Notiespartano 23 Julio, 2017
Hoy, en el siglo XXI, la verdad siempre tiene una cámara que
la grabe. Por eso resulta poco menos que risible ver a Nicolás Maduro diciendo
que la consulta popular realizada por los venezolanos el pasado 16 de julio de
2017 apenas alcanzó 600 mil votos. Da risa, pero –seamos sinceros- también es
un insulto. No se puede ser tan ciego o tan cínico. Como bien le respondieron a
través de las redes, sí, conseguimos 600 mil votos, pero solo en el exterior.
Los otros 7 millones de votos fueron en el propio patio de la revolución: en
Venezuela. Ni vale la pena ocuparse de las declaraciones de otros dirigentes
del chavismo encargados –penosa tarea- de minimizar la gigantesca rebelión
civil que ocurrió ese domingo. Una millonaria manifestación de repudio al
régimen de Nicolás Maduro que fue ejercida, demostrada y grabada en todo el
planeta. Millonaria en votos, se entiende. Desde pueblos remotos e
impronunciables en Canadá o Italia, entonando cánticos en el metro de Santiago
de Chile, reconociéndose unos a otros en las calles de Honduras, Zurich y Nueva
York, en la puerta del Sol en Madrid, un poco más allá en Tenerife, hondo y
lejos en Australia o anticipando los relojes en Dubai. Y así, por donde había
vida civilizada, mesa y bolígrafo, allí había un venezolano formando parte del
lapidario plebiscito contra la dictadura que hace trizas al país desde hace ya
largos 18 años. Quizás no ha habido un día en nuestra historia así. Nunca como
ese domingo hubo tanta bandera venezolana en las calles del mundo. Nunca una
diáspora pronunció su dolor y su entusiasmo de forma tan unánime y
multitudinaria.
Porque el azar escribe como escribe, con esa prosa
espontánea y tajante, me tocó ejercer mi voto en Miami. Ya venía impactado por
lo que transmitían las redes. Por las colas de ciudadanos tejiendo vueltas a
las manzanas de la Candelaria, en Caracas. O por la masa apretujada y sin miedo
en la Bombilla de Petare. Gente mucha, en ese barrio popular, naufragando en
las limosnas del salario mínimo y las bolsas de comida CLAP. En fin, ya venía
con el ánimo en alza cuando finalmente llegué a la Universidad de Miami en
Coral Gables. Y entonces mi entusiasmo trocó en asombro. El estacionamiento del
campus universitario estaba colapsado. Sé que la mayor cantidad de emigrantes
venezolanos han recalado en Florida. Que Miami es la urbanización de clase
media más grande de Venezuela. Ahora bien, una cosa es tropezarte a un
venezolano aquí y otro allá, conseguirte a una familia cumanesa en el
Publix, saludar a cada instante a maracuchos y larenses en el Sawgrass o
en un Walmart, comer arepas en Downtown o abrazar amigos en el Doral, y otra
sensación muy distinta es verlos a todos juntos, a conocidos y miles y miles de
desconocidos que, con la bandera en la gorra y el nudo en la garganta, hacían
ese día una cola infinita. Era no solo la cola del exilio, del arraigo en
ristre y la nostalgia en vilo, sino la cola del futuro, del camino de regreso a
los abuelos y primos, del reencuentro con el origen. Confieso que estuve
conmovido sin pausa durante las dos horas que estuve serpenteando por la
inacabable fila de votantes bajo un sol calcinante. Es demasiada gente la que
se ha ido del país. Manadas enteras de familias que andan con la lágrima en la
orilla de las pupilas, que han tratado de entender lo que pasó con sus vidas,
que desde lejos observan el itinerario de nuestra desgracia y no se resignan a
ser distancia y convertirse en olvido. Con cada venezolano que hablé había un
estropajo de dolor en los adjetivos. Y uno se pregunta, ¿es así de indolente el
poder?, ¿envanece tanto que le das la espalda a la tragedia que causas?,
¿es así de inescrupuloso el dinero a manos llenas?.
Una cosa es teclear la frase “el éxodo más grande de nuestra
historia” y otra es verle los ojos, escucharle el paso a cada emigrante,
sentirles el acento, la sonrisa oriental, el guiño zuliano, la picardía caribe,
la prosa caraqueña, en definitiva, el gentilicio asomado en todos los rostros.
Punza el alma ver el tamaño de la herida derramada por códigos postales que no
nos pertenecen.
Pero ese domingo inolvidable que nos regalamos entre todos,
ese domingo del 16 de julio donde, en todos los rincones de la tierra y en cada
calle y suburbio del país, pronunciamos nuestra necesidad de ser libres, donde
subrayamos el gen democrático que nos define y donde afirmamos nuestro repudio
a tanta estafa disfrazada de paraíso, ese domingo no puede, no debe, ser en
vano. Nadie olvida las muertes de los cien días, ni las anteriores, ni la
prisión de tanto venezolano de bien, ni la ruina de tantos hogares, ni los
perdigones en la cara rotunda de la decencia. Por eso nos toca hacer valer la
fiesta de ese domingo. Convertirla en asunto permanente. En presente inmediato.
Siete millones y medio de personas dijimos tres veces sí. Fue una proeza de la
sociedad civil. Nadie nos la puede arrebatar. Pero habrá que seguir pujando
para cobrar su saldo. Nos toca lidiar con los que aún no entienden o prefieren
no entender. Hoy por hoy, la única negociación posible es esa donde Nicolás
Maduro y su equipo de gobierno se conviertan en adiós. Así que, bienvenida sea
la transición, o como quieran llamarla según lo dicte la glosa política. Para lograr
los pasos siguientes necesitamos tener la misma disciplina y determinación que
mostramos como sociedad en la ya histórica jornada. El documento leído tres
días después (miércoles 19) por los partidos políticos de la MUD, titulado
“Compromiso Unitario para la Gobernabilidad” suena inobjetable en su decisión
de querer reconstruir al país desde bases profundas y coherentes. Señores del
régimen: bajen las armas, cancelen la violencia, destierren la arbitrariedad.
Entiendan que ya no se puede obligar a un país entero a tanto desafuero. Asuman
que se les venció el tiempo. Sería sabio y honroso obedecer la voluntad de las
multitudes.
A líderes y ciudadanos, a jóvenes y adultos, a todos, nos
tocará apagar el fuego que dejó la jauría, recoger los escombros, ordenar la
casa. Nos tocará la parte luminosa de la historia luego de tanto fango en las
uñas y quejumbre en las entrañas. Nos tocará parir un país desde cero. Eso
queremos. A eso estamos dispuestos. Quedó claro, muy claro, el pasado domingo
16 de julio. Y hablaremos entonces, en los libros de historia que están por
escribirse, del país que comenzó un domingo.
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