La transfiguración de Nicolás Maduro
LA OPINIÓN DE Ibsen Martínez
El Nacional 30 DE JUNIO DE 2017 12:10 AM
El registro cronológico de los gustos vestimentarios de
Nicolás Maduro sugiere que erigirse tirano fue siempre el designio secreto, no
solo suyo, sino también de quienes lo necesitan como sanguinario fantoche de
una narcodictadura militar pura y dura.
Por los días en que su mentor, Hugo Chávez, andaba aún sobre
la tierra exhibiendo, abotagado y risueño, los estragos de la mexadetasona,
como si pensara seriamente regresar con vida de una cuarta, tal vez también de
una quinta, sexta o hasta séptima visita a los quirófanos cubanos (¡la medicina
cubana es milagrosa!), Maduro vestía de traje oscuro y corbata. Sartorialmente
hablando, Maduro era por entonces indistinguible de cualquier guarura mexicano.
En Venezuela la voz guarura designa un instrumento aerófono
precolombino hecho de una concha marina de regular tamaño que, al soplarse,
deja escapar un ulular muy semejante al de un león marino. En México, en
cambio, ¡cosas del habla en cada patio de nuestra América!, guarura es voz de
origen posiblemente tarahumara que designa sin más al guardaespaldas. Vestido
con su traje de confección, y mucho más si gasta bigotazo, el guarura mexicano
estándar es indistinguible de Nicolás Maduro en tiempos en que era eso,
precisamente, un guarura más de Chávez, debidamente camuflado como
vicepresidente o canciller.
Tan pronto el Comandante Eterno dio el salto del tordito
guanabanero, en marzo de 2013, Nicolás, ya ungido sucesor, dio en imprimir
paulatinos cambios a su “torpe aliño indumentario”. Lo primero que hizo fue
tocarse con un sombrero de yarey, de horma cubana. De la guayabera roja hablaré
luego; aparquemos por un párrafo o dos en esto del sombrero de yarey.
De lejos puede tomarse por un sombrero campesino venezolano,
con el que se protegería de la inclemencia del sol un mozo de faena llanero en
una novela de Rómulo Gallegos. Pero bien sabemos que hoy día nuestros llaneros
ya no se tocan con sombreros de palma sino con gorras de beisbol, cascos de
vinilo desechados por Petróleos de Venezuela, y, en casos de extrema vanidad,
con esa variante del borsalino de piel de conejo y ala ancha, hecho en Italia,
que al llanero le recuerda el pelaje gamuzado del fruto del guamo, singular
leguminosa tropical. Y, si el llanero es chavista, no va a caballo, sino en
pick-up Toyota Tacoma.
Fue risiblemente tocado con ese pobretón y anacrónico
sombrero de desflecado yarey cubano, que Maduro vio a Chávez transfigurado en
un tucusito (Chrysolampis mosquitus) por conducto del cual el Comandante
Eterno habló desde el más allá. Si bien el Chrysolampis mosquitus,
abundante en Venezuela, no es ave prensora, no es menos cierto que Chávez fue
en vida hombre corpulento y muy parlero y es concebible que, al verse
reencarnado en un pajarito de apenas ocho centímetros de largo, la sobredosis
de dexametasona llevase a Chávez a trinar iluminadoras admoniciones para
Nicolás.
La guayabera roja no requiere mayor elucidación: la
guayabera es el uniforme oficial de los mandatarios de la cuenca del Caribe, de
rigor en sus inconducentes cumbres del Caribe. Nico las prefiere de rojo para
singularizarse de tanto palurdo neoliberal lacayo del imperialismo yanqui. Lo
que nos lleva a la guerrera verde oliva, extraña cruza entre saco de liquiliqui
y capote norcoreano color caca de oca con que últimamente intenta ocultar su deleznable
origen civil a los ojos de sus ventripotentes narcogenerales. A diferencia de
estos, Maduro no exhibe el capote cubierto de condecoraciones ni porta bastón
de mando. Le basta con su morruda expresión de subordinado babieca asesino, ya
muy hecho a su vil oficio, y su sombrío atuendo de verdugo de los jóvenes
venezolanos.
¿Banalidad del mal?
El Nacional 30 DE JUNIO DE 2017 12:15 AM
LA OPINIÓN DE Héctor Faúndez
Aunque Nicolás Maduro afirme que las manifestaciones en
contra de su régimen han sido reprimidas solo con “agua y gasecito”, lo cierto
es que las víctimas mortales de esa represión han fallecido como consecuencia
del impacto de proyectiles asesinos, disparados por guardias nacionales que
cumplían órdenes superiores. Es innecesario destacar que esos hechos están
prohibidos tanto por la Constitución venezolana como por el derecho
internacional; pero jamás eso ha sido un obstáculo para un gobierno forajido.
Estos crímenes han sido cometidos por quienes, hasta antes de llegar al poder,
se presentaban como los hombres nuevos que iban a hacer imperar el Estado de
Derecho y que, bajo su mandato, tendrían como norte el respeto de los derechos
humanos de todos.
Adolf Eichmann, ese funcionario del Tercer Reich alemán que
envió a las cámaras de gas a millones de seres humanos, intentó justificar su
conducta afirmando que era un burócrata que solo cumplía órdenes. Esa actitud
fue calificada por Hannah Arendt como “la banalidad del mal”. Pero ningún
funcionario del Estado, juez u oficial de la FAN puede ser indiferente a las
consecuencias del acatamiento de órdenes superiores de carácter criminal. No
hay excusa para comportarse como un salvaje en el trato a los ciudadanos,
mientras se aparenta ser un hombre normal, piadoso y civilizado en la vida
privada. Ni la maldad es algo banal, ni está desprovista de consecuencias
jurídicas.
Ni Chávez se presentó como algo distinto a lo que era, ni
Maduro ni sus esbirros han sugerido alguna vez que sean verdaderos demócratas,
respetuosos del pluralismo político y de la vida humana. Entre quienes fueron
ministros de Chávez o que recientemente lo han sido con Maduro, al igual que
muchos diputados del PSUV, o incluso algunos de aquellos que han llegado al TSJ
gracias al chavismo, no todos pondrían sus ideas políticas al servicio del
asesinato y la barbarie. Muchos ya se apartaron de ese proyecto político. Con
certeza, debe haber muchos oficiales de la FAN que no están dispuestos a
prestar su nombre para una aventura criminal que desacredita a una institución
históricamente respetable. Lamentablemente, hay otros a quienes el poder ha
corrompido absolutamente y los ha transformado en algo muy distinto de lo que
decían ser y de lo que sus familiares, vecinos y amigos creían que eran; han
mutado en los “hombres nuevos”, obedientes y serviles, que necesita el chavismo
para perpetuarse en el poder a sangre y fuego. Pero eso no es lo que necesita
Venezuela.
¿Cómo es posible que gente que parecía respetable, de la
noche a la mañana, pueda haberse transformado en seres inescrupulosos, crueles
y sanguinarios? Quienes están al frente de la represión, si todavía tienen algo
de decencia, deben estar avergonzados de sus actos. El defensor del pueblo no
puede sentirse orgulloso de su trayectoria pasada si, cuando ha tenido la
posibilidad de actuar, no ha sido capaz de aferrarse a los ideales que alguna
vez pregonó. Ya sea porque dieron las órdenes o las ejecutaron, los
responsables de esta carnicería han perdido la fibra moral que distingue la
civilización de la barbarie.
Las personas podemos cambiar aprendiendo de nuestra propia
experiencia o adaptándonos a nuevas circunstancias; en nuestro pensamiento y
acción puede haber evolución, pero difícilmente habrá un cambio radical que nos
aparte de nuestros valores y principios. Lo cierto es que, como regla general,
los individuos tratan de ser coherentes con los ideales que han marcado su
formación y a los que a veces se han aferrado con pasión. Lo que hace
respetables a las personas no es que piensen como nosotros, sino que mantengan
una conducta acorde con lo que han dicho y hecho previamente; pero ese no es el
caso de quienes nos gobiernan.
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