Por NARCISA GARCÍA
29 DE OCTUBRE DE 2017 02:17 AM | ACTUALIZADO EL 29 DE
OCTUBRE DE 2017 02:36 AM
El comunismo es una mierda. La referencia escatológica es
deliberada en sus dos acepciones: la excremencial y la relativa a la vida de
ultratumba. Un miembro del Partido en la Unión Soviética le cuenta a la nobel
Svetlana Alexiévich que una vez le ordenaron supervisar los vagones de los
trenes que partían a Siberia. Cuando uno de ellos se abrió de manera
inesperada, vio lo que había dentro: una mujer colgada y un niño comiendo
mierda. Dice Isaiah Berlin que es posible que en las sociedades influidas por
Bizancio o por la Iglesia ortodoxa se dé una “sed de sistemas teológicos, más
aún: escatológicos”, al explicar la aceptación y puesta en práctica de un
sistema total que precise o suscriba el mundo bajo sus paradigmas que tiene una
sociedad como la rusa desde el siglo XIX.
El cinematógrafo llega a Rusia justo a tiempo para la
coronación del zar Nicolás II. Bombillas, ferrocarriles y cinematógrafos
confluyeron en el siglo XIX para dar inicio a la era de la técnica del siglo
XX. Durante la Guerra Civil Rusa, justo después del golpe de Estado de ese
líder envenenado de odio que incendió el mundo cuando fue aislado por la
sociedad que quebraría, los llamados trenes agitprop viajaban
repletos de actores y artistas que adoctrinaban a los pasajeros y lanzaban
propaganda por las ventanas al pasar por pueblos pequeños. De agitadores y
propaganda, el tren “V. I. Lenin” iba pintado por fuera con colores atractivos
y mensajes proselitistas, y tenía un vagón especial para el cinematógrafo. “De
las artes, el cine es para nosotros la más importante”, había dicho Vladimir
Lenin en un territorio cuyo analfabetismo superaba el ochenta por ciento. Claro
que era la más importante: se adueñó primero del Pravda, y de inmediato se hizo
con la producción cinematográfica.
El encargado de las proyecciones en los trenes de propaganda
era un camarógrafo sueco, Eduard Tisse, célebre por haber sido colaborador por
veinte años de Sergei Eisenstein. El pequeño Vladimir no viviría para verlo, la
cinematografía del realizador se convertiría en un hito mundial gracias a su
manera de editar las imágenes: el llamado montaje soviético, fundamentado en el
concepto trascendental y sesudo de la dialéctica hegeliana, tuvo una razón
importante, que no absoluta, de ser: la escasez de celuloide. La realidad
haciendo añicos desde el inicio la gesta heroica de los energúmenos utópicos.
Parece complejo: a partir de la idea de que la tesis se
enfrenta a una antítesis y produce una síntesis, Eisenstein y la otra gran
mente detrás de la estafa del montaje soviético, Lev Kulechov, enfrentaron una
imagen-frase con otra: en Potemkin, un plano muestra botas de
soldados zaristas bajando las escaleras de Odessa (tesis), seguido por un plano
de una mujer con el rostro ensangrentado que lleva en brazos a su hijo muerto y
sube las escaleras al encuentro con los soldados (antítesis), el glorioso y
valiente pueblo que se ha alzado está siendo masacrado por un régimen
desalmado. Los teóricos rusos pensaron que dos imágenes sucesivas aparentemente
inconexas harían al espectador preguntarse cuál es el vínculo entre ellas más
allá de lo evidente.
Esta ideología del montaje, como lo califica Roland Barthes,
fulmina la realidad, puesto que su interés en ella no es otro sino el sentido
que se le da. No reproduce la realidad sino que la niega, construyendo una
propia –la suya– a partir de fragmentos que producen sentido combinándose
mediante el conflicto. Así, y como dice Berlin, al necesitar suscribirlo todo
bajo un sistema total de ideas, el cine estuvo sujeto a él.
Del tren “V.I. Lenin”, pasando por el tren con el niño
coprófago, al tren que ha ordenado construir el otro pequeño Vladimir (Putin)
para transportar los misiles nucleares conocidos como “Satán 2”, no hay sino un
siglo. Uno signado por el comunismo que, escatológico, tiene vida de
ultratumba. Una en la que se sigue comiendo mierda.
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