VENEZUELA, ESTADO
DE GUERRA
Antonio Sánchez García | julio 19, 2017 | Web
del Frente Patriotico
Bellum Omnia Contra Omnes:
la guerra de todos contra todos. La máxima de Thomas Hobbes que, según el gran
pensador inglés, caracteriza el estado natural de las relaciones sociales entre
los hombres, tal como lo describe en El Leviatán, su obra cumbre, habría
determinado la necesidad de fundar y establecer el aparato de Estado, único
poder omnipotente capaz de mantener esa tensión primigenia de máxima violencia
dentro de los marcos tolerables de una convivencia relativamente pacífica.
Sobre la base del establecimiento de dos formas de organización política: la
soberanía – “un alma artificial que da vida y movimiento al cuerpo
entero” [1]– la de institución y la de
adquisición. La República establecida por consenso entre las partes, y la
impuesta por la violencia del asalto por parte del vencedor de la eterna y
fragorosa contienda que define la esencia de la política. Fue Carl Schmitt,
tres siglos después, quien dividió, a su vez, el Estado por adquisición de
manera violenta entre dictadura comisarial y dictadura soberana. Y definió al
tirano como tirano por origen o por desempeño. Por encargo de una institución,
como el senado romano, la primera, y por asalto de un nuevo poder soberano,
como el bolchevismo soviético, el segundo. Tirano por origen, Fidel Castro.
Tirano por desempeño, Nicolás Maduro.
Venezuela ha perdido, por el empuje del
golpismo militar – su cáncer congénito – que descalabrara con el golpe de
Estado del 4 de febrero de 1992 el frágil equilibrio de las instituciones
establecido a partir del 23 de enero de 1958, la república por institución. Y
desencajado el consenso, con la ominosa complicidad de los sectores civiles que
firmaran y traicionaran el Pacto de Punto Fijo, ha comenzado una desesperada
carrera de regreso al estado ante bellum, el que, según el mismo Hobbes,
subyace larvado a toda estabilidad institucional: el “estado de guerra”.
El estado se institucionaliza y la
democracia se impone, como sucediera tras la máxima jornada política del Siglo
XX venezolano, por el miedo de los vencidos a una muerte violenta. Máximo
argumento real de la política en tiempos de crisis orgánica: el horror a una
muerte violenta. Dice Hobbes: “Las pasiones que inclinan a los hombres
a la paz son el temor a la muerte, el deseo de las cosas que son necesarias
para una vida confortable, y la esperanza de obtenerlas por medio del trabajo.” Único
temor que conmueve al tirano: sufrir ese horror de una muerte violenta, como el
cabillazo que pusiera fin a la tiranía de Gadaffi, la horca de Sadam Hussein,
el despellejamiento de Mussolini, el acorralamiento de Hitler por las tropas
soviéticas, su suicidio e incineración, el destino final de Ceaușescu. La
frase definitoria de la circunstancia la emitió el general Llovera Páez con la
máxima lucidez posible, perfectamente descriptiva del momento histórico que
vivía Venezuela, cuando instara a confesar la derrota, reconocer la victoria
del enemigo – el pueblo en armas – e irse, por una sola razón: “el
pescuezo no retoña”. Sin esa amenaza real, no ha habido dictador en la
historia que haya cedido el Poder de buen grado. Siendo esa muerte violenta la
única amenaza real más poderosa que la vanidad que lo ha llevado a hacerse del
poder.
Volvamos a nuestra circunstancia. Lo que los factores enfrentados no han
querido reconocer desde que se rompiera el celofán del precario entendimiento
liberal democrático que, derrumbado, permitiera el asalto de las fuerzas castro
comunistas venezolanas, el 11 de abril de 2002, es que ni entonces ni nunca
desde entonces hubo un vencedor y un vencido en esta guerra del Estado contra
la sociedad civil. Venezuela lleva quince años en estado de guerra. O, como lo
definiera Carl Schmitt en plena modernidad: en “estado de excepción”, vale
decir, sometida a un poder que ha extraviado su anclaje institucional y navega
a la deriva, carente de un claro, suficiente y eficiente soberano.[2] La mejor definición de la situación de
excepción vivida desde la derrota, renuncia y restablecimiento en el Poder de
Hugo Chávez, la encuentro en un pasaje de la cuarta de las clases dictadas por
Michel Foucault en el Collège de France, el 4 de febrero de 1976, publicadas
bajo el título HAY QUE DEFENDER LA SOCIEDAD: “desde el momento en que los
vencidos prefirieron la vida y la obediencia, con eso mismo reconstituyeron una
soberanía” – drásticamente quebrantada por la sociedad civil con el concurso de
las FANB, reconstituida por la traición de algunos de los protagonistas civiles
y uniformados – los provisoriamente vencidos, ante la suprema debilidad de sus
vencedores, “hicieron de su vencedores sus representantes, volvieron a instalar
un soberano en lugar de quien había sido abatido por la guerra. De modo que la
derrota no funda una sociedad, esclavitud, servidumbre, de una manera brutal y
al margen del derecho, sino que lo ocurrido en esa derrota, tras la batalla
misma, tras la derrota misma, y en cierta forma independientemente de ella, es
el miedo, la renuncia al miedo, la renuncia a los riesgos de la vida. Esto es
lo que abre las puertas del orden de la soberanía y un régimen jurídico que es
el poder absoluto. La voluntad de preferir la vida a la muerte: esto va a
fundar la soberanía, una soberanía que es tan jurídica y legítima como la
constituida según el modelo de la institución y el acuerdo mutuo.”[3] Una soberanía formalmente legítima, pero en
realidad frágil y derivada en tanto no logra aplastar las fuerzas
potencialmente opositoras, que hoy pugnan definitivamente por asaltar el Poder
si bien bajo las existenciales, lamentables y patéticas vacilaciones de una
dirigencia política periclitada, absolutamente incapaz de estar a la altura de las
graves circunstancias. Reproduciendo así la trágica circunstancia con que el
gran historiador inglés Max Hasting define la causa principal de la Primera
Guerra Mundial: una gran crisis enfrentada por un liderazgo enano.
Es el estado de guerra y el impasse existencial en que nos
encontramos: “La soberanía, en consecuencia, se constituye a partir de una
forma radical de voluntad, forma que importa poco. Esta voluntad está ligada al
miedo y la soberanía no se forma jamás desde arriba, es decir, por una decisión
del más fuerte, el vencedor o los padres. Se forma siempre por abajo,
por la voluntad de quienes tienen miedo…Ya se trate de un acuerdo, una batalla
o una relación padres-hijos, de todos modos encontramos la misma serie:
voluntad, miedo y soberanía.”
Pero aún no llegamos al meollo de la definición de lo que verdadera y realmente
constituye el estado de guerra hobbesiano, tal como hemos comenzado a vivirlo
ya desembozada y descaradamente desde la muerte de Hugo Chávez y la
entronización de la satrapía – dictadura colonizada por Cuba – de Nicolás
Maduro. Ella lo constituye el juego de representaciones en que el más poderoso
reconoce su impotencia en someter al más débil. Y el más débil reconoce carecer
del poder arrollador como para derrotar y vencer al más fuerte. El
Estado de guerra imperante es el frágil equilibrio de dos impotencias. Pues
¿de qué depende el curso de este estado de guerra? Dice Michel Foucault“Del
juego entre tres series de elementos. El primer lugar, representaciones calculadas:
yo me imagino la fuerza del otro, me imagino que el otro se imagina mi fuerza,
etcétera. Segundo, manifestaciones enfáticas y notorias de voluntad: uno pone
de relieve que quiere la guerra y muestra que no renuncia a ella. Tercero, por
último, se utilizan tácticas de intimidación entrecruzadas: temo tanto hacer la
guerra que sólo estaría tranquilo si tú la temieras al menos tanto como yo e,
incluso, en la medida de lo posible, un poco más. Lo cual quiere decir, en
suma, que ese estado que Hobbes describe no es en absoluto un estado natural y
brutal, en el que las fuerzas se enfrenten directamente; no estamos en el orden
de las relaciones directas de fuerzas reales. Lo que choca, lo que se enfrenta,
lo que se entrecruza, en el estado de guerra primitiva de Hobbes, no son las
armas, no son los puños, no son unas fuerzas salvajes y desatadas. En la guerra
primitiva de Hobbes no hay batallas, no hay sangre, no hay cadáveres. Hay
representaciones, manifestaciones, signos, expresiones enfáticas, astutas, mentirosas;
hay señuelos, voluntades que se disfrazan de lo contrario, inquietudes que se
camuflan de certidumbres. Nos encontramos en el teatro de las representaciones
intercambiadas, en una relación de temor que es una representación
temporalmente indefinida; no estamos realmente en la guerra. Lo cual quiere
decir, en definitiva, que el estado de salvajismo bestial, en que los
individuos se devoran vivos unos a otros, no puede aparecer en ningún caso como
la caracterización primordial del estado de guerra según Hobbes. Lo que
caracteriza a ese Estado de Guerra es una especie de diplomacia infinita de
rivalidades que son naturalmente igualitarias. No estamos en ‘la guerra’;
estamos en lo que Hobbes llama precisamente ‘estado de guerra’. Hay un texto en
que dice ‘La guerra no consiste únicamente en la batalla y combates concretos;
sino en un espacio de tiempo – el estado de guerra – en que está
suficientemente comprobada la voluntad de enfrentarse en batallas.”
Si bien llevamos diecisiete años navegando en este estado de excepción, sólo
llevamos tres años viviendo en ese espacio de tiempo que es el “Estado de
Guerra”. Muerto Chávez, la orden imperativa de los Castro que Nicolás Maduro ha
asumido como imperativo político militar, ha sido la de devastar, destruir y
aniquilar la existencia de la base social, material y espiritual de nuestra
democracia: aplastar a la sociedad civil, su contrincante y objetivo real. Una
tarea materialmente imposible por dos motivos: es la expresión cabal de la
soberanía, ya dispuesta a asumir el protagonismo del enfrentamiento y en estado
pre bélico; y es la sustancia de la Patria que en ella sobrevive. Como se
hiciera manifiesto ante el mundo entero con la gigantesca manifestación de
voluntad democrática expresada este domingo 16 de julio, el estado totalitario
está aislado y sólo se sostiene en la fuerza bruta y homicida que le prestan
unos ejércitos corruptos y pandillas hamponiles, en el mejor estilo
nazifascista. Hemos alcanzado así, y sólo gracias a la horrenda traición
de las fuerzas armadas, principal instrumento del doblegamiento imposible de
nuestra población, un impasse irreductible de impotencias recíprocas.
¿Puede ese impasse estabilizarse, entronizarse y mantenerse de manera
indefinida? De ninguna manera. Su resolución es una necesidad física e
histórica de sobrevivencia. O ellos o nosotros. Tertium non datur. La derrota
del régimen es inevitable. Está a las puertas.
[1] Thomas Hobbes, Leviatán, Introducción.
FCE, Buenos Aires, 1992. “El Leviatán es un monstruo de raza bíblica, integrado
por seres humanos, dotado de una vida cuyo origen brota de la razón humana,
pero que bajo la presión de las circunstancias y necesidades, decae, por obra
de las pasiones, en la guerra civil y en la desintegración, que es la muerte.”
Prefacio al Leviatán, Manuel Sánchez Sarto, Op.Cit. Pág. XII.
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