LOS QUE SE FUERON
Antonio Sánchez García | 27/10/2017 | Web
del Frente Patriotico
En su bella semblanza sobre su amigo, el gran pintor
peruano Fernando de Zyszlo, muerto en trágicas circunstancias con
su esposa Lila en un muy desgraciado accidente doméstico, ambos nonagenarios,
se dolía Mario Vargas Llosa de estar quedándose solo. “El
mundo a mi alrededor se va despoblando y quedando más vacío”. Un dolor propio
de nuestra generación, que parece haber cumplido o está cumpliendo su ciclo
vital. Como corresponde a esa vida tras la muerte, esa que “tendrá tus ojos de
la mañana a la noche, insomne, sorda, como un viejo recuerdo o un vicio
antiguo” cantaba con su inmensa y dolorida tristeza Cesare Pavese.
O como la caracteriza Borges, el genio homérico, en una de sus milongas: “la
muerte sabe, señores, llegar con mucho recato”. Nos queda frente a la muerte el
orgullo de haber cumplido con la vida, como también canta Blas de Otero: Si
me muero/que sepan que he vivido/luchando por la vida y por la paz/apenas he
podido con la pluma/apláudanme el cantar./ Si me muero ya sé que no
veré/naranjas de la china y el trigal/He levantado el rastro eso me basta/otros
ahecharán.”
Harry Altahir Almela Sánchez (Caracas, Venezuela, 22
de septiembre de 1953-Mariara, 24 de
octubre de 2017) fue un ensayista, escritor, poeta, editor y narrador
venezolano. Fue una de las voces de la generación de los 80 en Venezuela.
Pero la vaciedad y la soledad de que estamos rodeados los
venezolanos ya es de otra índole: a la muerte de nuestros amigos se une la
ausencia de los nuestros, aquellos que no resistieron las acechanzas de este
aciago destino y han preferido desprenderse de sus obligaciones de sangre para
irse a probar fortuna, solos o cargando con sus familias, en ajenas latitudes.
Posiblemente con la esperanza de capear estos temporales y regresar cuando
hayan amainado, posiblemente sin saber, como lo sabemos nosotros y lo supieron
sus padres, que hay lejanías que asumidas se convierten en un vacío irreparable,
colmado de nostalgias, destierro y desarraigo. Son las escogencias del corazón
que, con absoluta razón, se siente nativo en cualquier lugar en donde sea bien
recibido y se le facilite la existencia. Mi patria es el lugar en donde vivo,
decíamos en nuestro peregrinar en busca de Patria y cobijo. Como nos ha
sucedido a nosotros, incluso a Vargas Llosa, ciudadanos del destierro de las
guerras y revoluciones de estos siglos.
Carlos Roberto Moreán Corothie (Ciudad de México, México; 28 de julio de 1947-Caracas, Venezuela, 24 de octubre de 2017) fue un cantante, músico, arreglista, compositor y director de orquesta venezolano. Fallece después de varios meses hospitalizado con la enfermedad de Alzhéimer el mismo día en que falleció su primera esposa María de las Casas la cual murió en el 2013.
Pero nada como esta muerte, que en Venezuela ni siquiera “se
viene tan callando”, como decía el poeta, sino a los gritos. Miserable, ruin,
inutil, artera, sucia, desleal, injustamente. Ese destino inexorable que más
duele cuanto más ajeno e impuesto por las circunstancias. Venezuela es, desde
hace algunos años, un campo de batalla, plagado de muerte, abandono y
desolación. Y cuesta saber cuántas de esas muertes fueron inevitables y estaban
en el orden del tiempo, y cuántas se impusieron por carencias perfectamente
subsanables. Por abandono hospitalario, por falta de medicinas y, lo que parece
increíble pero ha llegado a ser perfectamente posible: por angustia, por
desvelos, por incertidumbre, por desesperación. ¿A cuántos de los nuestros se
les ha roto el corazón, como a Harry o a Luis Brito, ante tanto abuso, tanta
crueldad, tanto sufrimiento?
En cuestión de horas se nos acaban de ir amigos entrañables,
partes insustituibles de nuestra venezolanidad: Freddy Galavis,
Carlitos Morean y Harry Almela. Un actor, un músico y un
poeta. Todos ellos jóvenes, como castigados por el sufrimiento y la muerte, sin
haber podido cumplir el sueño más grande de sus vidas: volver a respirar el
aire de la Libertad y morir en paz, reconciliados con su Patria. ¿Será posible?
El reconocido actor venezolano, Freddy Galavís, murió
este sábado a los 76 años de edad el sábado 21 de octubre
Son sufrimientos y dolores que no parecen revestir mayor
interés para la política. Que no atiende a minucias ni a menesteres íntimos y
domésticos, pequeñas angustias existenciales del hombre común, como la muerte
de un poeta, de un actor, de un fotógrafo o de un músico. Pelos de la cola del
Behemot, el espantoso monstruo bíblico que habita la tierra. Que de los mares y
los océanos se ocupa el Leviatán. Ella está demasiado ocupada en resolver las
contradicciones del espíritu universal. ¿Preocuparse por la sonrisa dolorida de
un actor, las furias y las penas de un poeta, el desconcierto y la ira ante la
tragedia del mundo de un hombre bueno, la ausencia irreparable de un hombre
rico en sensibilidad injustamente castigado con una sorda y muda soledad final?
Las tiranías subrayan y acrecientan la triste soledad en que
nos deja la muerte. Más solos, más abandonados. Se nos van y nadie saldrá a
preguntarles cuando lleguen a su aciago destino: “¿eres tú acaso el mismo que
esperábamos?”
Eran las tres cuando mi hija llamó para decirme que Lila
y Fernando de Szyszlo habían muerto. El mundo a mi alrededor se va despoblando
y quedando más vacío
El Pais 15 OCT 2017 - 00:00 CEST
Eran las tres de la madrugada en Moscú cuando sonó el
teléfono. Mi hija Morgana llamaba para decirme que Lila y Fernando de Szyszlo
habían muerto, desbarrancados por una escalera de su casa. Ya no pude dormir.
Pasé el resto de la noche paralizado por un atontamiento estúpido y un
sentimiento de horror.
Oí tantas veces decir a Szyszlo (Godi para los amigos) que
no quería sobrevivir a Lila, que si ella se moría primero él se mataría, que,
pensé, tal vez había ocurrido así. Pero, minutos después, cuando pude hablar
con Vicente, el hijo de Szyszlo, quien estaba allí trémulo, junto a los
cadáveres, me confirmó que había sido un accidente. Después alguien me informó
que habían muerto tomados de la mano y, según los médicos, la muerte había sido
instantánea, por una idéntica fractura de cráneo.
Lo que me queda de vida ya no será lo mismo sin Godi, el
mejor de los amigos. Fue un gran artista, uno de los últimos, entre los
pintores, al que se podía aplicar ese adjetivo con justicia, y una espléndida
persona. Culto, entrañable, divertido, leal. Enriquecía la noche con sus
anécdotas y sus chistes cuando estaba de buen humor y sus juicios eran agudos y
certeros cuando recordaba a las personas que había conocido y que admiraba,
como Tamayo, Breton u Octavio Paz. Había en él una decencia indestructible
cuando hablaba de política o del Perú, una falta total de oportunismo o
cautela, una integridad que, sin buscarlo y a su pesar, en sus últimos años lo
fue convirtiendo en su país en una autoridad moral cuya opinión era solicitada
sobre todos los temas. Cuando estaba de mal humor se encerraba en un mutismo de
sílabas, una inmovilidad de estatua y se le respingaba la nariz.
Su pasión era el arte, claro está, pero la literatura le
apasionaba también y había leído mucho, y leía y releía siempre a sus autores
favoritos, y era una delicia para la inteligencia oírlo hablar de Proust, de
Borges y oírlo recitar de memoria los sonetos más barrocos de Quevedo o el
poema de amor que Doris Gibson inspiró a Emilio Adolfo Westphalen.
Cuando lo conocí, en julio o agosto de 1958, estaba casado
con Blanca Varela. Vivían en un pequeño altillo de Santa Beatriz que era a la
vez hogar y estudio. Desde el primer instante supe que seríamos íntimos amigos.
La amistad es tan misteriosa e intensa como el amor, y la amistad de Blanca y
Godi fue una de las mejores cosas que me han pasado en la vida, a la que debo
experiencias estimulantes, cálidas, ésas que nos desagravian de los malos
momentos y nos revelan que, hechas las sumas y las restas, la vida, después de
todo, vale la pena de ser vivida.
Blanca y Godi se casaron muy jóvenes y fueron excelentes compañeros; ambos se ayudaron a ser, él, un magnífico pintor y, ella, una poeta delicada y sensible. Pero el gran amor-pasión de Szyszlo fue Lila, una mujer maravillosa que lo entendió mejor que nadie y le dio esa cosa elusiva y tan difícil que es la felicidad. Recuerdo ahora la alegría que chisporroteaba en cada línea de esa carta que me escribió cuando por fin pudieron casarse. Pensándolo bien, que hayan compartido ese final tan rápido y aparatoso, ha sido tal vez la mejor manera que tenían de morir. El problema ya no es de ellos, es de quienes nos quedamos todavía aquí, “intratables cuando los recordamos”, como dice el poema de César Moro, otro de los que Godi tenía siempre intacto en la memoria.
Creo que Godi estuvo siempre cerca, ayudándome con su
amistad generosa, en casi todas las cosas importantes que me han ocurrido.
Nunca pude agradecerle bastante que, en los tres años en que las circunstancias
me empujaron a actuar en política, él se dedicara también en cuerpo y alma a
ese quehacer tan poco afín a su carácter, y, con otros dos amigos –Cartucho
Miró Quesada y Pipo Thorndike- en la más delicada e incómoda de las
responsabilidades: controlando la limpieza de las entradas y gastos de la
campaña. Por supuesto que fue la primera persona en la que pensé cuando fui a
recibir el Premio Nobel de Literatura y allí estuvo, pese a lo interminable del
viaje y a los trastornos que a su salud infligían las largas travesías en
avión. Muchas veces me había prometido que, si alguna vez incorporaban mis
libros a La Pléiade, iría a acompañarme y, en efecto, allí apareció de pronto,
en París, con Vicente, y su intervención, en el Instituto Cervantes, fue la más
personal y celebrada de todas.
Muchas veces lo vi enfrentar, con estoicismo, las
decepciones, tan frecuentes en la vida peruana. Pero hay una que lo desmoronó y
no pudo superar nunca: la muerte de su hijo Lorenzo, en un accidente de
aviación. Una herida que sangraba sin cesar, incluso en aquellos periodos en
los que trabajaba mejor y parecía estar más animado. Nunca olvidaré la
extraordinaria elegancia con que encajó esa carta pública, tan mezquina, de sus
colegas peruanos, protestando porque se quisiera poner su nombre a un museo de
arte moderno en Lima.
Esta mañana, mientras visitaba la galería Tretiakov, sin dejar un solo minuto de pensar en él, imaginaba cuánto mejor hubiera sido hacer este recorrido con él por la Rusia artística de los años diez y veinte del siglo pasado, la de Kandinsky, Chagall, Malevich, Tatlin, la Goncharova y tantos otros. Y recordaba lo mucho que aprendí a su lado, visitando exposiciones u oyéndole hablar de su propia pintura, algo que hacía rara vez y siempre para lamentarse de que cada cuadro que salía de su taller fuera, no importa cuán arduo lo trabajara, “una derrota irremediable”.
Estaba más que apenado con la gran confusión que caracteriza
al arte en nuestros días, como confiesa en la autobiografía, que se publicó en
enero de este año (Alfaguara), con los embauques que se perpetran y que son
consolidados por críticos y galeristas sin escrúpulos y coleccionistas
codiciosos e insensibles. Él no embaucó nunca a nadie y sudó la gota fría para
salir adelante, desde que abandonó sus estudios de arquitectura y comenzó a pintar,
todavía muy joven, lienzos ligeramente influidos por el cubismo. Desde que
descubrió el arte no figurativo se entregó a él, con disciplina, perseverancia
y tenacidad, redescubriendo poco a poco, con el paso de los años, la realidad a
través de su país. El arte de los antiguos peruanos se convertiría en una
obsesión de su edad adulta e iría insinuándose en sus pinturas, confundiéndose
con las formas y los colores más osados de la vanguardia. Hasta constituir ese
mundo propio del que dan cuenta los misteriosos aposentos solitarios y
geométricos, que tienen algo de templo y algo de sala de torturas, los extraños
embelecos y tótems que los habitan y que con sus semillas, nudos, incisiones,
rajas y medialunas, sugieren un mundo bárbaro, anterior a la razón, hecho sólo
de instinto, magia y miedo. Pese a ser tan lúcido, probablemente ni él hubiera
podido explicar todo aquello que su pintura convoca y mezcla, y que la
clarividencia de su intuición y su buen oficio artesanal integraban en esos
bellos cuadros inquietantes, incómodos y turbadores. Ahora que él ya no está
más, nos queda su pintura. Tengo la seguridad de que durará más que su
generación y que la mía y que muchas otras más.
El mundo a mi alrededor se va despoblando y quedando cada
día más vacío.
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© Mario Vargas Llosa, 2017
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