Simeón y Ana: dos ancianos modélicos
La historia bíblica destaca el protagonismo de personas mayores. Tienen la sabiduría. Son testigos de la memoria del pueblo. Transmiten las promesas y las esperanzas a las nuevas generaciones. Nos hemos fijado en dos de estas figuras de ancianos.
El antiguo testamento inicia su andadura (libro del Génesis) de la mano de dos personas jóvenes, un hombre y una mujer recién aparecidos en la tierra. Dios exterioriza su júbilo al verlos. «Es muy bello», dijo Dios (Gen 1,32); y se apresura a coronar lo creado con la diadema del día séptimo, con su presencia sacrosanta que convierte al mundo en templo de su gloria (cf Gen 2,1-4a). Se diría que Dios exulta ante la belleza de la juventud. A continuación desfila la historia de la fealdad, de la decadencia y de la muerte. A Dios le pesa la creación (cf Gen 6,6). Retira su mirada para no ver. ¿Se habrá precipitado al afirmar que todo era muy bello? O bien ¿se las ingeniará para trocar la fealdad en belleza y la decrepitud en juventud perenne? Si así fuera ¿cuándo y cómo sucederá?
Otras parejas, también ancianas, están apostadas en el pórtico del nuevo testamento. Me refiero a Zacarías y a Isabel, pero sobre todo a Simeón y a Ana. El horizonte vital de Simeón es muy limitado. Lleva a la espalda sus muchos años y, es de suponer, sus no pocos recuerdos. La tradición nos habla de él con artículo: es el anciano Simeón. Prototipo de toda ancianidad. Docto con la sabiduría que dan los años -«soy más docto que todos mis maestros» (Sal 119,99)- y por la oculta enseñanza que le brinda la voz secreta del Espíritu: «le había revelado que no vería la muerte hasta haber visto al Mesías del Señor» (Lc 2,26). El anciano Simeón está atado al pasado por el vínculo de los recuerdos. La esperanza, sin embargo, le mantiene en vida. Él sabe que cualquier día puede ser el último de su existencia, si ese día es atendida su esperanza. Su mismo nombre -que significa “Dios ha visto”- es un constante memorial ante sus ojos. Un día u otro, en cualquier momento, Dios escuchará, efectivamente, el anhelo de ser consolado que aún grita en la vieja carne de Simeón, representante de todos aquellos que esperan el consuelo de Israel (Lc 2,25) ¿Cuándo será? Cuando Dios quiera. Cuando así suceda, ¿habrá retornado a la tierra la belleza que huyó con la complicidad de la primera pareja humana? De momento Simeón se mantiene agarrado a la vida. Le sostiene la esperanza.
ANA, LA PROFETISA
Ana es un resumen de la historia.
Sus siete años de casada representan un tiempo muy breve comparados con los ochenta y cuatro que lleva viviendo como viuda. Aquellos siete años pudieron proporcionarle el gozo descrito por Jeremías: la voz del novio y la voz de la novia, el ruido familiar de la rueda molinera y la luz de la candela, el alegre canto de los niños y de los mozos ... Una bella estampa de la vida. Pero ha sido tan breve el tiempo de la dicha, que pertenece al remoto pasado. Durante el tiempo de su viudedad no ha sido agraciada (Ana significa «Gracia», «Favorita») como aquella otra Ana del antiguo testamento, cuya esterilidad fue anulada con la concepción de un hijo. La Ana que se asoma al nuevo testamento ha soportado ochenta y cuatro años de soledad estéril. Si en su condición de viuda encarna a un pueblo viejo, paga un tiempo completo (siete) por cada una de las tribus de ese pueblo (por doce, arroja un total de ochenta y cuatro). Ana, mujer-pueblo, también se niega a morir. Sostenida igualmente por la esperanza, suspira por el día en que llegue el consuelo, la liberación de Israel (Lc 2,38). La esperanza corre por las venas de esta venerable anciana, como lo proclaman sus apellidos. Es hija de Fanuel (es decir del «rostro-de-Dios») y pertenece a la tribu de Aser (es decir, a la tribu «afortunada»). ¿Cuándo le mostrará Dios su rostro, de modo que imprima en ella la belleza que reclama el nombre de Ana?
He aquí, pues, una paradoja hiriente: una joven pareja, que suscita la admiración divina, inaugura el antiguo testamento. El nuevo testamento, por el contrario, se abre con dos ancianos, hombre y mujer, cargados de años y de soledades. Pero la joven pareja envejeció, adentrada en la oscuridad del pecado y de la muerte. Los ancianos Simeón y Ana llegan al nuevo testamento trayendo consigo toda una historia de soledad -la propia de su pueblo y aun de toda la humanidad-, pero se niega a morir hasta que sus manos toquen lo que su corazón esperó durante tanto tiempo: el consuelo de Israel. Cuando sus ojos cansados vean al Salvador, entonarán la canción de despedida, no sin antes habar hablado de Aquél que se ha puesto al alcance de sus manos (cf Lc 2,28. 34-35. 38). Colmada su esperanza, ¿habrán hallado estos dos ancianos la belleza que rubricó la primera creación? Así lo insinúan sus nombres. ¿Podremos decir que los jóvenes envejecen y los viejos rejuvenecen?
Los «jóvenes» ancianos presentados por Lucas atraen nuestra atención sobre algunos rasgos característicos de la ancianidad. Sea el primero evocar el re-
cuerdo del pasado. Valga, como segundo, la descripción de la realidad presente. El tercero nos permite asomarnos al futuro, orientados por la esperanza.
EL MOMENTO DE LOS RECUERDOS
Simeón «aguardaba el consuelo de Israel» (Lc 2,25). Ana forma coro con cuantos esperaban la liberación de Israel (Lc 2,38). Ambos están pendientes del «Consolador» -es el nombre que la tradición rabínica daba al Mesías-, porque encarnan la memoria de su pueblo. Se le dirigió a éste una palabra de consuelo que aún está por cumplirse. Se le debía decir con lenguaje quedo, dirigido al corazón, «consolad, consolad a mi pueblo, dice el Señor» (ls 40,1 J. Se constata, incluso, cómo «el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén» (Is 52,7). Pero hasta que llegue «el heraldo que anuncia la paz» (Is 52,7), el consuelo dirige su rostro hacia el futuro: «En Jerusalén seréis consolados» (Is 66,13). Curiosamente el heraldo es un personaje masculino, como Si meón (cf Is 41,27: 52,7), y también femenino, como Ana (cf Is 40,9).
Si el recuerdo colectivo se encarna en esta pareja encanecida, acaso se deba a que uno es «honrado y piadoso» (Lc 2,25) y la otra es profetisa (Lc 2,36). Es decir, Si meón acata sin reservas la voluntad divina manifestada en la Ley y adopta una actitud reverencial ante la presencia del Señor. La función de Ana como profetisa es permitir que Dios hable por su boca y, posteriormente, difundir a los cuatro vientos la palabra que ha conocido. Esta caracterización acerca a los dos ancianos a otros grupos de ancianos que pertenecen al pasado. En ella suena el recuerdo.
ANTEPASADOS
Efectivamente, los antepasados de la «profetisa» Ana pueden ser <dos ancianos de Israel», representantes del conjunto del pueblo. Ellos, como Ana, son los primeros testigos oculares y auditivos que presencian los acontecimientos en representación de los demás. A ellos debe comunicar Moisés la decisión divina de sacar a su pueblo de Egipto, y deben ser testigos de la interpelación de Moisés en la corte del Faraón (cf Ex 3,16.18; 4,29). A ellos se les propone la alianza en el Sinaí (cf Ex 19,7), y contemplan el milagro del agua en el Horeb (cf Ex 17,5). Ellos toman parte en el banquete con Jetró (Ex 18,12), etc. Están silenciosamente presentes en los acontecimientos salvíficos. También Ana permanece silenciosa. Ve al niño. Escucha el cántico de despedida de Simeón. Aún tendrá tiempo, antes de morir, para «hablar del niño a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén». Ana es testigo ocular y auditivo de la llega del Salvador. Su mera presencia la convierte en un recuerdo viviente de los ancianos de Israel.
En Ana converge un nuevo recuerdo que tiene ecos históricos: el de los setenta ancianos. Han sido elegidos de entre los ancianos de Israel. Participan del espíritu de Moisés. Han de ser los jueces de Israel. Lo peculiar de este grupo no es ni su nombramiento ni su función judicial, sino que el espíritu se posa sobre ellos y comienzan a «profetizan». Josué teme que terminen por desplazar a Moisés, el profeta por antonomasia. Le pide que les prohíba profetizar. Moisés responde: («Ojalá que todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!» (Num 11,30). El deseo de Moisés atraviesa el tiempo y encuentra eco en un profeta posterior que anuncia cómo, en el futuro, Dios derramará su espíritu sobre los ancianos que soñarán sueños (cf JI3,1s). El Espíritu transforma al anciano en profeta.
Así como Simeón pasa por ser el anciano, Ana es llamada la profetisa, como si en ella se condensara toda la profecía. El deseo de Moisés continuó resonando en el recuerdo histórico a través de los siglos. El futuro previsto por Joel acelera su paso para llegar a ser presente. La voz expectante de todos los profetas suena armónicamente en la profetisa. Ana ve lo que tantos desearon ver y no vieron, oye lo que tantos desearon oír y no oyeron (Lc 10,24). Ella, hija del «rostro-de-Dios», ve a Dios; descendiente de la tribu «afortunada», oye la voz que anuncia la llegada del Salvador. El recuerdo que nutre sus ochenta y cuatro años de viudedad se ha convertido en esperanza y ésta ha transformado a Ana en profetisa. El recuerdo la ha acercado al venturoso día de la salvación.
TESTIGOS OCULARES
Ana escucha lo que el anciano Simeón proclama: ((Mis ojos han visto tu salvación» (Lc 2,30). También el anciano es un rosario de recuerdos. La salvación que ahora ve es la anunciada por Isaías: «Se revelará la gloria del Señor y la verán todos los hombres juntos» (ls 40,5). Desde los tiempos en que estas palabras sonaron por vez primera, y no antes, el anuncio de la salvación esperada fue transmitiéndose de generación en generación. El anciano, exonerado de sus antiguas responsabilidades políticas (cf Dt 21,2), no convierte en tutor no sólo de las normas legales (cf Dt 31,9), sino, sobre todo, del espíritu de la ley: de la intervención divina en la historia que es el alma de la ley. Así se precepta en el libro del Éxodo: «Cuando mañana tu hijo te pregunte: ¿Qué significa esto?, le responderás ... » A continuación se narra el recuerdo de la intervención divina, a costa de los primogénitos de Egipto, que justifica la ofrenda de los primogénitos de Israel (Ex 13,14-16). Así lo celebra el salmo 78: «Lo que oímos y aprendimos, lo que nuestros padres nos contaron, no lo ocultaremos a sus hijos ... Que los descendientes se lo cuenten a sus hijos para que pongan en Dios su confianza» (Sal 78, 3.6b-7a). Acatamiento de la voluntad divina, cristalizada en la ley, y reverencia ante el Dios presente -confiar en Dios- se dan la mano. El anciano Si meón encarna todo esto, que es el espíritu de la senectud, porque es «justo y piadoso», como dijimos.
En los ancianos Si meón y Ana adquiere corporeidad la historia de su pueblo. Se asoman al pórtico del nuevo testamento cargados de recuerdos, a los que no renuncian, y rejuvenecidos por la esperanza. Por sus labios habla la sabiduría del pasado y la frescura del presente. AÚn no han sido transformados por la belleza perdida. Tal vez cuando grane su esperanza retornen al paraíso, y Dios pueda decir nuevamente «es muy bello». De momento pueden ser maestros de nuestros mayores. También éstos tienen mucho que decir si dejan aflorar sus recuerdos. Éstos rezumarán aroma nuevo si son tocados.
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