Las cucarachas y la información
27 DE OCTUBRE 2013 - El Nacional
I
De parte de las cucarachas:
Albinson me pregunta por qué no escribo de otra cosa los domingos. Que últimamente todo es política, todo es país, se queja. Tiene razón. También yo me quejo. Este domingo, por ejemplo, quería escribir sobre las cucarachas. Yo tengo una relación difícil con las cucarachas. No voy a decir que me encantan pero sí es cierto que, en algunos momentos, me producen una rara sensación, algo cercana a la piedad. Durante toda mi vida he matado demasiadas.
Lo confieso: muchas de esas muertes han sido por encargo. Mi mujer me ha convertido en un sicario muy eficiente. Pero con los años, como un francotirador que envejece y va planeando su retiro, he comenzado a pensar que es un poco injusta la valoración sobre los insectos. ¿Por qué los coquitos son bellos y simbolizan incluso la inocencia infantil, mientras sus hermanas mayores son vistas con asco y masacradas con pasión?
En uno de los cuentos de El matrimonio de los peces rojos, un libro extraordinario de Guadalupe Nettel, una familia desesperada combate una invasión de cucarachas siguiendo una conseja popular: comiéndoselas. No soportan ver cómo un animal mayor se alimenta de su especie y, entonces, deciden huir. El ceviche de cucaracha es más eficaz que el Plagatox.
“Estos animales –dice un personaje– fueron los primeros pobladores de la Tierra y, aunque el mundo se acabe mañana, sobrevivirían. Son la memoria de nuestros ancestros”. Quizás piense en esto la próxima vez. Quizás dude por un segundo, antes de empuñar la chancleta, antes de escuchar el crujido de las alas aplastándose contra el suelo.
II
De parte de la información:
A ver si te suena: el organismo fue creado para “reunir y procesar toda la información a nivel nacional, proveniente de los diferentes campos de acción, que el Supremo Gobierno requiera para la formulación de políticas, planes y programas” y para, en consecuencia, adoptar “las medidas necesarias de resguardo de la seguridad nacional y el normal desenvolvimiento de las actividades nacionales y mantención de la institucionalidad establecida”. ¿Qué tal? ¿Sí te suena conocido?
Se trata del decreto 1878, fechado el 13 de agosto de 1977, que le dio vida al Centro Nacional de Informaciones. ¿País? Chile. ¿Gobernante? Augusto Pinochet. Este nuevo ente respondía a la necesidad que tenía el dictador de modernizar su sistema de censura y represión, de presentar ante el mundo una institución menos burda y feroz que la legendaria Dirección de Inteligencia Nacional (DINA). Hay cosas que nunca cambian, identidades que no borra ningún maquillaje: la primera persona que estuvo al frente de este nuevo organismo fue un general.
El 7 de octubre de este año, según la Gaceta Oficial, se crea el Centro Estratégico de Seguridad y Protección de la Patria (Cesppa), institución que “solicitará, organizará, integrará y evaluará las informaciones de interés para el nivel estratégico de la nación, asociadas a la actividad enemiga interna y externa, proveniente de todos los organismos de seguridad e inteligencia del Estado y otras entidades públicas y privadas; según lo requiera la Dirección Político-Militar de la Revolución Bolivariana”. Más allá de la pretensión de control estatal, hay dos elementos de alto riesgo en este enunciado: la discrecionalidad que se otorga el poder para definir qué puede o no puede ser una “actividad enemiga”, y la autoproclamación que realiza una élite inventándose a sí misma como comité central de una revolución.
No estoy diciendo que vivimos en dictadura. No, al menos y obviamente, en una dictadura como las de Videla o Pinochet. Pero sí estoy diciendo que el Cesppa es una institución profundamente antidemocrática, inaceptable. Según Hannah Arendt un gobierno totalitario “destruye el único prerrequisito esencial de todas las libertades, que es simplemente la capacidad de movimiento”. De eso justamente se trata. La información es movimiento.
El 99
20 DE OCTUBRE 2013 - El Nacional
Aquella mañana, ni tibia ni fría, se levantó unos segundos antes de que comenzara a sonar el himno nacional. Fue algo repentino, sorpresivo. Como si su inconsciente acabara de sentir un calambre. Apagó el despertador de un manotazo, evitando que se activara la radio, y permaneció unos segundos estático, mirando hacia el techo, que es como mirar hacia la nada. Por fin había llegado el día, el gran día, el día definitivo. Y él no quería estrenarlo. El diputado 99 deseaba quedarse así, en la cama, sin moverse, sin salir, sin ver a nadie. Solo eso. Solo cerrar los ojos y no ver pasar la historia.
Con todo lo que ha ocurrido, con todo lo que ha hecho y deshecho el poder para conseguir un probable diputado 99, se podría escribir una gran novela de suspenso, intrigas y corrupción; un relato sobre el absurdo y oscuro manejo que ha tejido una casta dominante para gerenciar su fracaso y seguir controlando la riqueza pública y el orden institucional. La historia de un partido que, en nombre de la verdad, engaña a los ciudadanos.
Lo primero que habría que decir es que el proyecto de ley habilitante es un atentado contra el sentido común. Desde 2007 hasta el comienzo de este año, de 72 meses de trabajo, 36 han transcurrido bajo el régimen habilitante. La mitad del tiempo laboral de nuestros parlamentarios está muerto, o al menos está dedicado a faenas más intrascendentes y no su labor prioritaria, para la que fueron elegidos. No solo el diputado 99, sino también todos los otros 98, que como manada obediente sigue las órdenes superiores, están a punto de decirnos que ellos son inútiles, que no saben hacer su trabajo, que su praxis política es absolutamente prescindible. Así también se puede leer la petición de Maduro en la Asamblea Nacional. Ni siquiera siendo mayoría sirven para algo. Habilítenme, pendejos.
Porque el discurso del presidente, a pesar de las referencias eruditas, no ofreció una argumentación convincente. Demasiado Derrida y poca realidad. Y perdónenme la rima. Pero no hubo un solo planteamiento nuevo, distinto de la eterna rockola donde suenan las piezas de siempre: “La culpa es del Imperio”, “Maldita burguesía”, “No hay nadie como yo”, “No me dejes, Corazón”… Un hilo musical que el gobierno considera más potable que las promesas de Merentes y las teorías de Giordani.
Al final de su discurso, a manera de síntesis, Maduro destacó las tres razones que lo llevaban a pedir poderes especiales. La primera fue: “Para derrotar la guerra económica que se está haciendo contra nuestro pueblo”. Esta es la matriz de opinión que el oficialismo ha elegido e intenta imponer en el país. Es alienación envasada al vacío. Contaminación simbólica de alto calibre. Lo tienen todo. Tienen el capital, las leyes, las propiedades, los sindicatos… pero no quieren tener ninguna responsabilidad. Ahora la culpa es de una guerra, de un enemigo maligno. Es una propuesta tan Reagan o tan Bush que da vergüenza. ¿Acaso creen que nadie recuerda las tantas veces que nos repitieron que “la revolución” nos había salvado de “la crisis”? ¿O Chávez mintió cada vez que nos dijo que gracias al gobierno bolivariano Venezuela ya iba rumbo a ser una gran potencia económica?
El segundo motivo del resumen de Maduro fue “para acelerar las bases de la nueva ética que clama nuestra patria”. El tercero y último proponía: “Para colocar a nuestro país en la vanguardia, en la avanzada del siglo XXI”. Es difícil comentar seriamente este par de razones. Ya la inflación y los homicidios, por desgracia, nos tienen a la vanguardia del planeta. Y no hay mucho que agregar sobre la promoción ética en esta quinta república. El gobierno le ha enseñado al hombre nuevo que es mejor raspar tarjetas que trabajar.
El oficialismo quiere demostrarnos que la única forma de combatir la corrupción es con más corrupción. El 99 es un cuento cínico: la democracia es un estorbo. Para proteger al pueblo, hay que inhabilitar al pueblo.
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