Carlos Cruz Diez
Cromointerferencia de color aditivo (detalle)
Por CATHERINE MEDINA MARYS
01 DE JULIO DE 2017 03:00 AM | ACTUALIZADO EL 01 DE JULIO DE
2017 03:05 AM
Eugenia Blanc y María Eugenia Alonso no solo son tocayas a
medias: ambas comparten el hecho de ser jovencitas de 18 años que sienten un
profundo disgusto por la cultura de su país natal y desean desesperadamente un
cambio de suerte al partir al extranjero. El hecho de que las protagonistas de Blue
Label de Eduardo Sánchez Rugeles e Ifigenia de Teresa
de la Parra tengan estos rasgos fundamentales en común a pesar de estar
separadas por poco menos de un siglo de literatura solo puede significar una
cosa: nuestros actuales impulsos de evasión y nuestra necesidad de emigrar no
son cosa exclusiva del nuevo milenio. Nos caracterizan y acompañan desde el
siglo pasado, cuando nuestros literatos y dramaturgos decidieron escribirlo con
tinta para grabarlo en nuestro imaginario.
En el siglo XX el teatro venezolano decanta la experiencia y
conocimientos adquiridos después de casi un siglo de independencia y comienza a
moldear la dialéctica que lo caracterizará cincuenta años más tarde, haciéndolo
objeto de estudio a nivel internacional.
Por increíble que parezca, la dictadura de Juan Vicente
Gómez marcó un hito en el desarrollo del discurso escénico venezolano. Primero,
la llegada del cinematógrafo aunada a la autocensura –característica
fundamental de cualquier dictadura– sentaron los inicios del cine documental en
Venezuela ya que los primeros cineastas, para evitar el riesgo de recrear una
historia que ofendiera al régimen, se limitaban a documentar costumbres y
tradiciones.
Algo parecido ocurre con la dramaturgia venezolana. A partir
de 1900 las piezas comienzan a ser más realistas en tanto y en cuanto toman
como referencia la sociedad venezolana y relacionan esta esfera pública
directamente con la esfera privada del personaje, a diferencia de lo que
ocurría el siglo pasado. Se perfilan entonces dos posibles maneras de
representar este hecho: de forma dramática o cómica.
“El personaje teatral es un desarraigado por excelencia, de
lo contrario no le ocurrirían cosas dignas de ser contadas”, opina el crítico
Leonardo Azparren Giménez. Lo cierto es que el desarraigo del personaje con
respecto al entorno que lo rodea se convierte en el motor de arranque de piezas
como Las sombras de Salustio González Rincones y El
motor de Rómulo Gallegos, cuyos protagonistas lidian con la
desigualdad y la frustración de no poder pertenecer completamente al esquema
social bajo el cual nacieron. La dramaturgia de los primeros diez años del
siglo XX confronta al público con su país de forma directa, por eso no es de
extrañarse que los productores teatrales, temerosos de ofender al Gobierno,
hayan declinado el llevar a escena estas que, para el bien de muchos y para el
mal de pocos, se constituían en una transgresión a la literatura evasiva y
conciliadora de la época.
La comicidad –que es otra de nuestras características más
representativas– es un discurso que comienza a desarrollarse al mismo tiempo de
la mano de exponentes como Leoncio Martínez, padre de Salto atrás.
Pero el sainete, con la carga de costumbrismo que lleva, cobraría mayor fuerza
con el final de la dictadura y la llegada de algo que nos hemos acostumbrado a
ganar y perder a lo largo de nuestra historia: la democracia.
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