Dos diálogos y el tercero
29 DE DICIEMBRE 2013 - 00:01
La situación era crítica en 1845. Los conservadores pedían la prohibición del Partido Liberal, en medio de murmuraciones que anunciaban la proximidad de una guerra civil. Viene el comunismo y hay que cerrarle el paso, escribía Juan Vicente González. Los godos van a sembrar la violencia y los hombres humildes están dispuestos a defender sus derechos, se leía en las páginas cada vez más consultadas de El Venezolano y en periódicos de provincia. Las “gentes de orden” se encerraban en sus casas y los habitantes del campo buscaban la familiaridad de sus predios, en resguardo de vidas y propiedades. Se esperaba lo peor de la combustión de cinco años de polémicas en la prensa y en el seno del Congreso, acompañadas de señales de hostilidad cada vez más frecuentes. Para buscar un desenlace pacífico, ciertos líderes pidieron a las dos figuras fundamentales de la época, José Antonio Páez y Antonio Leocadio Guzmán, que se encerraran a solas a hablar de los problemas.
Páez era el heraldo del gobierno y Guzmán representaba a la oposición. Guzmán no le sacó el cuerpo al encuentro, pero con el Centauro hubo que rogar. El general Santiago Mariño, cargado de negros presagios, por fin logró su aceptación de la entrevista, para la cual se tomaron previsiones y se fijó fecha. El general se arrepintió mientras Guzmán marchaba a la reunión con una nutrida comitiva. Antes de llegar al sitio se le informó de la retirada del “Esclarecido Ciudadano”, quien se había marchado sin dar explicaciones. Guzmán regresó entonces a la casa de su partido, mientras muchos miembros de su séquito, entre ellos Ezequiel Zamora, partían a hacer la guerra. “Lástima que no se reunieron, se hubieran evitado muchas muertes y tragedias”, dijo Mariño al enterarse de una posibilidad de paces que jamás sucedió.
En 1863 el país era un holocausto, como consecuencia del desarrollo de la Guerra Federal iniciada en 1859. El gobierno ya tenía las de perder, debido a la cadena de victorias que inclinaban la balanza hacia la campaña encabezada por Juan Crisóstomo Falcón. Sin embargo, el conflicto todavía no llegaba a su conclusión y se temía por un mayor número de muertes en los dos bandos, y por el crecimiento de las pérdidas materiales. La situación aconsejó la necesidad de un encuentro sigiloso de emisarios de los jefes de los ejércitos –Páez otra vez, y Falcón– con el objeto de aliviar penalidades. Se trabajó entonces en círculos herméticos en torno a la posibilidad.
El 24 de abril, se encerraron en una casona para laboriosa transacción los enviados de los generales: Antonio Guzmán Blanco, como voz del futuro Mariscal, y Pedro José Rojas en defensa de los intereses del anciano que estaba a punto de retirarse de la vida pública. En breve los venezolanos recibieron la novedad de un auspicioso corolario: la Guerra Federal se terminaba, debido a la suscripción de los Tratados de Coche que ponían fin a la matanza. Sólo Guzmán y Rojas sostuvieron el diálogo, situación que provocó numerosas críticas, pero esa plática de dos personas sin consejeros ni testigos acabó con la conflagración más dura de nuestra historia.
En 2013 Venezuela se ha convertido en un antagonismo que, sin parecerse a las situaciones esbozadas, no lleva a pronósticos tranquilizadores. Durante quince años se ha negado la posibilidad a las tratativas propias de la política entre los voceros de los partidos, o entre representantes de sectores sociales cuya opinión debe considerarse a la hora de pensar en los remiendos de un capote deteriorado por el peso inclemente de una manera de entender el bien común que no acepta la posibilidad de que varias agujas se ocupen del zurcido. El desaparecido presidente Chávez se impuso como pontífice del entendimiento de la república, cerrando puertas y postigos a quienes no compartieran su visión de la colectividad o no congeniaran con sus caprichos de hombre fuerte. Hoy, por primera vez en tres lustros, vemos señales orientadas a la liquidación de ese nefasto proceder unipersonal. Ahora puede cesar una discriminación terrible y riesgosa para la supervivencia de la nación.
Para hacer historia no hacen falta las angustias de Mariño, ni sufrir las candelas federales. Hay que enfrentar con responsabilidad el desafío de cada época, sin meter gato por liebre.
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