los samaritanos llegaron, rogaron a Jesús que se quedara con ellos. Él se quedó allí dos días, y muchos más creyeron al oír lo que él mismo decía. Y dijeron a la mujer: “Ahora creemos, no solamente por lo que tú nos dijiste, sino también porque nosotros mismos le hemos oído y sabemos que de veras es el Salvador del mundo” (Juan 4,39-42). Eso le pone a la samaritana en su justa perspectiva. En el centro no está ella, sino Jesús. En la práctica de la oración centrante hacemos precisamente esto: le permitimos a Dios que nos enseñe, nos sane, nos transforme. Nosotros, los hermanos, especialmente los facilitadores y presentadores del método, sólo podemos enseñar el camino, y dejar que los hermanos se expongan a su propia experiencia de Dios. ¡Sin olvidarnos de nuestro propio camino! Más que maestros, lo que necesitamos, son testigos.
Si dejamos ir nuestro deseo de ser alguien, de ser famosos, de estar en el centro de atención y de ser la meta de todo, entonces podemos hacer a nuestros hermanos un auténtico servicio, no sólo en lo espiritual, sino también en sus necesidades de la vida diaria.
El auténtico servidor no busca hacer algo que le traiga afecto y admiración; se fija en lo que necesita el otro y el conjunto de la comunidad. Eso no excluye que se respete lo que uno sabe hacer y lo que no sabe hacer; a nadie se le pide lo imposible. Pero hay que ver también que, a veces, es necesario aprender algo nuevo porque el otro lo necesita. Hay diferentes maneras de servir, pero todas por encargo de un mismo Señor (1Corintios 12,5). En el servicio descubrimos nuestros verdaderos dones, y nuestra verdadera identidad.
Poder (poder y control):
Si vamos al área de poder y control, el obstáculo al servicio está mucho más a la vista. Parece que el ejercicio de la autoridad y el servicio se excluyen. Así lo entiende la gran mayoría. Para evitar el peligro del abuso de la autoridad, algunas congregaciones religiosas han adoptado la costumbre de hablar ya no de “superiores”, sino de “responsables”. Las decisiones se toman entre todos en comunidad. Pero con eso no se escapa a la necesidad de una autoridad. Jesús no niega la autoridad, sino que deja bien claro que también ella es un servicio. ¿Entienden ustedes lo que les he hecho? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y tienen razón, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y Señor, les he lavado a ustedes los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros. Yo les he dado un ejemplo, para que ustedes hagan lo mismo que yo les he hecho. Les aseguro que ningún servidor es más que su señor, y que ningún enviado es más que el que lo envía. Si entienden estas cosas y las ponen en práctica, serán dichosos (Juan 13,12-17). Y en otra parte: El que entre ustedes quiera ser grande, deberá servir a los demás; y el que entre ustedes quiera ser el primero, deberá ser su esclavo. Porque, del mismo modo, el Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por una multitud (Mateo 20,26-28). Jesús establece una nueva forma de vivir y de ejercer la autoridad. Ésta, en último término, es de Dios. Sólo si consentimos a la acción de Él, si decimos hágase tu voluntad, podemos hacer lo que sea necesario para que nuestros hermanos encuentren la manera de relacionarse profundamente con Dios. De hecho, considero que la autoridad en un grupo de creyentes – así se llamaban los primeros cristianos – consiste precisamente en velar que todo el ambiente, la organización, las actividades, siempre conduzcan a esta meta: disponernos para el encuentro con Dios.
Como vemos, los enemigos interiores, nuestros deseos de tener, de placer y de poder, son los verdaderos obstáculos que debilitan o impiden nuestra capacidad de servicio. Se trata de nuestro miedo a perder lo que creemos que nos da la felicidad. Este miedo nos acompañará por mucho tiempo, quizá toda la vida; también Jesús, en Getsemaní, tuvo miedo a la muerte. Libres de temor (Lucas 1,74) no significa que no sintamos o no tengamos miedo, sino que no nos dejemos dominar ni paralizar por él.
¿Cómo alcanzamos la libertad de nuestro miedo? Si ustedes se mantienen fieles a mi palabra, serán de veras mis discípulos; conocerán la verdad, y la verdad los hará libres (Jn 8,32). La palabra de Dios nos ilumina acerca de nuestra verdadera situación: nos muestra nuestra condición humana; pero nos asegura también, y sobre todo, que somos hijos amados de Dios; que Él se preocupa por nosotros; que Él tiene todo en su mano: aquiétense, y reconozcan que yo soy Dios (Salmo 46,11); y: en el asilo de tu presencia nos escondes (Salmo 30,20). Si escuchamos fielmente la palabra de Dios, como lo hacemos en la lectio divina, y si consentimos a su presencia y acción en nosotros, como lo hacemos en la oración centrante, el Señor se manifestará siempre más en nuestras vidas y en nuestra consciencia. Los miedos nos acompañarán; pero la presencia de Él es más fuerte. Esto nos permite cumplir su voluntad y hacer el servicio que Él nos pide. En vez de fijarnos en nuestro miedo, tengamos los ojos fijos en nuestro Señor que nos sale al encuentro en nuestro hermano necesitado, y que nos dirá – así lo esperamos – un día que todo lo que hicieron por uno de estos hermanos míos más humildes, por mí mismo lo hicieron (Mateo 25,40).
A medida que crecemos en el espíritu de servicio, habrá una transformación en nosotros. El evangelio la describe así: Ya no los llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo. Los llamo mis amigos, porque les he dado a conocer todo lo que mi Padre me ha dicho (Juan 15,15). Creciendo en el servicio creceremos también en la comprensión de la palabra de Dios, y nos convertiremos así en amigos del Señor.