Eduardo Sánchez Rugeles, un escritor venezolano "en destierro voluntario"
Nacido en 1977 en Caracas de una familia clase media, Sánchez Rugeles decidió en 2007 irse a Madrid. El motivo inicial fue estudiar una maestría, pero a seis años de distancia, ya con doble nacionalidad -pues su esposa es una venezolana descendiente de españoles- el regreso a su tierra se le antoja lejano.
Sánchez Rugeles
EL UNIVERSAL
viernes 15 de noviembre de 2013 03:28 PM
Caracas.- Como muchos venezolanos, el escritor Eduardo Sánchez Rugeles, residente en Madrid hace seis años, buscó un "destierro voluntario" para escapar de una "cotidianidad agresiva", confiesa en una entrevista con la AFP en Caracas, donde recibirá el sábado un premio por su novela "Liubliana".
"Los venezolanos que nos vamos no vivimos en una condición de exilio político si la comparamos con experiencias de otros países. Me gusta hablar más de destierro voluntario", explica Sánchez Rugeles desde su casa la capital venezolana.
Nacido en 1977 en Caracas de una familia clase media, Sánchez Rugeles decidió en 2007 irse a Madrid. El motivo inicial fue estudiar una maestría, pero a seis años de distancia, ya con doble nacionalidad -pues su esposa es una venezolana descendiente de españoles- el regreso a su tierra se le antoja lejano.
"Liubliana", la cuarta obra de este joven escritor que empezó a publicar ya radicado en Madrid -uno de los escenarios de esta novela, junto a Caracas y la capital eslovaca que da título al libro-, resultó ganadora del Premio de la Crítica a la Novela 2012 de Venezuela, galardón que recibirá este fin de semana.
Al igual que su autor, Gabriel, el protagonista de la historia, es un venezolano que se va a Madrid cansado de la polarización política y la inseguridad que marcan la vida de Venezuela, y de Caracas en particular.
"Es sentirse incómodo dentro de tu lugar, dentro de tu ciudad, no reconocerte, sentirte hastiado de esa cotidianidad caraqueña venezolana que se hizo tan agresiva, tan problemática, tan conflictiva. Fue ese no reconocerse lo que me llevó a salir a otra parte, simplemente para tener una vida más tranquila", agrega el escritor.
Sánchez Rugeles se define sin tendencia política, y asegura que el presidente Hugo Chávez, fallecido en marzo tras 14 años en el poder, fue otra de las motivaciones para su "destierro voluntario". "Quería ver la vida sin esa omnipresencia del asunto político, del 'Chávez hizo', 'Chávez dijo'", añade.
"La primera vez que voté, voté contra Chávez", dice sin tapujos el escritor, que reconoce que el mandatario gozó de una legitimidad electoral como pocos dirigentes en el mundo y que, aunque el chavismo pueda lanzar fuertes críticas a escritores disidentes, éstos nunca han sido perseguidos ni censurados.
El "amor-odio" con Caracas
Sin embargo, en la narrativa de Sánchez Rugeles, también autor de "Blue Label/Etiqueta Azul", "Jezabel" y "Transilvania Unplugged", Caracas también es protagonista.
La ciudad está presente con sus chavistas y detractores, sus tragedias, como las inundaciones de 2010, sus calles de noche que asustan y las a veces desenfrenadas reuniones caseras de adolescentes en busca de puntos de referencia.
"Es una relación de amor-odio. Caracas puede ser mala, pero no tanto. Si la conoces, se deja llevar", comenta Sánchez Rugeles, quien se atrevió a escribir en "caraqueño" pese a advertencias de los editores, que no le auguraban mucho éxito con ese lenguaje.
"Liubliana" recibió en 2011 en México la distinción Letras del Bicentenario Sor Juana Inés de la Cruz, mientras que el jurado del Premio Arturo Uslar Pietri reconoció a "Blue Label/Etiqueta Azul" por plasmar la realidad de la juventud caraqueña.
Sánchez Rugeles tiene terminada una novela infantil y trabaja actualmente en un proyecto para llevar al cine "Blue Label/Etiqueta Azul", centrada en una joven que ve en el origen francés de su abuelo su "salvación" para poder emigrar a otro país.
"Cuando era adolescente, nadie buscaba si tenía un abuelo europeo, ahora sí", concluye
"Los venezolanos que nos vamos no vivimos en una condición de exilio político si la comparamos con experiencias de otros países. Me gusta hablar más de destierro voluntario", explica Sánchez Rugeles desde su casa la capital venezolana.
Nacido en 1977 en Caracas de una familia clase media, Sánchez Rugeles decidió en 2007 irse a Madrid. El motivo inicial fue estudiar una maestría, pero a seis años de distancia, ya con doble nacionalidad -pues su esposa es una venezolana descendiente de españoles- el regreso a su tierra se le antoja lejano.
"Liubliana", la cuarta obra de este joven escritor que empezó a publicar ya radicado en Madrid -uno de los escenarios de esta novela, junto a Caracas y la capital eslovaca que da título al libro-, resultó ganadora del Premio de la Crítica a la Novela 2012 de Venezuela, galardón que recibirá este fin de semana.
Al igual que su autor, Gabriel, el protagonista de la historia, es un venezolano que se va a Madrid cansado de la polarización política y la inseguridad que marcan la vida de Venezuela, y de Caracas en particular.
"Es sentirse incómodo dentro de tu lugar, dentro de tu ciudad, no reconocerte, sentirte hastiado de esa cotidianidad caraqueña venezolana que se hizo tan agresiva, tan problemática, tan conflictiva. Fue ese no reconocerse lo que me llevó a salir a otra parte, simplemente para tener una vida más tranquila", agrega el escritor.
Sánchez Rugeles se define sin tendencia política, y asegura que el presidente Hugo Chávez, fallecido en marzo tras 14 años en el poder, fue otra de las motivaciones para su "destierro voluntario". "Quería ver la vida sin esa omnipresencia del asunto político, del 'Chávez hizo', 'Chávez dijo'", añade.
"La primera vez que voté, voté contra Chávez", dice sin tapujos el escritor, que reconoce que el mandatario gozó de una legitimidad electoral como pocos dirigentes en el mundo y que, aunque el chavismo pueda lanzar fuertes críticas a escritores disidentes, éstos nunca han sido perseguidos ni censurados.
El "amor-odio" con Caracas
Sin embargo, en la narrativa de Sánchez Rugeles, también autor de "Blue Label/Etiqueta Azul", "Jezabel" y "Transilvania Unplugged", Caracas también es protagonista.
La ciudad está presente con sus chavistas y detractores, sus tragedias, como las inundaciones de 2010, sus calles de noche que asustan y las a veces desenfrenadas reuniones caseras de adolescentes en busca de puntos de referencia.
"Es una relación de amor-odio. Caracas puede ser mala, pero no tanto. Si la conoces, se deja llevar", comenta Sánchez Rugeles, quien se atrevió a escribir en "caraqueño" pese a advertencias de los editores, que no le auguraban mucho éxito con ese lenguaje.
"Liubliana" recibió en 2011 en México la distinción Letras del Bicentenario Sor Juana Inés de la Cruz, mientras que el jurado del Premio Arturo Uslar Pietri reconoció a "Blue Label/Etiqueta Azul" por plasmar la realidad de la juventud caraqueña.
Sánchez Rugeles tiene terminada una novela infantil y trabaja actualmente en un proyecto para llevar al cine "Blue Label/Etiqueta Azul", centrada en una joven que ve en el origen francés de su abuelo su "salvación" para poder emigrar a otro país.
"Cuando era adolescente, nadie buscaba si tenía un abuelo europeo, ahora sí", concluye
Película sobre Blue Label sonará a Cayayo Troconis autor de buena parte de las melodías que se escucharán en el filme. En la obra literaria la referencia musical más notoria es la de Bob Dylan, pero por los costos de los derechos, la producción eligió al cantautor venezolano.
Por HUMBERTO SÁNCHEZ AMAYA |
HSANCHEZ@EL-NACIONAL.COM | @HUMBERTOSANCHEZ
05 DE OCTUBRE DE 2017 12:01 AM
María Gabriela de Faría será el rostro en el cine de
Eugenia Blanc, uno de los personajes principales de Blue Label/Etiqueta
azul, la popular novela de Eduardo Sánchez Rugeles, que será adaptada a la gran
pantalla por Alejandro Bellame, coautor del guion junto con el escritor.
Han pasado cinco años desde que ambos empezaron a
trabajar en este proyecto, hasta que finalmente lo concretan con el inicio del
rodaje, el 16 de octubre, saliendo de Caracas en un trayecto hacia el páramo,
un recorrido que está previsto para siete semanas.
Desde hace meses hay intriga sobre el filme a través
de las redes sociales en las que se han subido distintas imágenes; pero ayer
finalmente se conocieron los rostros de los protagonistas. Además de Blanc
interpretada por De Faría, Titina tendrá el rostro de Edmary Fuentes y el de
Vadier será el de Erick Palacios. Todavía no se revela quién será Luis. El
resto del elenco lo conforman William Goite, Alberto Alifa, Verónica Arellano,
Martha Estrada y Willy McKey.
Eso sí, el apellido de Eugenia será Bianchi, en uno de
los cambios que se dejó entrever ayer en la rueda de prensa, pues el país
coproductor de la cinta es Italia.
No es seguro que el largometraje lleve el mismo nombre
de la novela. Una opción que se maneja es Dirección opuesta, como también
se llama una canción compuesta por Cayayo Troconis, autor de buena parte de las
melodías que se escucharán en el filme. En la obra literaria la referencia
musical más notoria es la de Bob Dylan, pero por los costos de los derechos, la
producción eligió al cantautor venezolano. “También es un asunto de buscar la
universalidad con lo local”, indicó
Bellame. El título dependerá además de unas negociaciones que lleva a cabo con Diageo, propietaria de la marca de Johnnie Walker.
Bellame. El título dependerá además de unas negociaciones que lleva a cabo con Diageo, propietaria de la marca de Johnnie Walker.
El realizador dio un detalle de la trama: “Eugenia
tiene 30 años de edad y vive en Italia después de dejar Venezuela 13 años
antes. Un día recibe un mensaje de texto que le recuerda una promesa y un
aniversario. En su memoria aparece nuevamente ese amor adolescente. Era una
muchacha a punto de graduarse de bachillerato con el único objetivo de irse”.
La joven emprende entonces un viaje para encontrar a su abuelo, pieza clave
para alcanzar su objetivo. “Blue Label retrata a una Venezuela muy actual
y se proyecta de alguna manera sobre un futuro cercano que esperemos sea muy
esperanzador”, agrega.
En el libro, Sánchez Rugeles es contundente al
retratar a una Venezuela decadente y asfixiante, además de mostrar temas tabú
relacionados con la juventud. Con respecto a los señalamientos a la realidad
política, Bellame asegura que hasta ahora no habido problemas, mucho menos cuando
se buscó al CNAC para el financiamiento. “Sí puedo decir que está muy matizado,
pero no por autocensura. Pensamos que el aspecto cinematográfico mejoraba si
dejábamos eso un poco de lado”.
Por GÉNESIS HERRERA | GEHERRERA@EL-NACIONAL.COM |
@GENHERR15
09 DE OCTUBRE DE 2017 11:14 AM | ACTUALIZADO EL 09 DE
OCTUBRE DE 2017 11:41 AM
Este 16 de octubre iniciará el rodaje de la película
venezolana Blue Label/Etiqueta Azul, en Caracas. La producción es
una adaptación de la novela homónima del reconocido escritor venezolano Eduardo
Sánchez Rugeles y será dirigida por Alejandro Bellame.
El rodaje durará siete semanas y el estreno del filme se
espera para principios de 2019. María Gabriela de Faría será Eugenia, la
protagonista, y estará acompañada de actores como Edmary Fuentes y Erick
Palacios.
Debido a que el país coproductor del filme es Italia, la
ascendencia de Eugenia será italiana, a diferencia del libro, en el que es
descendiente de franceses y su apellido es Blanc.
La producción cinematográfica narra la historia de Eugenia
Bianchi, una caraqueña que vive en Europa desde hace más de 10 años y que, tras
una llamada que le recuerda una promesa de amor, rememora la etapa de su vida
en Caracas, cuando tenía 17 años y su único objetivo era irse de Venezuela.
Junto con su amigo Luis Tévez decide emprender un viaje a Los Andes para
encontrar a su abuelo europeo, incierta y única esperanza de obtener los
papeles para poder irse a dicho continente.
En la película se podrá ver a una Eugenia adulta que no deja
de evocar sus vivencias en la capital venezolana y los caminos que la
llevaron al exilio. También estará Luis Tévez, su gran amor adolescente.
Bellame, quien se encargó del guión junto a Sánchez Rugeles,
señaló que se encuentra emocionado de poder empezar este proyecto que tenía
seis años en gestación. Además, indicó que el proceso de casting ha tenido
muchísimas etapas; hace tres años habían realizado un proceso de selección que
tuvieron que detener. Finalmente, María Gabriela de Faría se hizo con el papel
de Eugenia.
“Eugenia es un personaje complejo, lleva una carga emocional
muy grande. Uno como actor no ve la dificultad en la edad del personaje que va
a interpretar, sino en todo lo demás”, aseguró María Gabriela, quien tendrá su
primera protagonización cinematográfica con este proyecto y que vive desde hace
algunos años en Los Ángeles (Estados Unidos). Además, mencionó que mientras más
tiempo pasa, más tiempo quiere permanecer en Venezuela. “Estoy muy feliz de que
este fuera el proyecto que me trajo a casa”, enfatizó.
Respecto al tema de la adaptación, el director aseguró que
fue un proceso muy largo y muy grato. Reveló que quisieron hacer un ajuste que
emulara lo que es el proceso de la memoria. “Hay esencias que se mantienen
y otras que son nuevas”, explicó.
En la obra literaria, la música juega un papel fundamental y
forma parte del hilo narrativo de la historia. Este elemento lo mantendrán en
la película y serán las melodías del venezolano Cacayo Troconis las que guíen las
escenas.
“Con Cacayo apelamos a un referente más cercano. El
acercamiento a lo nuestro podría hacerlo más atractivo hasta para el mercado
internacional”, expresó Bellame.
El equipo productor reveló que no es seguro que el
largometraje lleve el nombre de la novela; el título que podría llevar el filme
sería Dirección Opuesta. El actor que se encargará de encarnar
a Luis Tévez aún no ha sido escogido, aseguraron que se han dado más tiempo
para elegirlo.
El coguionista declaró que Blue Label fue
lo primero que leyó de Sánchez Rugeles. “Vi su potencial cinematográfico. Creo
que esta novela tiene una pertinencia con nuestra actualidad venezolana. Me
pareció totalmente oportuno”, detalló.
Blue Label/Etiqueta Azul, de Eduardo Sánchez
Rugeles
La novela Blue Label/Etiqueta Azul —galardonada
con el Premio Iberoamericano de Literatura Arturo Uslar Pietri en su edición
del año 2010—, escrita por el narrador venezolano Eduardo Sánchez Rugeles, y
que ha sido recibida con excepcional entusiasmo por los jóvenes lectores del
país, comienza con una referencia ineludible, en boca de su protagonista
Eugenia Blanc, a lo que hoy constituye el credo de una nueva camada de
venezolanos que salen del país, con un bagaje de vivencias que los convierte en
los primeros en escoger una hoja de ruta distinta a la de sus antecesores, una
frase que a modo de epígrafe dará entrada a su capítulo inicial:
—Y tú, ¿qué quieres ser cuando seas grande?
—Francesa.
U.E. Colegio S. _____________. Cuarto Grado, sección C.
2001
Alumna: Eugenia Blanc.
Su joven protagonista, caraqueña sin mayor experiencia de la
ciudad que habita pero no conoce, con una prematura visión de la vida marcada
por decepciones y ausencias familiares irreparables, en un recorrido que nos
remite a un bildungsroman, urbano y provinciano a la vez, con
elementos de una posmodernidad cuyo eco no termina de disiparse, emprende un
viaje absurdo en apariencia, en compañía de Luis Tévez y Vadier Antonio Suárez,
compañeros de estudios, semejantes a ella en su desarraigo congénito, en busca
de un abuelo desaparecido que apenas conoció, un europeo perdido en Indias,
extraviado en algún pueblo olvidado del pie de monte cordillerano, de quien
necesita obtener la posibilidad de emigrar del país arropada en el hecho de
poder adquirir la nacionalidad que aquél ostenta, como una carta a favor de su
deseo de escapar de una realidad que no entiende y le fastidia.
Vemos, en este recorrido de vida, a seres unidos por
intereses disímiles que llegan a converger por circunstancias accidentales
conforme avanza este relato, que representan distintos estratos sociales,
personas jóvenes que reniegan de un pasado que entienden como equivocado pero
que no terminan de aceptar la responsabilidad por una historia que ellos no han
escrito ni un presente que se les pretende vender como una receta única; en ese
grupo de outsiders destacan Eugenia y Luis, príncipes sin corona a quiénes
aquellos rinden admiración, cual corte de los milagros que los acepta sin
juzgarlos.
En el desarrollo de esta trama presenciamos el
derrumbamiento progresivo y la transformación no sólo es de sus personajes,
sino de una generación desengañada ante lo que consideran el fracaso
estruendoso y colectivo de una nación, que se va desmigajando entre las
contradicciones de sus individuos e instituciones, en perpetua recreación
fundacional en cada etapa de su historia remota o reciente.
A lo largo de esta travesía que se va diferenciando en cada
capítulo con títulos que aluden a referencias espaciales, ciudades o pueblos
que los viajeros recorren, nos toca presenciar cómo éstos ponen en evidencia,
en diferentes episodios hilarantes o funestos, sus mutuas diferencias, sus
propios demonios por conjurar, que los hacen buscar diversión sin freno y mostrar
irreverencia ante un establishment tropical del que se burlan
y al que desprecian, pero el amor se hace presente cuando Eugenia y Luis
logran, en instantes cortos e intensos, darle forma y consistencia a un afecto
que, pese a lo breve de su duración, tiene resonancias futuras en la vida de
Eugenia, cuando ya mujer adulta recuerde y reviva de la manera más insospechada
los instantes vividos con su amante y con el resto de sus compañeros de viaje.
No puede pasarse por alto que este libro se alimenta de los referentes
culturales propios del final de siglo y de la primera década del siguiente
milenio: giros en el habla coloquial, películas y personajes del panteón
nacional y foráneo, modas, costumbres y hábitos de seres que transitan el final
de una época y presencian el nacimiento de otra etapa de una tierra nativa que
ya no reconocen ni los reconoce; la música que escuchan, cantan y sufren, que
parece acompañar a la trama de este libro en distintos momentos y durante ese
viaje del cual regresan convertidos en adultos, son coordenadas claras que
definen muchas de las atmósferas emocionales que alimentan esta historia a un
mismo tiempo hermosa y trágica, un soundtrack donde convergen
Bob Dylan con una Paulina Rubio o El Canto del Loco con el tema musical de una serie
de televisión popular en los canales de señal cerrada.
Al final, esta narración, que empezó con el deseo de Eugenia
de ser una extranjera, nos muestra que sus expectativas se cumplen pero el
círculo de vida se abre y cierra para ella en la misma soledad que ha elegido,
en donde sus afectos y sueños quedan atrás en el país inconcluso al que ha
prometido no volver jamás.
Asuntos urgentes demandan nuestra reflexión. En esta
oportunidad, no me pronunciaré en torno a los posibles méritos o deficiencias
de una novela llamada Blue Label/Etiqueta Azul. El difícil arte que
supone hablar de sí mismo exige un sentido de la humildad, la economía de
medios y la autocrítica que, en ocasiones, dada la ambigüedad de las actitudes
humanas, suele confundirse con la prepotencia. Si Arturo Uslar Pietri, con fina
ironía, declinó hablar de sus Las Lanzas Coloradas en el
ensayo Hombres y letras de Venezuela, no pretendo refutar esa
lección. En esta ceremonia, podría improvisar una sugerente reflexión sobre los
motivos, complejos, pesquisas e intuiciones que, actualmente, configuran la
escritura en América; podría, en ejercicio lúdico, ofrecer un desmontaje
pseudoerudito del canon de nuestra historia literaria; podría imitar los
ejemplos de Roberto Bolaño, Vila-Matas o Vallejo y, alternativamente, exponer
transgresiones sagaces, ironías metaliterarias o invectivas tremendistas. Los
últimos sucesos, sin embargo, me obligan a utilizar la literatura como mero
contexto. Hoy debo hablar de otros asuntos. La revisión fragmentaria de los
ensayos de Arturo Uslar Pietri permite apreciar, a primera vista, los avatares
de una obsesión; obsesión que ha sido el epicentro de recientes insomnios,
monólogos inconclusos, refutaciones silentes y paradigmas revocados. En esta
oportunidad, sin falsos entusiasmos ni militancia maniquea, pretendo ofrecer
algunas consideraciones en relación con la más aguda de todas las
mortificaciones de Arturo Uslar Pietri: hoy, debo hablar de Venezuela. Desde
las limitaciones del ingenio, utilizaré este espacio para improvisar un Pizarrón.
Hablar de Venezuela es un ejercicio complicado. Nuestra
idiosincrasia está ensamblada sobre una frágil estructura de prejuicios, de
mitos de creación, resentimientos fundacionales e hipersensibles narcisismos
que, en la mayoría de los casos, distorsionan el sentido de la reflexión y la
intención. La autocrítica, en distintos contextos, se percibe como ofensa. La
Naturaleza y el pasado legendario suelen ser los argumentos sobre los cuales
fundamos nuestra epopeya. La condición humana, sin embargo, se pierde de vista,
se esquiva, se parodia. Si bien la crisis de hombres ha sido una constante
discursiva en la ensayística venezolana aún, públicamente, resulta espinoso
reconocer nuestra cultura imperfecta. El fracaso social sigue siendo un tabú.
Cecilio Acosta, Briceño Iragorry, Picón Salas y, en ocasiones, el propio Uslar
son pensadores antipáticos, incómodos; su transgresora lucidez atenta contra
nuestra irrefutable cultura de la grandeza.
Pasados diez años del siglo XXI, dejando de lado
esencialismos románticos, hemos de reconocer la contundencia de la derrota.
Venezuela, hoy día, es una hipótesis no resuelta. El presente, en sus múltiples
facetas, es un indicio claro de que no sabemos vivir en sociedad. La tradición,
de alguna forma, ha naturalizado la violencia; sin darnos cuenta nos
acostumbramos a la discutible dignidad del insulto y al conformismo mediocre.
Esta situación ha dado lugar a que las nuevas generaciones sean herederas de
una idiosincrasia falsa, de una virtud supuesta. Solemos definirnos,
públicamente, como un pueblo alegre; esta alegría espontánea, esta integridad
del ser dicharachero nos ha permitido configurar una especie de humorismo
trágico, de carcajada nerviosa. Quizás, como salubre ejercicio de madurez y
catarsis, sea necesario reconocer que nuestra verdadero patrimonio es el de la
tristeza; una tristeza que se funda en la imposibilidad del diálogo, en el
elogio permanente de la burla, en el miedo a los otros, la espontánea
desconfianza y la feliz ignorancia que ha dado lugar a aquello que, con orgullo
impostado, hemos definido como viveza; dudoso atributo que, en el
fondo, no es otra cosa que la lenta agonía de nuestra eticidad.
La cultura política ha convertido el siglo XIX en una ética.
La escuela nos enseña que el pasado es algo así como un destino manifiesto; que
el retroceso, desde cierto punto de vista, es una forma de avance. El ideario
decimonónico ha sido una invasiva referencia de excelencia, de verdad
incuestionable, de teología pagana. Intuyo que nuestro estancamiento
sociocultural está en clara relación con la dependencia enfermiza de ese
imaginario mundano. A este respecto, con las manos atadas en el paradigma
romántico descrito con lucidez por Luis Castro Leiva, me gustaría presentar a
la juventud venezolana una modesta propuesta:convertir el siglo XIX en
documento. Nuestro mundo es otro, las formas de lo real han cambiado de
manera rotunda. Lo diré sin ambages ni eufemismos: la pretensión de ser
bolivariano en nuestros días, además de un vago anacronismo, es una ingenuidad;
ingenuidad condicionada por el peso inevitable del tiempo, por el orden del
mundo, por la relación frenética e incomprendida entre el desarrollo
tecnológico, los modos de la rutina y los complejos escenarios de lo
contemporáneo. Si bien, en su contexto, reconozco el valor, la belleza, la
originalidad y la necesidad histórica de plantear esas inquietudes, afirmo, con
profunda responsabilidad, que los intereses de la Venezuela contemporánea no
aparecen descritos en la Carta de Jamaica.
Esa historia política, contemplativa y acrítica, ha sido la
responsable de la vulgarización de las palabras. Una revisión superficial de
los manuales de historia de Venezuela nos habla, por ejemplo, del deterioro
conceptual de la palabra revolución. Desde 1830 hasta nuestros días
asistimos a una especie de Rock en Río o concierto popular de revoluciones:
azules, amarillas, libertadoras, restauradoras, rojas, de abril, de octubre, de
reformas y un largo etcétera de inabarcables vergüenzas. A este respecto, con
súbita intuición, Ramón Díaz Sánchez expresó en su olvidado e inolvidable
ensayo sobre Antonio Leocadio Guzmán que los venezolanos, por revolución,
entienden cualquier impulso animal de rebeldía, subversión o atropello brutal
de la ley. Hoy, en 2010, creo que es legítimo tomar posición ante este descolorido
sustantivo. Yo no creo en revoluciones; sí creo, por otro lado, en la necesidad
de una profunda revisión, de un examen de conciencia común –una especie de
psicoanálisis social- en el que podamos confrontar los orígenes del conflicto y
tratar de justificar nuestra sucesiva incapacidad para constituirnos como un
colectivo si no armónico, al menos, tolerante y sostenible. Insisto, aún
corriendo el riesgo de la redundancia, en el hecho de que debemos adaptarnos a
la cronología. La historia es sólo historia, experiencia, teoría, referente,
acopio cultural, enseñanza y estímulo, pero es necesario entender que el
presente y el futuro son categorías distintas. A pesar del auge tecnológico,
del I-pad y la dependencia enfermiza del BlackBerry seguimos siendo una
sociedad feudal y mitológica. La escuela venezolana sigue contando nuestro
pasado a través del esquema de los grandes relatos, historias que complacen, de
la manera más superficial, el fanatismo de la pertenencia pero que, con el paso
del tiempo, y quizás por el abuso del discurso político, han dejado de
constituir un arraigo. La cultura del mito trasciende la cuestión decimonónica;
una sucesiva estructura de mitos modernos ha pasado a ser la marca referencial
de nuestra historia contemporánea. Miguel Otero Silva, a este respecto, subrayó
con furia en un prólogo posterior a la publicación de Fiebre las
posibles perversiones que podían suceder tras la mitificación de la llamada de
Generación del 28; aquella reflexión, como el Mensaje sin destino de
Briceño Iragorry, se perdió en el tiempo. La disciplina histórica, en este
contexto, colapsa. De manera binaria encontramos, permanentemente, la
vulgarización de la memoria: 18 de octubre de 1945; mito, de nuevo la palabra
revolución; la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, mito, relato preciosista
sobre la magnificencia de la infraestructura y el orden; luego, entre distintas
escaramuzas, se conformó una burda mitificación del afán libertario de los años
sesenta, la guerrilla, la capucha, el terrorismo ingenuo y la transgresión
banal se constituyeron en nuestro imaginario como un referente de lucha, de
libertad posible. La historia, en este ir y venir de epopeyas de serie B, no
deja de ser una nota al margen; la experiencia, las vivencias, aparentemente,
no importan.
A pesar del entorno hostil, a pesar del rencor
institucionalizado, he logrado aprehender la posibilidad de una esperanza;
esperanza real, ajena al universo pueril de las buenas intenciones y el
optimismo fatuo. Distintas experiencias me han hecho apostar por la idea de
futuro. Durante tres años tuve la oportunidad de trabajar como docente en el
difícil marco de la Educación Media caraqueña. Aquella fue una elección
personal que, más allá de la pírrica remuneración, me trajo satisfacciones
inmensas. Esa elección fue censurada por muchos compañeros de profesión,
licenciados en disciplinas humanísticas. Con ese tipo de sarcasmo cruel y
fascinante con el que letrados y filósofos empapelan sus mundos, muchas veces
fui interpelado por la supuesta vulgaridad de mi oficio. Para muchos de mis
compañeros, yo no era más que el pobre pana que sólo quedó para dar
clases en bachillerato, aquel cuyas aspiraciones –al aceptar el innoble
ejercicio de la docencia- parecían estancarse, conformarse con el escándalo
infantil e insignificante de un aula de clase. Nunca di respuestas a estos
señalamientos; mi temperamento siempre evitó el tener que justificar algo que,
entonces, no sabía expresar con palabras. En esta oportunidad, respaldado por
el perfil pedagógico Uslar, creo que podría intentar responder a esas denuncias
y, al mismo tiempo, justificar mi credo por la idea de futuro. Tal vez parezca
cursi o romántico pero entiendo que, hoy día, la cuestión de la enseñanza no es
más que un ejercicio de miradas. Sé que los jóvenes de la Venezuela del siglo
XXI sólo necesitan que alguien se tome la molestia de verlos a los ojos y
entender la infinita sucesión de paradojas que se confrontan en la
adolescencia. En las miradas de los estudiantes con los que tuve la oportunidad
de trabajar vi algo que, por lo general, echo de menos en los rostros de mi
generación; algo sencillo, algo simple, algo que nuestra tradición de fracasos
e improvisaciones ha convertido en anécdota chistosa, algo que la ignorancia
denuncia y que por una especie de determinismo social o mecanismo de defensa,
pareciera sano excluir. En aquellos ojos había, simplemente, sueños. Y educar,
a mi humilde criterio, no es más que saber canalizar e interpretar las
posibilidades de esos sueños. “A mitad del camino de la vida, ausente y
extraviado en mi selva particular” aún desconozco la mayoría de las cosas del
mundo. A veces, cuando la realidad ofrece su rostro más visceral, cuando la
muerte y la miseria imponen su criterio, dudo de la existencia de Dios, otras
veces cuestiono su bondad. Mi realidad se sostiene sobre una infinita sucesión
de dudas, contradicciones y dos o tres certezas. Una de esas certezas se funda
en la necesidad de reforzar y constituir el valor humano y trascendental de la
enseñanza.
Hablar de optimismo en Venezuela puede resultar un ejercicio
vano. El verbo soñar, incluso, inscrito en una larga tradición de descreimiento
y parodia, podría dar a mis palabras lecturas sensibleras o asimilar esta
ponencia a slogans de religiones postmodernas, inspiradas en una especie de
paganismo mercantil. Sé que las nuevas generaciones, aquellas que heredarán el
descalabro del presente, sólo necesitan inspiración, algo en qué creer, algo
que se parezca a lo que aspiran, a lo que el mundo real les exige en lugar de
la fábula festiva de los héroes amistosos que de mutuo acuerdo fundaron, a la
manera de los mundos de Leibniz, el mejor de los países posibles.
Resulta vergonzoso apreciar cómo, a lo largo del siglo XX,
los líderes políticos utilizaron a conveniencia el recurso retórico de la
patria. Desde esta tribuna, sin tener inferencias precisas, me pregunto: ¿Qué
es la patria? ¿Qué significa, en el siglo XXI, esa noción abstracta y
alienante? Mis convicciones vacilan a este respecto. Intuyo, sin embargo, que
si tuviera que elegir entre la prostituida espada de un héroe viejo y una
visión de país constituida por el bienestar de sus gentes, la calidad de vida o
la utópica perspectiva de un fin de semana sin asesinatos inútiles no tendría
mucho qué discernir. Las espadas, a fin de cuentas, no son más que piezas de
museo, objetos de un siglo que caducó. Creo con firmeza que este país sólo
tendrá un desarrollo posible cuando logremos arrancar de nuestro imaginario
toda esa retórica baldía de bayonetas, caballos moribundos y escaramuzas
devenidas en épica. Entiendo que, a la luz del paradigma oficial, hacer patria
supone expresar una sentida indignación porque la armada invencible de una
potencia extranjera utilice los puertos de Curazao para repostar combustible.
Probablemente, el hacer patria exige gritar injurias o fingir agravios ante el
mundo por la noticia de que un avión invisible sobrevoló el espacio aéreo de San
Antonio del Táchira. O, quizás, esa idea de patria exija aplaudir la compra
desmedida de armamento a las antiguas repúblicas soviéticas que, procurándose
un futuro más o menos digno, buscan en el mercado internacional obtener un
beneficio rentable de su chatarra. Si eso es hacer patria, entonces manifiesto
mi desinterés y, de ser necesario, mi renuncia. Antes que esa visión vulgar y
rastrera del arraigo me conformo con hacer literatura y, protegido por la
dignidad de las aulas, desarmado, asistido únicamente por la voluntad y el
valor del estudio, empeñarme en decirle a un grupo de adolescentes que someter
a crítica la memoria histórica de un país es el deber natural de toda
generación que aspire a la excelencia; sugerirles que la vida sólo vale la pena
ser vivida si se tiene un mínimo sentido del significado del respeto, la paz y
aquello que otras culturas entienden por la palabra libertad.
A mediados del siglo pasado, Miguel Ángel Asturias inició un
fascinante ciclo que la crítica literaria ha definido como novelas de
dictadores. También Arturo Uslar Pietri, con su Oficio de difuntos,
tomó posición en torno al relato de las sistemáticas violaciones de los
derechos humanos llevadas a cabo por regímenes de fuerza. Las dictaduras, por
fortuna, son parte del pasado de América. Existe una excepción insular, es
cierto, excepción que de manera curiosa es el modelo político de ciertos
gobiernos. Hoy día, valdría la pena plantear a los creadores de ficciones,
artistas plásticos, músicos y demás ingenieros del espíritu, la posibilidad de
constituir el ciclo narrativo de las democracias artificiales. Aquellas que,
tras una vulgarización y vigilancia opresiva del voto, propugnan ideologías sin
ideas, socialismos asociales e inventan banales efemérides con el fin de promover
conflictos innecesarios y hacer apología de la guerra. La persistencia del
discurso político por avanzar hacia el pasado produce insoportables alergias.
Asombra contemplar cómo la década perdida, aquella que se inició con la
tragedia de La Guaira, ha representado el retorno a epidemias de paludismo,
malaria y mal de Chagas; a la paulatina desaparición del agua potable y la luz
eléctrica; a la reivindicación del trueque y la indolencia creciente ante al
bandolerismo de nuestras autopistas, convertidas en caminos de tierra.
Hoy, a través de este reconocimiento, quisiera tomar
posición a favor del futuro. Creo firmemente en el poder de las palabras. Tengo
la convicción de que la literatura es inmune a la censura y al agravio, al
grito feraz del ignorante. El poder, el pobre poder, podrá utilizar sus
ministerios para amedrentar al pensamiento libre; se podrán cerrar medios de
comunicación e intimidar la voluntad de hombres y mujeres con fusiles y
ballenas pero, difícilmente, pueda constituirse algún decreto que silencie el
empeño de la voluntad, la promiscuidad de los sueños y la invulnerabilidad de
las palabras. Esa idea, justamente, es la que pretendo infundir en el aliento
mortificado de las nuevas generaciones. Mi arenga a la juventud apuesta por el
retorno a lo esencial, a la dignidad del lenguaje. Simplemente, lean, vuelvan
leer, piensen, sean autocríticos. La tolerancia sólo se construye con el
ejercicio cotidiano de la paciencia y el diálogo. Aprendan a escucharse a sí
mismos, a refutarse, a administrar con madurez la sucesión humana del subir y
el caer. Pido disculpas al auditorio por la posible pedantería de mi estilo
didáctico, no he perdido el hábito del aula y la retórica, mal acostumbrada a
las franelas beiges de los estudiantes, imita el gesto vocativo de mi oficio.
No pretendo decir a nadie lo que tiene que hacer o, mucho menos, cómo debe
vivir. Mi relación con la enseñanza es un conflicto no resuelto, un argumento
lacerante del insomnio, una cruzada particular que, probablemente, a la luz de
alguna legislación a la cartapueda ser tipificada como delito. No
es de extrañar que el humilde deseo de que este país pueda ser un lugar mejor,
según el criterio fanático de algún ministerio iletrado, sea previsto como una
inaceptable falta que merezca ser castigada con la rueda o el potro.
Tras este magma irresoluto de consideraciones intempestivas
tengo el afable deber de exponer algunos agradecimientos. Agradezco, en
principio, a la Fundación Arturo Uslar Pietri por su exagerada diligencia en
todo lo que ha representado la organización y convocatoria de este Premio
Iberoamericano de Novela. Subrayo, en este contexto, la abusiva bondad de mi
amigo Níkola Krestonosich quien, en estos días saturados de diligencias y
nuevas experiencias, se ha convertido en una especie de Virgilio, abandonado en
el averno caraqueño. Más allá del respaldo a la novela quisiera dar un
reconocimiento a la Fundación por la encomiable labor que realizan con el
Sistema de Niños y Jóvenes Escritores de Venezuela, una gesta que, sin duda,
procurará grandes beneficios. De igual forma, agradezco a los miembros del
jurado por la lectura crítica y amable que hicieron no sólo de Blue
Label/Etiqueta Azul sino también de mi incomprendida Transilvania.
Cuando, hace un año aproximadamente, comencé a redactar Blue Label nunca
imaginé que aquel trabajo solitario, aquel ejercicio de otredades,
transgresiones lúdicas, retóricas juveniles y recuerdos inconexos podría tener
la potencialidad de convertirse en texto publicado. Mis objetivos literarios, obstinadamente,
estaban enfocados en otro proyecto. Aprendí a creer en Blue Label gracias
al apoyo y el estímulo de algunas personas cercanas a mi entorno. En este
sentido, agradezco el oficio lector de mi esposa, Beatriz Castro, quien hizo
severas lecturas del manuscrito y, con suma pertinencia, denunció gazapos,
redundancias, cacofonías y defectos puntuales que mis primeras lecturas no
alcanzaron a precisar; a Cecilia Egan por su fe incuestionable en la novela;
por el mensaje de texto que, en una madrugada de octubre, me hizo llegar para
decirme que Blue Label, a pesar de estar hablada en venezolano,
había logrado tropezar con el lenguaje universal que supone el vértigo de la
adolescencia. Debo expresar también un sentido agradecimiento a Luis Yslas,
Rodrigo Blanco y a todo el equipo de mi casa virtual, el portal ReLectura. Hay
otros agradecimientos que, intuyendo la fragilidad de mi temperamento,
preferiría hacer de manera privada. Mi familia, en sus dos vertientes,
desciende de una legendaria estirpe de sensibleros que, inevitablemente, me ha
hecho depositario de un espíritu blando. La conciencia de mi debilidad, la
vergüenza y el respeto por las formas solemnes no me permiten pronunciar
algunos nombres que, por demás, sé que no hace falta mencionar.
Quisiera cerrar esta intervención haciendo referencia a un
conflicto irresoluble y omnipresente en las distintas discusiones sobre el
pasado, el presente y el futuro de Venezuela; conflicto que, últimamente, he
tropezado en múltiples foros y tertulias. Me refiero al álgido debate sobre la
venezolanidad. Hay un empeño casi fanático en demostrar la pureza del folklore,
la autenticidad de la tradición y el hermetismo de nuestra esencia. En
distintos contextos, existe una urgente necesidad por descubrir un origen supuesto,
una raíz común, un patrimonio telúrico. Esa abstracción imaginada, en
ocasiones, se enfrenta de bruces contra la refutación de lo real. La
venezolanidad es un asunto que, particularmente, no me crea conflicto. Tengo la
convicción de que la condición humana es anterior a la idea de nación y que,
seguramente, sólo lograremos ser un país digno cuando, haciendo a un lado el
juego de la idiosincrasia perfecta, trabajemos con humildad y paciencia en la
reconstrucción de aquello que Uslar Pietri definía con la sencilla y compleja
noción de valores humanos. Quizás, a los ojos del mundo, podamos
convertirnos en un referente virtuoso el día que la virtud se practique de
manera espontánea en lugar de ejercer la excelencia por encargo o la ética por
turnos a la que cierta indolencia social nos ha mal acostumbrado. El arraigo,
probablemente, sea algo indefinible; palpable, perceptible a los sentidos, pero
que trasciende las formas esenciales del lenguaje. Siempre he pensado que la
venezolanidad ha de ser algo así como esos cotidianos olvidos domésticos, como
aquellos episodios en los que la prisa o el estrés nos hacen perder de vista,
por ejemplo, las llaves de la casa. La impaciencia, en esas circunstancias, nos
obliga a buscar en lugares remotos, a remover papeles y desordenar la casa.
Tarde caemos en cuenta, con justificada vergüenza, que las llaves las teníamos
en la mano o que, distraídamente, las habíamos colocado en otro bolsillo. Tengo
la convicción de que nos encontraremos el día que dejemos de buscarnos. Algo me
dice que, perdidos, desorientados, humillados y ofendidos, aún estamos ahí y,
que de alguna forma, a pesar del envilecimiento innegable, siempre hemos estado
ahí.
Apelo, como corolario a esta reflexión desesperada, a la
autoridad poética. Quisiera prologar el punto final citando las palabras de
William Carlos Williams en su prefacio al Aullido de
Ginsgberg. Allí, el autor dice algo que a pesar de la diferencia de los
contextos nacionales redunda y simpatiza con aquello que Cesare Pavese
describió con gran tino como el oficio de vivir. Cedo la palabra al
bardo para luego volver a la guarida del silencio. Dice el poeta, también
americano: “A pesar de las experiencias más degradantes que la vida pueda
ofrecer a un hombre, el espíritu del amor sobrevivirá para ennoblecer nuestras
vidas si y sólo sí somos capaces de conservar la inteligencia, el valor, la fe
y el arte de perseverar”.
Gracias por su atención. Buenas noches
Palabras pronunciadas el 14 de mayo de 2010 en el auditorio
de la Corporación Andina de Fomento y publicadas en la revista digital
Relectura en la siguiente dirección: www.relectura.org/cms/content/view/836/84/ Foto
del autor por María José Sánchez
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