LA UNIDAD DEMOCRÁTICA, ESA FICCIÓN SUICIDA
Antonio Sánchez García | agosto 23, 2017 | Web del Frente Patriótico
Sería profesión de maniqueísmo creer que la pervivencia de las mezquindades, ambiciones y sectarismo sólo existen y ejercen su destructivo papel en el seno de los partidos de la llamada Mesa de Unidad Democrática. Ellas también están presentes en los restantes partidos de la oposición, tan incapaces de actuar en función del patriotismo, el desprendimiento y la generosidad como aquellos a los que enfrentan. La soberbia y la prepotencia también se anidan en las mejores causas y sus causahabientes.
Antonio Sánchez García @sangarccs
Que tras veinticinco años de inclemente asalto de la barbarie a esta única forma de convivencia social civilizada que conocemos y aceptamos como propia, la democracia liberal, no se haya consolidado una unidad de las fuerzas políticas que hasta ahora la han representado para enfrentar exitosamente la homogénea, coherente y monolítica unidad de las fuerzas asaltantes, es digno de un profundo análisis y un correspondiente examen de autoconsciencia. Toda vez que el objetivo que debiera impulsar al logro de dicha unidad no requiere de mayores esfuerzos intelectuales: desalojar a un régimen culpable de la devastación material, espiritual y moral de nuestra República. Doscientos años pisoteados, ultrajados y pervertidos bajo el concierto del golpismo militarista y el castro comunismo cubano. ¿Es de tan difícil comprensión?
Antes que impulsar e imponer esa unidad esencial en torno a muy concretos y elementales propósitos, los distintos partidos han preferido cautelar sus propios intereses y competir por apoderarse del respaldo de la sociedad civil, apegados a viejas concepciones, a viejos hábitos y a ritos formales de representación, sin otra perspectiva que esperar pacientemente el desgaste del régimen para heredar el gobierno. Sin siquiera haber aclarado la naturaleza del régimen que debieran combatir y el proyecto específico que los anima, salvo la trágica dialéctica del poder por el poder. Enmascarando esa descarnada competencia por imponer sus propias apetencias con la falacia de una supuesta naturaleza inherente a la democracia: la diversidad de sus componentes.
Ponen de manifiesto, con ello, una visión absolutamente oportunista, vacía, mezquina y utilitaria de la acción política como el combate, a veces despiadado, por el derecho a apropiarse de parcelas de poder formal. Desencajadas, bajo la definición de “espacios”, de la dialéctica totalidad nacional en crisis. O creyendo, en un caso de insólita ignorancia y desconocimiento de lo político y de la naturaleza del Estado, que la Nación, la República o como quiera llamársele a la unidad nacional de identidad e historia, es la simple y mecánica sumatoria de espacios geográficos, políticos o territoriales. Y no ese virtual e inasible complejo dialéctico, vital, en perpetuo movimiento, de naturaleza, tradiciones, esencia y existencia que conforman la identidad nacional. Articulados bajo el Estado: no un ciego, mecánico y aritmético conglomerado de componentes, un amasijo de poderes interrelacionados, sino el espíritu que da vida a esa unidad nacional. Habiéndose conformado y decantado en los esfuerzos de sus mejores hombres, que dieran su vida, su sudor, sus lágrimas y su sangre para despertar y levantarse dándole vida superior y suprema a la colectividad hasta entonces colonizada. Vuelvo a recordar el magnífico diagnóstico con que Mario Briceño Iragorry definiera en 1950 las causas últimas y primeras de esta inveterada crisis que hoy sufrimos los venezolanos: no es una crisis de circunstancia. Es una crisis de pueblo. Gravemente atacado de desmemoria. Y ahistoricidad.
Esta visión mecánica, formalista y carente de toda auténtica inteligencia política que se acopla a esta crisis de pueblo, es la razón de la trágica situación que vivimos. La barbarie, por contradictorio que parezca, infinitamente más capacitada intelectualmente para comprender la naturaleza de lo político – el enfrentamiento mortal entre amigos y enemigos para asaltar y hacerse de la propiedad material, espiritual y política de una nación: el Poder – ha terminado por hacerse de la República, desencajarla, devastarla y arruinarla para reducirla a las riquezas de que requiere para su proyecto totalitario. Una siniestra forma de fagocitosis político militar. Para los cipayos al servicio de Cuba, que nos coloniza tras la vil y espantosa traición del golpismo militarista, nuestro país, por insólito que parezca, aún siendo su propio país, no es más que un amasijo explotable de dólares, petróleo y minerales –incluido el uranio – para el proyecto imperial cubano, que se asienta y proyecta sobre el proyecto comunista de dominio universal fundado teóricamente por Carlos Marx y prácticamente por Vladimir Ilich Lenin. Que no por haber implosionado tras la histórica derrota de la Unión Soviética ha desaparecido. Continúa alimentando los fuegos de las izquierdas marxistas y sus parientes socialdemócratas en todo el mundo, pero muy en particular en América Latina. Aliadas hoy, en un juego de inestimables consecuencias, con el terrorismo talibán que sacude al mundo. Y dispuestas a conquistarlo. Llámense Estado Islámico, Podemos, Foro de Sao Paulo, Partido Comunista o Partido Socialista. Y lo que jamás me cansaré de reiterarlo: con la insólita complicidad del Vaticano y los demócratas norteamericanos. Incapaces de poseer una visión macro política, dialéctica, de los conflictos globales que nos aquejan. Lo que posibilita la aberración de un papa que se niega a comprender la principal responsabilidad y el siniestro papel, incluso anticristiano, que juega la tiranía cubana en la actual devastación de Venezuela.
Sería profesión de maniqueísmo creer que la pervivencia de las mezquindades, ambiciones y sectarismo sólo existen y ejercen su destructivo papel en el seno de los partidos de la llamada Mesa de Unidad Democrática. Ellas también están presentes en los restantes partidos de la oposición, tan incapaces de actuar en función del patriotismo, el desprendimiento y la generosidad como aquellos a los que enfrentan. La soberbia y la prepotencia también se anidan en las mejores causas y sus causahabientes.
Tal vez radique en esa suicida negación a la generosidad y el desprendimiento una de las causas fundamentales que impiden la superación de esta tragedia. ¿Tendremos que llegar al extremo de Ricardo III quien, según la tragedia de Shakespeare, al borde de ser asesinado, ofreciera cambiar su reino por un caballo?
Ricardo III de Inglaterra (Castillo de Fotheringay, Northamptonshire, 2 de
octubre de 1452 – Campos de Bosworth, Leicester, 22 de
agosto de 1485) fue rey de
Inglaterra desde 1483 hasta su muerte. Último monarca de la Casa de
York, su derrota y muerte en la batalla de Bosworth1
supuso el fin tanto de los Plantagenet como
de la guerra de las Dos Rosas y el
advenimiento de los Tudor.
Nació como el octavo y más joven —y cuarto superviviente— de
los hijos varones de Ricardo,
tercer duque de York, y de Cecilia
Neville. Hasta hace poco se creía una leyenda la idea de que era un hombre
deforme, jorobado y
cojo de nacimiento, obra sobre todo de una ficción realizada por Tomás
Moro en su discutida obra histórica inglesa, que causó una honda
impresión en Shakespeare y lo inspiró en la realización (entre
1591 y 1592) de su célebre tragedia histórica The Life and Death of King Richard III,
inspirada en la segunda edición de las Crónicas (1587) de Holinshed,
donde el monarca aparece reflejado como un hombre jorobado, ambicioso, cruel y
sin escrúpulos. Sin embargo, el reciente descubrimiento de su cadáver arroja
algo de luz sobre este respecto, pues el esqueleto identificado sin género de
dudas como perteneciente a Ricardo III presenta una fortísima escoliosis,
que podría ser origen de dificultades al caminar y de deformidad en la postura.
No obstante, Dr Stuart Hamilton, patólogo forense, afirma que Ricardo no nació
con la escoliosis, sino que empezó a producirse durante la adolescencia,
posiblemente entre los 10 y los 13 años.
Ricardo pasó la mayor parte de su niñez en el castillo de Middleham,
en Wensleydale. Cuando su padre y su
hermano mayor Edmund murieron en la batalla de Wakefield, Ricardo quedó bajo la
tutela de su tío Richard Neville, decimosexto conde
de Warwick, el famoso «hacedor de reyes», cuya intervención sería
fundamental para deponer a Enrique VI y coronar al hermano de
Ricardo Eduardo IV de Inglaterra. Durante su
estancia en las tierras de Warwick, Ricardo desarrolló una profunda amistad con Francis
Lovell, que duraría toda su vida. Otra compañía de su niñez fue la hija
de Warwick, Ana
Neville, con la que posteriormente se casaría.
Al morir su padre y su hermano Edmund, la madre de Ricardo,
la duquesa de York, lo envió a los Países
Bajos, lejos del alcance de la vengativa reina consorte de Enrique
VI, Margarita de Anjou, junto a su hermano Jorge,
más tarde duque de Clarence. Regresaron a Inglaterra tras
la derrota de Lancaster en la batalla
de Towton, para participar en la coronación de su hermano mayor como Eduardo IV. Entonces, Ricardo fue
nombrado duque de Gloucester y armado caballero.
Tras ello, fue enviado a las posesiones de Warwick en Middleham para su educación
caballeresca. Con alguna interrupción, permaneció allí hasta principios de
1465, cuando tenía 12 años.
Ricardo se vio envuelto en la dureza de la política con
la Guerra de las Rosas desde una temprana
edad, ostentando diversos cargos.
Por segunda vez en su juventud, Ricardo tuvo que buscar
asilo en los Países Bajos, que formaban parte del ducado de Borgoña. Su hermana Margarita había
contraído matrimonio con Carlos el Temerario, duque de Borgoña en 1468.
Ricardo huyó junto a su hermano el rey en octubre de 1470 después de que
Warwick se pasara al bando de Margarita de Anjou. Con sólo 18 años, Ricardo desempeñó
un papel crucial en dos batallas que propiciaron la restauración de Eduardo en
la primavera de 1471: Barnet y Tewkesbury.
Durante el reinado de Eduardo IV, Ricardo demostró su lealtad y
habilidad como comandante militar en el norte al noreste de York, en el castillo de Middleham,
donde se había establecido con Anne
Neville, su esposa, quien pronto le dio un hijo legítimo, Eduardo de Middleham, príncipe de Gales
(1473-1484). Se lo recompensó con grandes posesiones en el norte de Inglaterra
y fue designado gobernador del Norte y con el título escocés e inglés de guardián de marchas (gardien
des marches o lord warden of the Marches), convirtiéndose
en el noble más rico y poderoso de Inglaterra. El 17 de octubre de 1469, se lo
nombró condestable de Inglaterra. En noviembre reemplazó
a William Hastings, primer barón de Hastings, como
Justicia Mayor del Norte de Gales. El año siguiente, fue designado administrador y chambelán del
Sur de Gales. El 18 de mayo de 1471, se lo nombró gran chambelán y lord almirante de
Inglaterra. Por el contrario, su hermano Jorge, duque
de Clarence, cayó en desgracia con Eduardo y fue ejecutado por traición.
Ricardo controló el Norte de Inglaterra hasta la muerte de
Eduardo IV. Allí, especialmente en la ciudad de York, donde fue muy
querido, elevó las iglesias de Middleham y Barnard al
estatus de colegiatas. En 1482, Ricardo recuperó Berwick-upon-Tweed del reino
de Escocia, la última vez que esta población cambió de manos entre los dos
reinos.
Tras la muerte de Eduardo IV, el 9 de abril de 1483, los
hijos del rey difunto (sobrinos de Ricardo), Eduardo V, de 12 años y
Ricardo, duque de York, de 9, fueron los siguientes en la
línea de sucesión. Ricardo fue nombrado lord
Protector del joven rey por lo que tuvo disputas con la familia de
la madre, los Woodville, por el ejercicio del poder. El hermano de
Elizabeth, Anthony Woodville, segundo conde de Rivers y
otros fueron llevados al castillo de Pontefract y
ejecutados por planear el asesinato de Ricardo. Él se llevó a Eduardo y a su
hermano pequeño a la fortaleza de la Torre
de Londres siguiendo el consejo del barón Hastings. Todavía hoy en día
se ignora qué sucedió con los «príncipes de la Torre», y desde siempre la
historia ha sospechado que Ricardo III los asesinó o mandó asesinarlos, como en
efecto se muestra en la pieza Ricardo III de Shakespeare.
Poco después, Ricardo dictó sentencia de muerte contra
Hastings, acusado de unirse a la conspiración de los
Woodville, instigado por su amante, Jane Shore, que también era amante
de Thomas
Grey, primer marqués de Dorset, hijo de
Elizabeth Woodville. Hastings fue decapitado el 13 de junio en la Torre de
Londres, siendo esta la primera ejecución llevada a cabo allí. Ricardo puso a
su viuda Katherine directamente bajo su protección.
El Parlamento aprobó el titulus regius apoyando
a Ricardo por la prueba aportada por el testimonio de un obispo que declaró que
Eduardo IV había contraído matrimonio con Eleanor Butler, que aún vivía
cuando se casó con Elizabeth Woodville. El 6 de julio de 1483, Ricardo
fue coronado en la Abadía de Westminster.
Los jóvenes príncipes no fueron vistos nunca más, habiendo
una gran controversia en la actualidad acerca de su paradero.
Ricardo y su mujer Ana fundaron el King's College y el Queens' College en Cambridge e hicieron donaciones a la
Iglesia. Planeó la creación de un coro en la catedral
de York con más de 100 sacerdotes. Ricardo también fundó el College
of Arms.
En 1483, una conspiración se gestó entre parte de la nobleza
descontenta, muchos de ellos partidarios de Eduardo IV. La conspiración fue
dirigida por el antiguo aliado de Ricardo, Henry
Stafford, segundo duque de Buckingham. En un principio planeaban
deponerlo para restaurar a Eduardo V. Cuando se difundió el rumor de que
Eduardo y su hermano estaban muertos, Buckingham intervino, proponiendo a Enrique Tudor, quien era descendiente
ilegítimo de la casa Lancaster, su vuelta del exilio para subir al trono y
casarse con Isabel de York. Por su parte él reclutaría una
fuerza considerable de sus tierras y de Las Marcas. Enrique, exiliado en Bretaña,
contaba con el apoyo del valido Pierre Landais, quien se proponía
que su victoria forjaría una alianza entre Bretaña e Inglaterra.
La flota de Enrique navegó hacia una tormenta, teniendo que
regresar a Bretaña. Las tropas de Buckingham tuvieron también problemas con la
tormenta y desertaron cuando Ricardo se acercaba. Buckingham trató de
escabullirse disfrazado, pero fue capturado por la recompensa que se ofreció
por él. Fue encarcelado, acusado de traición, y ejecutado en Salisbury el
2 de noviembre. Su viuda, Catherine, se casó con Jasper
Tudor, quien se unió con su sobrino Enrique para organizar otra rebelión.
Ricardo intentaba aproximarse a Landais ofreciendo apoyo
militar al débil ducado de Francisco II a cambio de Enrique.
Enrique huyó a París, donde encontró apoyo en la regente Ana
de Beaujeu, quien le proporcionó tropas para la invasión de 1485.
El 22 de agosto de 1485, Ricardo se enfrentó con las fuerzas
lancasterianas de Enrique Tudor en la batalla de Bosworth. Las fuerzas de Ricardo han
sido calculadas en 8000 y las de Tudor en 5000, pero no se puede conocer una
cifra determinada. Durante la batalla, Ricardo fue traicionado por el barón
Stanley, a quien había hecho conde de Derby en
octubre, William Stanley y Henry Percy, cuarto duque de Northumberland.
El cambio de bando de los Stanley debilitó seriamente la fortaleza del ejército
de Ricardo, teniendo un efecto decisivo en el resultado de la batalla. También
la muerte de John Howard, I duque de Norfolk, su
fiel compañero, parece haber tenido un efecto desmoralizador en Ricardo y sus
hombres. Las crónicas cuentan que Ricardo luchó con bravura y habilidad durante
la batalla, descabalgando a John Cheney, un famoso campeón de
justas y matando al portaestandarte de Enrique, William
Brandon, y prácticamente llegando hasta el propio Enrique, pero finalmente
se vio rodeado y asesinado. La tradición dice que sus últimas palabras fueron
«traición, traición, traición, traición, traición».
Polidoro Virgilio, cronista oficial de Enrique
Tudor, escribiría más tarde: «El rey Ricardo, solo, murió luchando como un
hombre bajo la mayor de las presiones de sus enemigos». El cuerpo desnudo de
Ricardo fue expuesto probablemente en la colegiata de la Anunciación de Nuestra
Señora y después ahorcado por Enrique Tudor, ahora Enrique VII, antes de ser
enterrado en la iglesia de la hermandad franciscana de los Grey Friars, en Leicester.
En 1495, Enrique VII pagó 50 libras por un monumento de mármol y alabastro y,
según la tradición, durante la disolución de monasterios, su cuerpo se arrojó
al cercano río Soar, aunque hay pruebas de que el
memorial era visible en 1612 en un jardín construido en un lateral de Grey Friars. La localización exacta
se había perdido tras 500 años de desarrollo urbanístico, habiendo una placa
conmemorativa en el lateral de la catedral donde pudo haber sido enterrado. Sin
embargo, en el verano de 2012 fue encontrado un esqueleto bajo un
estacionamiento público en Leicester, donde se hallaba la antigua iglesia de la
hermandad franciscana de los Grey Friars, que finalmente ha sido
reconocido por un equipo de arqueólogos liderado por Richard Buckley como
perteneciente al monarca, más allá de cualquier duda razonable, como demuestran
las pruebas de ADN.
Según otra tradición, Ricardo consultó a un vidente en la
ciudad de Leicester antes de la batalla, quien predijo que «donde tu espuela
golpee en el camino a la batalla se romperá tu cabeza en el regreso». En el
camino a la batalla, su espuela golpeó el pretil del Bow Bridge. De acuerdo con
la leyenda, al volver de la batalla con su cuerpo sobre un caballo, su cabeza
golpeó en la misma piedra y se rompió.
Las crónicas galesas cuentan que Wyllyam Gardynyr mató a
Ricardo con un hacha. Otras crónicas dicen que fue Rhys
ap Thomas.
Ricardo III fue el último rey de Inglaterra muerto en batalla
—los otros fueron Harold Godwinson y Ricardo I, Corazón de León—.
Enrique Tudor sucedió a Ricardo, convirtiéndose en Enrique
VII, intentando cimentar la sucesión casándose con la heredera yorkista, Isabel
de York, hija de Eduardo IV y sobrina de Ricardo III y
matando a todos los demás.
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