Todos tiemblan: Conciliar en la guerra: ¿la ley o el
terror? (1)
En una serie numerada, “Todos tiemblan” expondrá las
vicisitudes políticas e ideológicas que padecieron nuestros antepasados
venezolanos a principios del siglo XIX para construir los pilares fundacionales
que nos dan pie hoy
Brueghel: Triunfo de la muerte
Por CARLOS ALFREDO MARÍN @AEDOLETRAS
21 DE ABRIL DE 2017 12:05 AM | ACTUALIZADO EL 21 DE ABRIL DE
2017 14:11 PM
Las tropas sin jefe y vacilantes;
el pueblo dudoso de su suerte…
Simón Bolívar
(20 de septiembre de 1818)
Años después de ser testigo del desastre de la Primera
República, Simón Bolívar le dirige una carta a Francisco de Paula Santander el
1º de junio de 1820: “Yo digo que para qué han de ir a Turquía, cuando los
españoles nos han transportado el Asia a América; nos han enseñado el Alcorán
con sus prácticas, y nos han inspirado por espíritu nacional el terror”. El
Libertador expresa así la violencia del enemigo español comparándolo con los
pueblos islamitas. El Asia de Atila y los hunos fue traspasado a América por
Monteverde, Morillo, de La Torre y compañía… Lógica arriesgada o no, Bolívar
entabla una forma de ver el fenómeno de la guerra de independencia en
Hispanoamérica. ¿Se salvaría él acaso de tomar el mismo sendero a partir de
1813? ¿Qué fue la Guerra a Muerte sino el pulso del terror de la República?
El terror tiene dos perspectivas. La que se engendra desde
el poder tiene la intención de atizar las voluntades en torno a un proyecto
ideopolítico determinado. Constituye la máquina de guerra, la esencia ofensiva
y defensiva, que puede –siguiendo a la historiadora francesa Mona Ozouf–
convertir en roca el sentimiento patriótico. Otra muy distinta es la otra: el
efecto que genera la violencia en los hombres y mujeres de a pie. El colectivo
se conmociona; pierde sus distinciones sociales, morales, culturales; cae en el
silencio adolorido de los desterrados, donde el cuerpo se detiene o desaparece
en el solo hecho de la supervivencia. El mundo pierde el sentido mientras que
el terror se apodera de todas las formas visibles e invisibles de la realidad.
Monteverde: yo soy el poder
El comisionado realista Pedro de Urquinaona puede
complementarnos la imagen que tuvo Bolívar del terror. Podríamos decir que la
del bogotano tiende a ser más epidérmica, horizontal. Ser partidario del Rey ni
siquiera salvó a Urquinaona de ser víctima de ambos terrores en disputa: el
monárquico y el republicano, ambos evidentemente excluyentes y aniquilantes. El
abogado y regente sufrió doblemente el tormento de la persecución política.
Esta perspectiva nos ofrece muchas ventajas a la hora de comprender la
naturaleza de la sociedad miedotizadade la guerra de independencia,
y por qué no, la de hoy.
La meta del Comisionado era verificar que el sistema
realista entablado en Venezuela luego de la capitulación de julio de 1812 se
cumpliese a cabalidad. Es decir, olvidar las conmociones partidistas y
establecer la inmunidad de los implicados en el movimiento del 19 de abril de
1810. Sin embargo, escribe Urquinaona, “entre olvidar los sucesos de la
revolución y dejarse arrastrar por afecciones e intereses privados; entre no
molestar por sus opiniones y anterior conducta a los extraviados, o rodearse de
ellos, halagarlos y premiarlos, hay muy grande diferencia”.
El capitán de fragata de la real armada española, Domingo de
Monteverde, quien había levantado los pueblos de occidente contra la Primera
República desde principios de 1812, se erigió como nuevo mandamás el 17 de
julio en San Mateo. Derrotado el ensayo patriota, este oriundo de Tenerife
desconoce todo aquello que no se incline a sus servicios. La historiografía del
periodo lo señala como el hombre que conquista en términos de las encomiendas del
XVI. Su ascenso dentro del movimiento realista supone necesariamente hablar de
las tropelías del hombre fuerte –militar, para más señas– quien crea sus
propios métodos para legitimar sus designios. Funda, ocupa, dispone y guerrea
en nombre de la justa causa contra los rebeldes revolucionarios.
La ley es “innecesaria”
¿Qué pasó con la Constitución aprobada en Cádiz el 19 de
marzo de 1812? En agosto del mismo año se recibió en Caracas el primer ejemplar
impreso de este cuerpo de ley. El Cabildo de la ciudad, legitimado por
Monteverde, recibió el texto con agrado y dispuso toda su atención para que el
Capitán General de facto la proclamara entre todos los habitantes. ¿Dónde
colocar esos “refinamientos” jurídicos frente al garrote que imponía las
circunstancias? Cuatro meses después, con el rumor de la reacción republicana
en el oriente y occidente, Monteverde accedería a celebrar los actos públicos
para la jura de la “Pepa” el 3 de diciembre de 1812… Para respetar las
formalidades, claro.
Hay que decir que el mayor espaldarazo llegaría el 29 de
noviembre de 1812. La misma Regencia del Reino lo nombraría Capitán General de
Venezuela, Presidente de la Real Audiencia y jefe político interino del país.
Este investimento fue relegado solo al papel. De hecho, la política de amnistía
y olvido a lo pasado sería interpretada de “ingenua”. Lo que debía aplicarse
era la persecución de los implicados en la revolución de abril y dictárseles
sentencias sumarias cuanto antes. “La indulgencia era un delito y la tolerancia
y el disimulo hacía insolentes y audaces a los hombres criminales”, escribió el
17 de enero de 1813. Veamos el argumento completo:
“Las provincias pacificadas de Venezuela, no pueden alternar
con las que han sido fieles al Rey. Estas encuentran su consistencia en su
fidelidad y aquellas en su infidencia y su castigo; resulta de aquí, que así
como Coro, Maracaibo y Guayana merecen estar bajo la protección de la
Monarquía; Caracas y demás que componían su capitanía general, no deben por
ahora participar de su beneficio hasta dar pruebas de haber detestado su maldad
y bajo este concepto deben ser tratadas por la ley de la conquista; es
decir por la dureza y obrar según las circunstancias; pues de otro modo, todo
lo adquirido se perderá: este es mi juicio convencido de lo que es la provincia
de Venezuela”. (Las cursivas son nuestras).
Monteverde desautorizó a la Constitución gaditana, colocó a
sus más estrechos colaboradores en las jefaturas provinciales –lo que
Urquinaona llamaría “el paisanaje canario”–, y se negó a entablar la anhelada
reconciliación. El fiscal José Costa Gali, enviado por la Regencia para
averiguar las denuncias de todos estos agravios, no tuvo nada que hacer con los
arrestos de Monteverde: “A estos excesos siguieron otros mayores; el ejemplo
del arrojo y de la insubordinación del comisionado introdujo el desorden y la
osadía en todos los demás, y lo que al principio tenía visos de ejecución
militar pasó a ser desempeño de las pasiones y las venganzas”, escribió en
enero de 1813. Vale aquí detenerse en el interrogante
que propone Costa Gali:
“Y ¿es posible, que un país civilizado, en un país católico,
en un país en que las leyes respetan la justicia, en la generosa y benéfica
España, en el único recinto de la libertad civil y política, donde se acaba de
desterrar hasta la posibilidad de un Gobierno arbitrario, se cometan tales
abominaciones, tales atentados contra la dignidad del hombre?”
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