03 DE ABRIL DE 2017 12:10 AM
Hace una semana, con la infamante sentencia 155 de su TSJ,
Nicolás Maduro despojó al régimen del último velo que le quedaba y mostró, ya
sin pudor, lo que la fallida revolución chavista nunca ha dejado de ser, una
dictadura en ininterrumpido proceso de desarrollo y descomposición.
El 12 de noviembre de 2004, en Fuerte Tiuna, Hugo Chávez se
lo había anticipado a los principales funcionarios del régimen, muchos de los
cuales le exigían acelerar la marcha de la revolución hacia el socialismo: “¿Es
el comunismo la alternativa? ¡No! No está planteado eliminar la propiedad
privada, el planteamiento comunista, no. Hasta ahí no llegamos. Nadie sabe lo
que ocurrirá en el futuro, pero en este momento sería una locura. Quienes lo plantearon
no es que estén locos, no. No es el momento”.
Dos años después, con su fácil victoria electoral sobre un
sumiso Manuel Rosales, Chávez creyó que al fin había llegado ese momento, que
la derrota opositora creaba las condiciones objetivas y subjetivas necesarias
para dar ese gran salto adelante y se puso inmediato a la tarea de hacer
realidad su proyecto de construir, a muy corto plazo, la futura República
Comunal de Venezuela.
Adaptar a Venezuela en pleno siglo XXI la Revolución
cultural china constituía una absurda y desafortunada ilusión, cuya verdadera
finalidad era promover la presidencia vitalicia de Chávez, el anacrónico
montaje de una estructura política de partido único y la cocción de un mejunje
que incluía condimentos tan incendiarios como el trabajo voluntario, la
educación como herramienta de ideologización guevarista, la conversión de los
ciudadanos en hombres y mujeres sin pensamiento crítico y la inseguridad
personal como política de Estado. Todo ello bajo la amenaza, si no de abolir por
completo la propiedad privada, al menos la decisión de limitarla y
condicionarla.
No obstante, para recorrer este camino, Chávez necesitaba
superar un serio obstáculo. La Constitución de 1999 permitía avanzar rumbo al
fin del pasado liberal de la democracia venezolana, pero de ningún modo le
abría las puertas al socialismo, a la manera cubana. Nuestro texto
constitucional apenas entreabría una rendija por donde filtrar los primeros
aires de renovación política y se imponía la necesidad de renovarlo a fondo
para poder eliminar legalmente el pluralismo político e ideológico, anular el
derecho individual de no ser socialista, arrebatarles su existencia a los
poderes locales y regionales y concentrar en manos de Chávez todos,
absolutamente todos los poderes, incluso el ascenso a todos los grados de todos
los componentes de la Fuerza Armada Nacional, como si la institución armada
fuera en realidad su guardia pretoriana, y el manejo de la política financiera
y monetaria del país, dejando incluso a su exclusivo arbitrio personal hasta el
manejo de las reservas internacionales, como si esa inmensa riqueza, en lugar
de ser un patrimonio de todos los venezolanos, formara parte del suyo personal.
Con ese retorcido propósito de llegar a hacer de Venezuela
otra Cuba en el menor plazo posible, Chávez decidió convocar en diciembre de
2007 un referéndum que le permitiera redactar una nueva Constitución. Vana
ilusión presidencial. A pesar de todas sus certezas, los electores le dijeron a
Chávez que no. Y lo dijeron de tal manera, que al régimen no le quedó más
remedio que aceptar la derrota. “Pírrica”, la calificó un Chávez indignado,
pero derrota al fin y al cabo, que marcó un antes y un después. Mediante
sucesivas leyes habilitantes trató de eludir aquel mandato popular y comenzó a
reformar progresivamente el texto constitucional, pero no le fue posible llegar
adonde quería. Fue la primera de una serie de derrotas, cuyo desenlace fue la
enfermedad, la muerte y la designación a dedo de Maduro como su sucesor.
El resto de esta penosa historia está a la vista: crisis
general del país, derrota aplastante del chavismo en las elecciones
parlamentarias del 6-D y el esfuerzo antidemocrático del régimen para impedir
las consecuencias de aquel masivo rechazo popular. El autogolpe de Estado la
semana pasada era, pues, inevitable y sencillamente formaliza la desesperada
deriva dictatorial de un régimen cuyo objetivo ya nada tiene que ver con la
desmesura del pensamiento político de Chávez, sino como la mezquina obsesión de
conservar el poder contra viento y marea. Al precio que sea.
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