El Nacional 01 DE OCTUBRE DE 2017 12:45 AM
Después de una deslucida actuación como defensor del pueblo,
se le ha encargado a Tarek William Saab el papel de adalid de la justicia. Fue
escudo del régimen, antes que protector de los derechos de la ciudadanía, pero
ahora, por una de las maromas de supervivencia que lleva a cabo la dictadura,
tiene la obligación de ver por la aplicación de los códigos a los cuales se
quiere aferrar el dictador para pescar enemigos con el objeto de mantenerse en
el poder. El designado ha cambiado el trabajo perezoso del pasado reciente por
una febril búsqueda de villanos que se ha convertido en la sorpresa de los
tiempos de lenidad del chavismo; la pasividad por una insistencia que,
seguramente gracias a la prisa que caracterizó el traslado de un cargo a otro
sin cabal explicación, lo mete en un tremedal cuya corriente lo lleva a topar
con las tropelías que no quiso observar en el pasado reciente, pese a que
desfilaban frente a su nariz para burlarse del pueblo al cual tenía la
obligación de defender.
Sabemos el motivo de la cabriola. Como la fiscal Ortega Díaz
fue tocada por el rayo cuando hacía su camino de Damasco, debía remendarse el
capote de la transfiguración de la funcionaria con una aguja diligente e
insospechable de vacilación. Una cirugía de urgencia puso los ojos en el
reemplazante, no en balde el superávit de las energías que no había gastado en
plaza anterior podía actuar ahora con la furia de los huracanes. Debía arrasar
con la credibilidad de la burócrata que había comprado boleto en el tren de la
ingratitud, en el vagón de primera clase de la infidelidad, para explicar el
itinerario como un viaje hacia la felonía. Como fracasó el ardid de meter
polizontes de repuesto en la maleta de un inocente automóvil en el
estacionamiento del fortín antes sacrosanto, la dictadura hizo por todo lo alto
la mudanza del defensor con la urgencia del caso. Después del papelón de una
sierva convertida en parte del maletero, de un contrabando de vergüenza y
carcajada, entró por la puerta grande el colosal remendador. Pero desconocía la
crueldad que le esperaba agazapada, el rompecabezas que no podía soldar sin
meter en problemas al promotor de la mudanza.
Para complacer a los patrones, Saab ha pretendido el
descrédito de la fiscal mediante la demostración de su artero desempeño en el
trabajo. Quiere probar que, en lugar de buscar que se aplicara justicia, la
doctora se dedicó, con una legión de alcahuetes y de empleadillos sumisos, a
obstruirla o a impedirla del todo. Quiere señalar que, durante el tiempo
dedicado a sus funciones, largo y proceloso, célebre y aplaudido, reinaron la
inmoralidad y la complicidad en los predios del Poder Moral. En las guerras
habitualmente sucedidas entre las cúpulas que comienzan a fragmentarse se sabe
que estas operaciones suceden, que tal tipo de colisiones forman parte de la
cotidianidad, que se debe hacer molienda de quien antes fuera compañero en el
triunfal camino, que corre la sangre de unos mientras se salva el pellejo de
otros, pero ahora no solo está en juego la supervivencia de los querellantes,
sino también la suerte del régimen al cual, quizá sin imaginar las
consecuencias, la querella de sus principales empleados somete a un escrutinio
que jamás esperaba.
Cuando revela la complicidad de la fiscal en operaciones
alejadas de la legalidad, en ocultamientos y complicidades con una serie de
delitos de grande monta, en hacerse la ciega ante la masiva concurrencia de
delincuentes en la pasarela de los negocios públicos, Saab la emprende contra
la burócrata que debe desacreditar, desde luego, pero también contra el régimen
en cuyo cobijo florecieron los corruptos cuyo tránsito pasó inadvertido en las
escalas más altas de autoridad. Saab desvela los pecados de la doctora Ortega
Díaz, para eso lo puso Maduro en el deplorable encargo, pero también los
negociados, los latrocinios, los crímenes del chavismo contra la cosa pública.
No pone al descubierto casos aislados, sino toda una urdimbre de infracciones
de gran calado que salpican a un enjambre de funcionarios y a una
multitudinaria clientela. Se mudó a la carrera, aceptó rápido el cometido, no
pensó en la magnitud de la flamante encomienda, y ahora escribe con líneas
torcidas una crónica general de ladrones y bellacos.
epinoiturrieta@el-nacional.com
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