Razón del nombre del blog

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El por qué del título de este blog . Según Gregorio Magno, San Benito se encontraba cada año con su hermana Escolástica. Al caer la noche, volvía a su monasterio. Esta vez, su hermana insistió en que se quedara con ella,y él se negó. Ella oró con lágrimas, y Dios la escuchó. Se desató un aguacero tan violento que nadie pudo salir afuera. A regañadientes, Benito se quedó. Asi la mujer fue más poderosa que el varón, ya que, "Dios es amor" (1Juan 4,16),y pudo más porque amó más” (Lucas 7,47).San Benito y Santa Escolástica cenando en el momento que se da el milagro que narra el Papa Gregorio Magno. Fresco en el Monasterio "Santo Speco" en Subiaco" (Italia)

lunes, 24 de julio de 2017

Un dia como hoy, 24 de julio, nacio en Caracas en el año 1783, el LIbertador Simon Bolivar

POLÍTICA Y RESISTENCIA. EL MOMENTO QUE VIVIMOS
Antonio Sánchez García | julio 22, 2017 | Web del Frente Patriotico
No fue con tartufos y burócratas que se fundó está República. Ni será con ellos que Venezuela volverá a ser independiente. Será con la decisión, la voluntad y el coraje de quienes están dando su vida en resistencia. 
Antonio Sánchez García @sangarccs 
A los mártires de la Resistencia
Neville Chamberlain fue un gran político y un inglés ejemplar (Birmingham18 de marzo de 1869 - Heckfield9 de noviembre de 1940)  político conservador británicoPrimer Ministro del Reino Unido entre el 28 de mayo de 1937 y el 10 de mayo de 1940. Es famoso por su política de apaciguamiento con respecto a la Alemania nazi y la Conferencia de Múnich de 1938.. Elegante, aristocrático, flemático como correspondía a un británico perfecto del Siglo XIX. Signado por la desgracia de haber sido el hombre inapropiado escogido en un momento inadecuado para enfrentar una situación inesperada. Creyó, con la mejor buena fe, que Hitler podía ser amansado con el poder de la palabra justa, las buenas maneras perfectas y la elocuencia exacta de un parlamentario inglés curtido en discusiones en el seno de la corte imperial. Y que la crisis mortal ya desatada con la entrada de Alemania en guerra el 1 de septiembre de 1939 – la nefasta invasión a Polonia –  podía ser mantenida en los estrictos márgenes de un conflicto regional bajo la normas del derecho público internacional. Como correspondía a las guerras europeas del pasado. Fue más lejos: midiendo la brutal crisis imperial desatada por el caporal austriaco al frente de la primer potencia militar del planeta con la balanza de un abastero creyó que para evitar que las cosas pasaran a mayores bien valía hacerle algunas concesiones al Führer pangermánico. Un pedazo de territorio fronterizo por aquí, un corredor por allá, un reacomodo según los clásicos trapicheos de los enfrentamientos imperiales del siglo XIX. Como diría Churchill: dar de comer al cocodrilo esperando ser su última presa.
             En realidad, Chamberlain pertenecía a la tradición de ese león británico que dominara los mares, desde la caída y decadencia del imperio español. Con un defecto descomunal que en política suele pagarse muy caro, incluso con la vida y la tragedia de pueblos enteros: era el político más destacado con que contaban los reyes aunque adolecía de una grave miopía frente a los profundos cambios que se desataran en la Europa de entreguerras, la profundidad del efecto Hitler sobre la nación alemana, la naturaleza del nacionalsocialismo, la revitalización de la eterna enemistad de Alemania con Francia y Rusia, pero por sobre todo ignaro de los profundos cambios sociopolíticos impuestos por el totalitarismo hitleriano, anticipados por las mentes más lúcidas del conservadurismo como inherente al proceso de industrialización y masificación de la sociedad europea: se enfrentaba a un Estado Total, dueño de una dictadura total, con una sociedad soldada totalitariamente por el totalitarismo estatal, armada hasta los dientes y dispuesta a jugar su sobrevivencia desatando, por primera vez en la turbulenta historia de la humanidad desde Julio César, una guerra de exterminio total. Una realidad anticipada hacía más de un siglo por el pensador español Donoso Cortés y el francés Alexis de Tocqueville, capaz de llevar a cabo guerras totales como la anticipada por Carl von Clausewitz.
             La guerra de Hitler comenzó el 1 de septiembre de 1939. En tan solo nueve meses Alemania se había apoderado de la Europa continental, del Atlántico a los Urales y sólo una extraña vacilación en que incurriera Hitler, que permanece sumida en el misterio – de esos de los que están llenos los anales – frenó la aniquilación de las tropas aliadas que huían desesperadas desde las playas de Dunkerque, permitiendo que más de trescientos mil soldados británicos y canadienses salvaran sus vidas y, con ello, la reserva estratégica para que el hombre de la circunstancia, quien poseía la visión histórica del estadista y tenía perfecta conciencia de que en sus manos estaba la salvación no sólo de Inglaterra, sino del mundo civilizado, apretara entre sus manos los proyectos conciliatorios y dialogantes de Chamberlain, les prendiera fuego y usara la pequeña antorcha para encender uno de sus clásicos habanos: Winston Churchill. La contrafigura física, política y espiritual de Chamberlain. Que en esos cinco días de mayo de 1940, posiblemente los cinco días más trascendentales de la historia humana, asumiera el mando del imperio británico, se hiciera cargo de la dirección de la guerra, comprimiese en su puño todo el sentimiento libertario de una nación acorralada, a la que, conmovido y con voz tremulante no le ofreció promesas ni le entonó cantos de sirena, sino que comprendiendo que en casos semejantes sólo la verdad es revolucionaria le habló a su pueblo sólo para ofrecerle “sangre, sudor y lágrimas” enviándole simultáneamente el siguiente mensaje radial, palabras más palabras menos, a su mortal enemigo: “si llegáramos a ser desalojados de Inglaterra moriré en cualquier lugar en donde me encuentre la vida, peleando, rodilla en tierra, contra el nazismo hitleriano”. Cinco años después visitaba las ruinas del bunker del Tiergarten en el que su derrotado enemigo se quitara la vida y uno de sus guardaespaldas le rociara unos bidones de gasolina prendiéndole fuego. Churchill era un hombre de palabra. Había convertido al monstruo apocalíptico en un montón de cenizas. 
            A su manera, guardando las debidas distancias de tiempo y lugar, si bien en una circunstancia semejante para los destinos de la humanidad, Simón Bolívar, derrengado, quebrantado y al borde de la pérdida de sus capacidades físicas, sentado casi agónico en una silla de baqueta en un ranchito de Pativilca, en la sierra peruana, anticipó esa grandeza de un estadista puesto por la historia en la cima brumosa que separa la grandeza del héroe de la miseria del politicastro. Y la gloria que separa a quien lucha incansablemente tras la victoria de la humillación de quienes sólo negocian la derrota. A fines de 1823, encontrándose gravemente enfermo, recibió la visita del embajador de Colombia en Lima, Joaquín Mosquera, que venía a entregarle su cargo y quien a punto de soltar las lágrimas al ver el estado cuasi moribundo del Libertador, le expresó su angustia ante el desastre que se avecinaba. Señalándole el poder aparentemente invencible de las tropas de Canterac, el general español al mando de más de doce mil soldados veteranos de las guerras napoleónicas y fuertemente armados y atrincherados en las alturas andinas, le manifestó su angustia ante las debilidad de las fuerzas independentistas. “¿Qué hará Usted, general, ante una situación tan desesperada”. Bolívar, consumido en fiebre y en estado calamitoso, elevó el rostro y echando llamas por sus ojos consumidos por la fiebre le respondió sin dudar un instante: “¡Triunfar! ¡Triunfar! ¡Triunfar!” Poco después Sucre obtenía la victoria en Ayacucho y el Imperio Español sufría la más determinante de sus derrotas: perdía el continente americano
En muchos sentidos, vivimos los venezolanos una situación semejante, si bien nuestras luchas no persiguen la derrota de un imperio sino el fin de una dictadura. Con todo lo que ello implica para el continente, pues el objetivo real se encuentra del otro lado del Caribe y tendrá efectos también determinantes para el futuro de América. No combaten contra un mal gobierno sino contra un régimen tiránico. Ni luchan por establecer la República, sino por salvarla. Pero del mismo modo que los ingleses se veían entorpecidos por los apaciguadores, del mismo modo en momentos tan trascendentales como los que vivimos, sobran los miopes y conciliadores  que se niegan a enfrentar la situación con la grandeza con que la han hecho aquellos jóvenes dispuestos a dar sus vidas en defensa de la libertad. Y la han dado. Creando las condiciones del acorralamiento internacional de la satrapía y poniendo en pie de guerra a una ciudadanía que sigue el ejemplo y responde a la necesidad de enfrentarse al régimen en todos sus terrenos, cualesquiera ellos sean. En el de la calle y en el de las elecciones. Ya aparecen los tartufos que quisieran apropiarse de las epopeyas libradas a pecho descubierto por nuestros mártires y protestan indignados “por la anarquía” que propician quienes no temen enfrentarse a la tiranía y proceden sin pedir permiso a la burocracia política de los viejos partidos del sistema para paralizar el país.  
No fue con tartufos y burócratas que se fundó está República. Ni será con ellos que Venezuela volverá a ser independiente. Será con la decisión, la voluntad y el coraje de quienes están dando su vida en resistencia. Quisiera recordar otro capítulo de aquellos tiempos heroicos que vieron nacer a la Venezuela que nuestra resistencia ha vuelto a poner en la memoria. Lo cuenta José Antonio Páez en sus memorias: 

“Esto resuelto, convoqué a todos los vecinos de la ciudad de San Fernando a una reunión, en la cual les participé la resolución que tenía de abandonar todos los pueblos y dejar al enemigo pasar los ríos Apure y Arauca sin oposición, para atraerlo a los desiertos ya citados. Aquellos impertérritos ciudadanos acogieron mi idea con unanimidad y me propusieron reducir la ciudad a cenizas para impedir que sirviese al enemigo de base de operaciones militares muy importantes, manifestándome además que todos ellos estaban dispuestos a dar fuego a sus casas con sus propias manos cuando llegara el caso y tomar las armas para incorporarse al ejército libertador. Ejecutóse así aquella sublime resolución al presentarse el ejército realista en la ribera izquierda del río. ¡Oh! ¿Tiempos aquellos de verdadero amor a la libertad” 

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