Sin Jesús no hay Navidad
IV domingo de Adviento - comentario de Mons. Diaz Diaz, de San Cristobal de las Casas
Por Redacción
SAN CRISTóBAL DE LAS CASAS, 21 de diciembre de 2013 (Zenit.org) - Isaías 7, 10-14: “He aquí que la virgen concebirá”
Salmo 23: “Ya llega el Señor, el rey de la gloria”
Romanos 1, 1-7: “Jesucristo, nuestro Señor, nació del linaje de David”
San Mateo 1, 18-22: “Jesús nació de María, desposada con José, hijo de David”
Este nuestro México, tan apresurado para algunas cosas y tan descuidado y negligente para otras. Ya desde antes de la celebración de los Fieles Difuntos, sobre todo en casas comerciales y eventos sociales, empezaban a sonar las campanitas de Navidad y aparecer los signos navideños: el árbol y ese señor gordo que con su carcajada quisiera esconder nuestra difícil realidad, las esferas y, todavía en muchos sitios, los diferentes nacimientos en los más diversos estilos y con las más inculturadas formas: el niño futbolista, el ambiente indígena, el niño pescador… Cierto, Cristo asume todas las realidades. Me sorprende un nacimiento ya casi terminado con una multitud de figuritas, con toda la historia desde Adán hasta los Reyes Magos, con profetas, reyes y pastores… “Ya casi está listo, me dice su dueño con mucho orgullo, sólo falta el Recién Nacido… pero a Él lo coloco hasta el mero día”. Y me quedo pensando: “sin Jesús no hay Navidad, porque Navidad es ‘Dios con nosotros’, presencia de Jesús”.
También las lecturas de este cuarto domingo de Adviento nos llevan por el mismo camino: contemplar que ya todo está listo para que nazca el Salvador. San Mateo con sus narraciones sobre la infancia pretende meternos en el misterio más que narrarnos la historia, busca que experimentemos la grandeza del amor, más que quedarnos en el detalle. Nos invita a la contemplación de todo lo que está listo y cómo fue el nacimiento de Jesús en la carne. Los protagonistas que parecen perdidos en el silencio, son descubiertos por la mirada aguda del Evangelista, o más bien por la acción fecunda del Espíritu Santo que todo lo transforma y todo lo hace resplandecer. Iniciemos contemplando a San José. Es cierto que es descendiente de la estirpe de David, pero no encontramos en él los rasgos de la realeza ni la cuna de la aristocracia, sino la fe del hombre sencillo, trabajador y muy comprometido. En sueños, descubre el plan de salvación y dejando sus proyectos se entrega confiado a escuchar y a realizar el querer de Dios; busca caminar, aun en medio del desconcierto, según sus designios y acepta el misterio aunque supere su comprensión. Vive en pareja, ama a María, no quiere lastimarla… ¡Cuánto podemos aprender de José en este momento tan cercano de la Navidad! Necesitamos también nosotros descubrir la voluntad de Dios para nuestros caminos, arriesgarnos a vivir en su presencia y aventurarnos en el amor sin límites que perdona, que acompaña, que comparte.
María, la pequeñita, porta en su seno la Palabra hecha carne suya, hecha sangre suya, hecha vida participada y compartida. María ha asumido todos los riesgos para convertirse en hueco, tierra virgen donde la Semilla se enraíza para brotar como el Renuevo. En el silencio y en el dolor María aprende a gestar y a dar a luz a Jesús, se pone a su servicio y ofrece lo mejor que tiene: “He aquí la esclava del Señor”. Esta muchachita es la que sabe transformar una cueva de animales en el trono de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura. Ella es la esclavita del Padre que se estremece en la alabanza. Ella es la amiga siempre atenta para que no falte el vino en nuestras vidas. Ella es la del corazón abierto por la espada, que comprende todas las penas. Como madre de todos, es signo de esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia. Con María quiero aprender a acoger, a germinar, a servir. Sobre todo en estos tiempos de cansancio y pesimismo, con María, despierto mi esperanza y me comprometo con el Dios que transforma, que nos visita y que nos salva.
Jesús, en el vientre de María, inicia la salvación y la liberación porque ya ha tomado carne, porque ya ha asumido, porque ya tiene nombre. San Mateo se encarga de presentarnos a este Niño y nos anuncia todo su significado: “la presencia de Dios que salva”, expresada en dos nombres: Jesús, Dios-Salva; y Emmanuel, Dios-con-nosotros. Dios para manifestarse se confía a la carne, se sirve de nuestra carne. La Encarnación no es sólo un discurso, ni una apariencia, el Hijo de Dios se hace hombre realmente: Jesús de Nazaret, con un rostro, con una historia familiar, con relaciones, con límites y sufrimientos. Dios con nosotros, y si Dios está con nosotros todo cambia: todos somos hermanos, tiene sentido la vida, renace la esperanza. Si Dios se hace carne, transforma la humanidad, le da dignidad, la enaltece. Nosotros nos inclinamos en silencio ante esta presencia, la contemplamos y quedamos mudos de estremecimiento: Dios con nosotros.
San Mateo se encarga de resaltar este vínculo tan grande con el pueblo de Israel, da una larga lista de sus raíces con nombres de todos colores y sabores: los hay santos y perversos, los hay judíos y extranjeros, hay hombres y mujeres. Todos contribuyen a “formar” al Emmanuel, para que el Emmanuel sea de todos. Pero ¿estamos dispuestos a aceptar esta presencia? El Dios-con-nosotros, es decir, participante de nuestras acciones, metido en todos nuestros momentos, envuelto en los momentos profanos de nuestra existencia, gozando y sufriendo nuestras alegrías y dolores, puede resultar una presencia incómoda. Nosotros queremos a Dios presente en nuestras vidas pero sólo en determinados momentos y puede resultar embarazoso sentirlo siempre junto a nosotros. ¿Cómo sentir al Emmanuel cercano al corazón y continuar odiando al hermano? ¿Cómo saber que Dios se hace carne nuestra y alentar guerras, desprecios e injusticias?
Ya estamos a unos cuantos días del nacimiento de Jesús. Acerquémonos, contemplemos, no atropellemos el tiempo de Dios, demos espacio al silencio, a la oración y a la experiencia del amor. No destruyamos con nuestras prisas, la vida inocente que se acerca. De todo corazón deseo a todos ustedes que esta Navidad, el “Dios que salva”, “El Dios con nosotros”, llene su corazón, su hogar y su comunidad. ¡Feliz Navidad!
Derrama, Señor, tu gracia sobre nosotros, que hemos conocido por el anuncio del Ángel la Encarnación de tu Hijo, para que lleguemos, por su Pasión y su Cruz, a la Gloria de la Resurrección. Amén
Salmo 23: “Ya llega el Señor, el rey de la gloria”
Romanos 1, 1-7: “Jesucristo, nuestro Señor, nació del linaje de David”
San Mateo 1, 18-22: “Jesús nació de María, desposada con José, hijo de David”
Este nuestro México, tan apresurado para algunas cosas y tan descuidado y negligente para otras. Ya desde antes de la celebración de los Fieles Difuntos, sobre todo en casas comerciales y eventos sociales, empezaban a sonar las campanitas de Navidad y aparecer los signos navideños: el árbol y ese señor gordo que con su carcajada quisiera esconder nuestra difícil realidad, las esferas y, todavía en muchos sitios, los diferentes nacimientos en los más diversos estilos y con las más inculturadas formas: el niño futbolista, el ambiente indígena, el niño pescador… Cierto, Cristo asume todas las realidades. Me sorprende un nacimiento ya casi terminado con una multitud de figuritas, con toda la historia desde Adán hasta los Reyes Magos, con profetas, reyes y pastores… “Ya casi está listo, me dice su dueño con mucho orgullo, sólo falta el Recién Nacido… pero a Él lo coloco hasta el mero día”. Y me quedo pensando: “sin Jesús no hay Navidad, porque Navidad es ‘Dios con nosotros’, presencia de Jesús”.
También las lecturas de este cuarto domingo de Adviento nos llevan por el mismo camino: contemplar que ya todo está listo para que nazca el Salvador. San Mateo con sus narraciones sobre la infancia pretende meternos en el misterio más que narrarnos la historia, busca que experimentemos la grandeza del amor, más que quedarnos en el detalle. Nos invita a la contemplación de todo lo que está listo y cómo fue el nacimiento de Jesús en la carne. Los protagonistas que parecen perdidos en el silencio, son descubiertos por la mirada aguda del Evangelista, o más bien por la acción fecunda del Espíritu Santo que todo lo transforma y todo lo hace resplandecer. Iniciemos contemplando a San José. Es cierto que es descendiente de la estirpe de David, pero no encontramos en él los rasgos de la realeza ni la cuna de la aristocracia, sino la fe del hombre sencillo, trabajador y muy comprometido. En sueños, descubre el plan de salvación y dejando sus proyectos se entrega confiado a escuchar y a realizar el querer de Dios; busca caminar, aun en medio del desconcierto, según sus designios y acepta el misterio aunque supere su comprensión. Vive en pareja, ama a María, no quiere lastimarla… ¡Cuánto podemos aprender de José en este momento tan cercano de la Navidad! Necesitamos también nosotros descubrir la voluntad de Dios para nuestros caminos, arriesgarnos a vivir en su presencia y aventurarnos en el amor sin límites que perdona, que acompaña, que comparte.
María, la pequeñita, porta en su seno la Palabra hecha carne suya, hecha sangre suya, hecha vida participada y compartida. María ha asumido todos los riesgos para convertirse en hueco, tierra virgen donde la Semilla se enraíza para brotar como el Renuevo. En el silencio y en el dolor María aprende a gestar y a dar a luz a Jesús, se pone a su servicio y ofrece lo mejor que tiene: “He aquí la esclava del Señor”. Esta muchachita es la que sabe transformar una cueva de animales en el trono de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura. Ella es la esclavita del Padre que se estremece en la alabanza. Ella es la amiga siempre atenta para que no falte el vino en nuestras vidas. Ella es la del corazón abierto por la espada, que comprende todas las penas. Como madre de todos, es signo de esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia. Con María quiero aprender a acoger, a germinar, a servir. Sobre todo en estos tiempos de cansancio y pesimismo, con María, despierto mi esperanza y me comprometo con el Dios que transforma, que nos visita y que nos salva.
Jesús, en el vientre de María, inicia la salvación y la liberación porque ya ha tomado carne, porque ya ha asumido, porque ya tiene nombre. San Mateo se encarga de presentarnos a este Niño y nos anuncia todo su significado: “la presencia de Dios que salva”, expresada en dos nombres: Jesús, Dios-Salva; y Emmanuel, Dios-con-nosotros. Dios para manifestarse se confía a la carne, se sirve de nuestra carne. La Encarnación no es sólo un discurso, ni una apariencia, el Hijo de Dios se hace hombre realmente: Jesús de Nazaret, con un rostro, con una historia familiar, con relaciones, con límites y sufrimientos. Dios con nosotros, y si Dios está con nosotros todo cambia: todos somos hermanos, tiene sentido la vida, renace la esperanza. Si Dios se hace carne, transforma la humanidad, le da dignidad, la enaltece. Nosotros nos inclinamos en silencio ante esta presencia, la contemplamos y quedamos mudos de estremecimiento: Dios con nosotros.
San Mateo se encarga de resaltar este vínculo tan grande con el pueblo de Israel, da una larga lista de sus raíces con nombres de todos colores y sabores: los hay santos y perversos, los hay judíos y extranjeros, hay hombres y mujeres. Todos contribuyen a “formar” al Emmanuel, para que el Emmanuel sea de todos. Pero ¿estamos dispuestos a aceptar esta presencia? El Dios-con-nosotros, es decir, participante de nuestras acciones, metido en todos nuestros momentos, envuelto en los momentos profanos de nuestra existencia, gozando y sufriendo nuestras alegrías y dolores, puede resultar una presencia incómoda. Nosotros queremos a Dios presente en nuestras vidas pero sólo en determinados momentos y puede resultar embarazoso sentirlo siempre junto a nosotros. ¿Cómo sentir al Emmanuel cercano al corazón y continuar odiando al hermano? ¿Cómo saber que Dios se hace carne nuestra y alentar guerras, desprecios e injusticias?
Ya estamos a unos cuantos días del nacimiento de Jesús. Acerquémonos, contemplemos, no atropellemos el tiempo de Dios, demos espacio al silencio, a la oración y a la experiencia del amor. No destruyamos con nuestras prisas, la vida inocente que se acerca. De todo corazón deseo a todos ustedes que esta Navidad, el “Dios que salva”, “El Dios con nosotros”, llene su corazón, su hogar y su comunidad. ¡Feliz Navidad!
Derrama, Señor, tu gracia sobre nosotros, que hemos conocido por el anuncio del Ángel la Encarnación de tu Hijo, para que lleguemos, por su Pasión y su Cruz, a la Gloria de la Resurrección. Amén
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