Elisa Lerner: La escritura en Venezuela completa lo que la historia rompe con violencia
La ganadora del Premio Nacional de Literatura 2000 piensa que la soledad es una condición de su obra
Dice que no se merece los homenajes de la Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo y que la imposición de la Orden Alejo Zuloaga es significativa para ella, pero no por su obra –a la cual tiene la mala costumbre de restarle valor: “Tienen que entender que mi proceso de escritura es muy silvestre, de pronto me viene un personaje o una trama y trato de domesticarlos con mi escritura sonámbula”–, sino por la épica de sus padres, inmigrantes judíos europeos cuya juventud comenzó a hacerse patria en la Valencia de la década de los años treinta. La autora asume esta celebración de su trayectoria literaria como la “recompensa a una pareja de jóvenes que buscaban un sitio en Venezuela”.
Habla Elisa Lerner, autora de obras de teatro como En el vasto silencio de Manhattan (1961) yVida con mamá (Premio Juana Sujo, 1976) o ensayos como Una sonrisa detrás de la metáfora (1969) y Premio Nacional de Literatura del año 2000; una figura central de la vanguardia literaria venezolana de finales de la década de los años cincuenta y principios de los sesenta que se resiste a que la llamen intelectual y prefiere definirse como una planta “que comienza a germinar y da hojas que no son verdes sino de papel”.
Aunque no se considera uno de los personajes más visibles de Sardio, hacerla recordar este movimiento es una estrategia para sacarle una sonrisa. Cuenta que más que la consciencia de la revolución literaria, le hizo descubrir el mundo. Todo comenzó en el Liceo Fermín Toro, donde la juventud la unió a quienes luego se convirtieron en protagonistas de la cultura nacional: Adriano González León, Rodolfo Izaguirre y Guillermo Sucre, entre otros. Recuerda que, a pesar de ser unos adolescentes, el acontecimiento que marcó a su generación fue el golpe de Estado de 1948. “Era la época de la caída de Rómulo Gallegos y para nuestra generación fue como si un mago maligno nos dividiera en dos la realidad y la escritura en Venezuela completa lo que la historia rompe con violencia”, recuerda la autora de Yo amo a Columbo (1979).
—¿De eso se trataba Sardio? ¿De intentar recomponer, a partir de la literatura, lo que la dictadura había roto?
—Yo era una muchachita y ellos empezaron a reunirse y me incluyeron. Nos conocimos en el año 1949, pero no fue sino hasta el año 1956 que hacen una reunión en casa de Adriano y yo conozco allí a Salvador Garmendia. Todavía no era propiamente un grupo. Eso se fue formando lentamente. Aquello [Sardio] fue más bien una amistad frente al desconsuelo de que este país era nada más que cemento, y a veces cemento ensangrentado. Era una época muy difícil porque entonces se sabía que había un gran dolor histórico.
—Decía Garmendia que entonces había un compromiso de los escritores con la sociedad.
—En nuestro país, lo civil siempre ha sido como un susurro frente al estruendo de lo militar. El escritor en Venezuela siempre ha sido un personaje secundario, porque ha habido siempre otro estruendo.
—¿Qué le enseñó Sardio?
—Los recuerdos a veces pertenecen más al reino de la imaginación que al dominio del pasado. A Sardio le debo mucho afecto: ellos aseguraban que yo era una escritora sin haberles mostrado ni una línea de lo que tenía por allí. Tenía una visión de las escritoras muy distinta a lo que era.
—¿Y ahora se parece más a esa visión de la autora que tenía entonces?
—Creo más bien que existe una soledad que da la bienvenida a lo que una va escribiendo. Hay que ser anfitriona silenciosa en la soledad para recibir la literatura. Creo que en mi generación pudo haber habido más escritoras, pero pienso que la dictadura llevó a muchas mujeres a llevar una vida más confortable y la literatura no es la comodidad.
—¿No le parece que eso ocurre hoy también?
—Hoy hay más escritores y eso es bueno. No sé si todos quedarán. Es raro entretener con la escritura, la imaginación o la metáfora esa terrible soledad de la vida. Pero descubrir que escribir puede ser un entretenimiento frente al dolor y la oscuridad no se hace de inmediato, por eso muchas mujeres de mi generación no optaron por esta.
—El Nobel de Literatura lo ganó Alice Munro, una autora que ha hecho carrera en el género del cuento y tiene una posición similar a la suya, que prefiere un género breve como la crónica y reta la aparente preferencia de la gente por las novelas.
—Creo en la escritura, no en los géneros, que vienen a ser límites geográficos a la palabra. Nuestro tiempo es fragmentario y a esto solo se puede responder con una escritura similar. Antes hubo un tiempo de grandes argumentos en las novelas que tenían precisión única y pretendían ser una visión absoluta, como teológica de la realidad. Hoy sabemos que todo es más fugaz y ante eso no podemos responder con las novelas del pasado.
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