El escritor Washington Irving permitió que Rip Van Winkle, cansado de los regaños de su mujer, se internara en el bosque antes de la guerra de independencia de Estados Unidos y se quedara dormido durante veinte años a la sombra de un árbol. Cuando regresa a la aldea tropieza con graves problemas porque daba equivocadas vivas al rey Jorge III sin saber que el monarca había sido depuesto años atrás.
Van Winkle fue un joven que sin percatarse de se hizo viejo en una sociedad que había cambiado. El viejo, solo por serlo, arrastra de acuerdo con las convenciones unas virtudes de dominación, sabiduría y tradición que Van Winkle no poseía. Sin embargo, la imagen que persiste del abuelo no es la de un hombre como yo de 85 años lúcido, activo y comprometido con la oposición al régimen miserable y tiránico de Nicolás Maduro, sino la del anciano tonto que por recoger conchitas de mar pasa por sabio porque la senectud “tiene” que marchar acompañada de banales pero profundas reflexiones.
La verdad es que un joven en el paredón de fusilamiento carga consigo mayor calidad y densidad de vida y experiencia que aquel abuelo filosofando tonterías frente al mar. La convención también establece que la juventud, contrariamente, estaría condenada a mantener intactos el arrojo, la irreverencia audaz, la subversión y la heroicidad aunque puede darse el caso (“¡Ordene, comandante!”) de jóvenes dominados por hombres maduros y obligados a obedecerles ciegamente; y otros, necios e insoportables.
Un acontecimiento desconcertante ocurre cuando llegado a la edad senil el hombre viejo vuelve a ser niño, confina su memoria a la infancia y contempla su sexo definitivamente dormido. En cambio, y al mismo tiempo, el niño se hace hombre maduro, despierta del sueño que venció a Rip van Winkle y se hace adulto y soberano.
Se afirma que la niñez es inocencia porque el niño aún no ha mordido la manzana, no conoce la tentación de la serpiente paradisíaca y su vida transcurre en una suerte de floresta iluminada. La verdad puede ser otra porque, oculta y solapada en la inocencia (¡tal como la propia naturaleza que actúa ignorante del bien y del mal!), la infancia también respira crueldad. Pero no hay nada qué hacer: se ha establecido que la niñez es espontánea y no agresiva y en ella no pueden producirse pensamientos alterados. El niño es un ángel de pureza aunque todos sabemos que existe en él una peligrosa ambivalencia: en grupo, y de su propia cuenta, como las abejas en enjambre o como los pájaros de Hitchcock, al acecho, se convierte en un ser agresivo y letal.
De acuerdo con su longevidad, el anciano merece respeto puesto que su larga edad podría aproximarlo a la inmortalidad. Pero nadie es eterno ¡aunque Frank Sinatra lo intentó! Nada se sabe, por ejemplo, sobre Lao Tse, el fundador del taoísmo. Hay quienes aseguran que nunca existió, pero la tradición da por sentado que cuando nació bajo un ciruelo ya tenía el cabello blanco y arrugas en su rostro, como un anciano.
Siempre pensé que nuestro proceso de nacimiento y muerte estaba mal diseñado. Tendría uno que haber nacido anciano lúcido, arrogante y experimentado y a medida que se avanza en la vida ir desplegando vigor y más inteligencia. Ancianos, ganaríamos honores en el frente de combate y redactaríamos un nuevo código civil. Jóvenes, nos mostraríamos en televisión. Adolescentes, sembraríamos el petróleo, incursionaríamos en la política, escribiríamos la novela prodigiosa, evidenciaríamos vigorosas aptitudes físicas; ya niños discutiríamos con los sabios de la época para luego desaparecer chapoteando en algún líquido amniótico. Quiero decir, morir cuando se establece nacer y nacer a una edad en la que se da por cierto el final de la vida. Fue lo que hizo David Fincher en 2008: hizo que Brad Pitt fuese Benjamin Button el personaje de Scott Fitzgerald que nace muy viejo y muere desapareciendo en el líquido amniótico al que hicimos referencia. Posteriormente se conoció que en Magura, Bangladesh, nació un bebé de nombre Bayesid Hossain con cara de anciano, víctima de una rara enfermedad llamada progeria. ¡De seguro, la misma enfermedad que en la ficción afectó a Benjamin Button!
El venezolano en contraste con muchos países asiáticos y europeos es joven. Nació a la vida política republicana en 1811, es decir, hace poco más de doscientos años, un parpadeo apenas en la historia y sin embargo en la hora actual, bolivariana, en lugar de la energía y la audacia de la verdadera juventud se hizo viejo, a punto de alcanzar la decrepitud, de perder el arrojo, la subversión y la heroicidad que tendría que haber acompañado a la presunta revolución bolivariana que un pequeño grupo malvado acostumbra pregonar, pero que en el desamparo del fracaso no dispone siquiera de magistrados para reflexionar o mostrar con orgullo alguna experiencia valiosa que atestigüe que envejeció sabiamente en lugar de pavonearse como el cadáver insepulto en que se convirtió siendo joven. ¡Una revolución sin universitarios! La ridícula e ilusoria pretensión de formar un hombre nuevo que no es otro que aquel hombre viejo y desamparado que avanza hacia nosotros desde hace siglos sin encontrarse a sí mismo.
Como Benjamín Button o el desdichado Bayesid Hossain de Magura, Bangladesh, el régimen militar, totalitario y bolivariano nació viejo y obstinado en la maldad creyendo que con el correr del tiempo sería joven, fuerte y enérgico. Se ampara en militares condecorados que jamás han comandado una batalla y solo conocen viejas rutinas y disciplinas de inútil aplicación en la vida civil en la que siembran pánico y terror al frente de supuestas organizaciones de paz. Un país política e históricamente “joven” gobernado por gentes de mentes desajustadas, protervas y dogmáticas que solo manejan concepciones económicas atrasadas, y permanecen ausentes del dolor humano, sin haber puesto nunca los ojos sobre la sensibilidad, los afectos o sobre la dureza del Capital del viejo Marx, el complicado materialismo y empiriocriticismo de Lenin o la elegante prosa de Enrique Bernardo Núñez por ejemplo, o la de Mariano Picón Salas.
Una “revolución” que terminará flotando en el líquido amniótico de alguna anónima combatiente, sin ninguna pena y sin mayor gloria salvo la de haber arruinado en menos de dos décadas a un país que alguna vez fue ¡el más joven y próspero de América Latina!
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