Con Trump termina un ciclo
Por Roberto Savio
¿Podríamos cambiar el debate sobre Donald Trump y no concentrarnos en lo que hace, sino en su importancia histórica? Espero que las siguientes reflexiones sirvan para comprender que el actual presidente de Estados Unidos representa, de hecho, el final de un ciclo estadounidense y que estamos todos en el mismo barco. Se necesitan unas cuantas palabras, pero vale la pena dedicarle cinco minutos más.
Primero, nos guste o no, hemos vivido durante los últimos dos siglos en un mundo en que lo anglo tuvo un papel central. La Pax Britannica se extendió desde principios del siglo XIX, cuando comenzó su imperio colonial, hasta fines de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), cuando fue sustituida por la Pax Americana. Estados Unidos creó lo que se conoce como Occidente, en contraposición con Oriente, mientras Europa se dejaba llevar.
Al final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos fue el principal ganador y el fundador de las instituciones internacionales modernas, desde las Naciones Unidas hasta el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI), así como la fuerza detrás de la reconstrucción de Europa con el Plan Marshall, basado en la condición de que los países europeos aceptarían recibir fondos sobre una base europea.
Eso llevó a la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, en 1951, que finalmente dio lugar a la Comunidad Europea, en 1967.
A Estados Unidos, en tanto que ganador, le interesaba crear un orden mundial según sus valores y siempre y cuando él fuera su garante. Así, el foro de las Naciones Unidas se creó con un Consejo de Seguridad en el que pudiera vetar cualquier resolución. El Banco Mundial se creó en función del dólar como divisa mundial, y no con una verdadera moneda internacional, como propuso el gran economista y delegado británico John Maynard Keynes.
Asimismo, la creación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), como respuesta a la amenaza de la Unión Soviética, fue una idea exclusivamente de Estados Unidos. Y el léxico de las relaciones internacionales se constituyó principalmente en base a conceptos anglosajones, a menudo de difícil traducción a otros idiomas, como accountability, gender mainstreaming, sustainable development, entre otras. El francés y el alemán desaparecieron como lenguas internacionales.
Además, cierto estilo de vida se volvió el principal producto de exportación estadounidense, desde la música hasta la comida, el cine y la vestimenta, se propagaron por el mundo.
Para reforzar el mito, Estados Unidos se constituyó como modelo de democracia. Lo que era bueno para ese país, debía de serlo para el resto. Además, tenía un destino excepcional, basado en su historia, sus éxitos y su especial relación con Dios. Sus presidentes fueron los únicos que hablaron en nombre de los intereses de su país y en nombre de los de la humanidad y que invocaron a Dios.
Su éxito económico no sería más que la confirmación de ese excepcional destino. Estados Unidos perdió casi medio millón de ciudadanos en Europa y Asia para garantizar un orden mundial estadounidense. Y el “sueño americano”, de que todo el mundo puede volverse rico, era desconocido en el resto del mundo.
Esa fue la primera etapa de Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial, basada en el multilateralismo, en la cooperación internacional, en el respeto al derecho internacional y el libre comercio, un sistema que aseguraba su centralidad y su supremacía, reforzada por su poder militar.
Pero multilateralismo significa democracia internacional. Las Naciones Unidas, desde su constitución original de 50 países, en 1945, hasta casi 150, en pocas décadas, se convirtió en el foro donde crear la cooperación internacional, basada en los valores de la democracia universal, la justicia social y la participación equitativa.
Y la Asamblea General aprobó por unanimidad en 1973 el primer (y único) plan global de gobernanza, llamado Derechos y Deberes de los Estados, que representaba un plan de acción para reducir las desigualdades del mundo y redistribuir la riqueza y la producción económica. Eso se volvió una camisa de fuerza para Estados Unidos, que se encontró en un foro en el que se tomaban las decisiones por mayoría, y ya no en función de sus propios intereses, como estaba acostumbrado.
Pero con la llegada de Ronald Reagan a la Presidencia, en 1981, la primera etapa basada en el multilateralismo, cambió de forma abrupta.
Reagan concurrió a la Cumbre Económica Norte Sur, en Cancún, donde se reunieron los 22 jefes de Estado más importantes del mundo, incluido el de China, único representante de un país socialista, para debatir la implementación de aquella resolución de la Asamblea General.
El entonces presidente estadounidense, quien se encontró con una entusiasta Margaret Thatcher, destruyó el plan de gobernanza global que avanzaba por buen camino. Vi con consternación cómo, en dos días, el mundo pasó del multilateralismo a la vieja política del poder.
Estados Unidos no aceptó que otros decidieran su destino, y de ahí viene el declive de las Naciones Unidas y la negativa de Washington a suscribir obligaciones y tratados internacionales. El destino excepcional y el sueño americano, fueron reforzados por la retórica de Reagan, quien incluso uso el eslogan: Dios es estadounidense.
Es importante señalar que las grandes potencias estaban felices de salirse de la camisa de fuerza del multilateralismo detrás de Reagan. Su gobierno, aliado del de la primera ministra británica Thatcher, es un ejemplo sin precedentes de cómo destruir los valores y las prácticas de las relaciones internacionales. Y el hecho de que probablemente sea el presidente más popular de la historia moderna de Estados Unidos, muestra la poca importancia que la cooperación internacional tiene para el ciudadano estadounidense medio.
También hay que destacar que durante el gobierno de Reagan, tres acontecimientos importantes y simultáneos dieron una nueva forma a nuestro mundo.
El primero fue la desregulación del sistema financiero encabezado por él en 1982, posteriormente reforzado por Bill Clinton (1993-2001), en 1999, que llevó a la supremacía de las finanzas y cuyos resultados se sienten en la actualidad. Recordemos que Reagan trató también de reducir los costos sociales. Las políticas de George W. Bush (2001-2009) y Trump tienen la marca de su gobierno.
El segundo, fue la creación en 1989 de una visión económica basada en la supremacía del mercado como base de las sociedades y de las relaciones internacionales, el llamado Consejo de Washington. Creado por el Departamento del Tesoro estadounidense, el Banco Mundial y el FMI, el neoliberalismo se introdujo como la doctrina económica indiscutida.
El tercer acontecimiento significativo fue la caída del Muro de Berlín, en 1989, y el final de la amenaza del bloque soviético.
Entonces, el término de “globalización” comenzó su marcha exitosa, y Estados Unidos sería, una vez más, el centro de la gobernanza. Como dijo Reagan en Cancún, Washington basará sus relaciones en el comercio, no en la asistencia.
Su superioridad económica, junto con el control que ejerce sobre las instituciones multilaterales de crédito, lo pondrían una vez más en el centro del mundo, cuando la amenaza soviética había desaparecido. Henry Kissinger lo dijo con claridad: Globalización es el nuevo término para la hegemonía estadounidense.
La segunda etapa tras la Segunda Guerra Mundial se extendió de 1982 hasta la crisis financiera y económica mundial de 2008, cuando la quiebra de bancos estadounidenses, que se propagó por Europa, obligó al sistema a dudar de que el Consenso de Washington fuera una teoría indiscutida.
Las dudas surgieron también a instancias de la creciente movilización de la sociedad civil, el Foro Social Mundial, por ejemplo, se creó en 1981, así como de muchos economistas que hasta entonces habían permanecido básicamente callados. Los especialistas insistieron en que la macroeconomía, el instrumento preferido de la globalización, solo tomaba en cuenta los grandes números.
En cambio, con la microeconomía, se vería la gran desigualdad en la distribución de la riqueza, a no confundir con desarrollo, y que la deslocalización de las empresas y otras medidas que ignoraban el impacto social de la globalización estaban teniendo terribles consecuencias.
Los desastres creados por tres décadas de codicia como principal valor de la nueva economía, saltaron a la vista cuando los datos mostraron una concentración de la riqueza sin precedentes y en unas pocas manos, con muchas víctimas, en especial entre los jóvenes.
Todo eso vino acompañado de dos enormes amenazas: la explosión del terrorismo islámico, generalmente reconocido como resultado de la invasión a Iraq, en 2003, y las migraciones masivas, que siguieron a ese episodio, pero en especial a las intervenciones en Siria y Libia, a partir de 2011. Estados Unidos y la Unión Europa son las únicas responsables de esas migraciones.
Así pasamos de la codicia al miedo: dos motores de cambios históricos, según muchos investigadores.
Finalmente, llegamos a Trump. Gracias a este recorrido histórico, podemos comprender fácilmente que su llegada a la Presidencia es simplemente el resultado de la actual realidad de su país.
La globalización, originalmente un instrumento de la supremacía de Estados Unidos, significó que cualquiera pudiera usar el mercado para competir. Así lo hizo China, el ejemplo más claro, pero también emergieron muchos mercados nuevos, desde América Latina hasta Asia. Y Europa y Estados Unidos están plagados de víctimas de la globalización, a la que perciben como un fenómeno encabezado por la élite, además de considerar que cualquier acuerdo o institución internacional no se interesa por su destino.
No nos olvidemos que con la caída del Muro de Berlín, llegó el fin de las ideologías. La vida política se tornó solo en una competencia administrativa, sin visión ni valores. La corrupción aumentó, la ciudadanía dejó de participar, los partidos se volvieron autoreferenciales, los dirigentes políticos se convirtieron en una casta profesional, las finanzas mundiales y la élite se aislaron en paraísos fiscales y los jóvenes, que no encontraban empleos o estos eran precarios, fueron testigos de que en pocos años se destinaron cuatro billones de dólares a salvar al sistema bancario de su propia mala gestión.
En ese contexto y desde 1989, surgieron partidos populistas, xenófobos y nacionalistas en todos los países y comenzaron a atraer el resentimiento de los excluidos.
La propuesta, en general, fue la de recuperar el ayer, los buenos tiempos y prometer un mejor ayer, en contra de toda ley histórica. Además, en contra de la opinión de los especialistas, llegó Brexit, y después Trump.
Con él, vemos la conclusión de 70 años de Pax Americana y volvemos a una época de nacionalismo y aislamiento de Estados Unidos. A los votantes de Trump les llevará un tiempo darse cuenta de que sus acciones no responden a sus promesas, y de que las medidas que él toma a favor de la élite económica y financiera, no son de su interés.
La cuestión real es si su ideólogo, quien logró que lo eligieran, Stephan Bannon, tendrá tiempo de destruir el mundo que encontraron, si el mundo tendrá tiempo de crear un orden mundial sin Estados Unidos en el centro, y ver cuántos de los valores que construyeron la democracia moderna sobreviven y son la base de la gobernanza global. No se puede construir un nuevo orden mundial sin valores comunes, solo con xenofobia y nacionalismo.
Bannon organiza una nueva alianza internacional de populistas, xenófobos y nacionalistas, con Washington en el centro y con el británico Nigel Farage, los italianos Matteo Salvini y Beppe Grillo, la francesa Marine Le Pen, el holandés Geert Wilders, y otros en Hungría y Polonia, entre otros países, al tiempo que el ruso Vladímir Putin y el turco Recep Tayyip Erdogan contemplando con simpatía el fin de las democracias liberales.
Este año sabremos, tras las elecciones holandesas, francesas y alemanas, cómo le va a la alianza. Y si el gobierno de Trump, más allá de su agenda nacional, logra crear un nuevo orden internacional basado en una democracia no liberal, entre muchas otras consideraciones, tendremos que empezar a preocuparnos porque querrá decir que la guerra no estará muy lejos.
ESTADOS UNIDOS Y EL FIN DE LO LÚDICO
Aníbal Romero | marzo 8, 2017 Web del Frente
Patriotico
En 1998 publiqué un breve estudio político titulado “El
sentido de lo lúdico y la democracia liberal”, que los lectores interesados
pueden consultar en mi página web. Procederé a transcribir dos párrafos
introductorios del mismo, a objeto de ubicar conceptualmente el argumento de
este artículo:
Existe una relación fundamental entre el sentido de lo
lúdico, del “juego”, de lo que está al otro lado de la seriedad existencial, y
la práctica de la democracia liberal. Dicho de otra forma, la democracia
liberal puede subsistir y perdurar en la medida que se sustente sobre una
concepción de la política como compromiso, en función del acatamiento de unas
reglas y del adecuado dimensionamiento de lo político como sólo uno —y no
necesariamente el más importante— de los planos o niveles en que se manifiesta
la existencia humana. Este concepto de la política como compromiso se opone al
de la política como afirmación de la identidad frente al “otro”. La política de
compromiso implica, entre otros aspectos, la aceptación del otro como un
semejante (que puede ser un oponente o adversario circunstancial y temporal,
pero no un enemigo), la admisión de reglas comunes de conducta, así como la
comprensión de que hay cosas más importantes que la política que deben
llevarnos a no tomarla excesivamente en serio. La política de la identidad, por
otra parte, ve en el otro a un enemigo real o potencial, no admite reglas
comunes de acatamiento obligatorio y concibe la política como un instrumento
para descubrir y afirmar la identidad propia o del grupo, en función del
control, manipulación, dominación, o liquidación del otro.
La democracia liberal es un tipo de orden político diseñado
para ajustar los conflictos dentro de un marco de equilibrio pacífico y
acatamiento de determinadas reglas; se trata, por tanto, de un orden flexible
que hace posible la dinámica del conflicto, pero dentro de ciertos límites. Una
vez, sin embargo, que esa dinámica alcanza el plano de la definición
existencial, que uno o varios actores políticos pierden el sentido de lo lúdico
y asumen la política como terreno para la afirmación de la identidad propia
frente al otro—visto como enemigo—, la democracia liberal corre serio peligro
de erosión y eventual supresión, asfixiada por conflictos extremos que
destruyen el “juego” al violentar sus reglas. La política democrático-liberal
exige, por tanto, la presencia activa de lo lúdico como dimensión clave de la
vida humana individual y colectiva; a este elemento lúdico puede y debe sumarse
el sentido de lo festivo como aspecto complementario de una concepción de la
política que no permanezca atrapada en la búsqueda de identidad, sino que se
complazca en la admisión, y de ser posible el disfrute, de una existencia común
basada en la libertad de los individuos bajo la ley (las reglas), y el ajuste
de las diferencias a través de un manejo pacífico y lúdico (no existencial) de
los conflictos. El sentido de lo festivo es parte del juego de la vida, en sus
dimensiones individual y colectiva; forma parte de lo lúdico e intensifica y
enaltece una concepción civilizada de la política, capaz de moderar las
implicaciones y propensiones autoritarias de la política de la identidad.
Lo que ahora deseo sostener es que la democracia
estadounidense ha venido perdiendo de forma acelerada el sentido de lo lúdico,
enfrascándose en una creciente confrontación existencial que está alcanzando
estos tiempos su punto culminante, de impredecibles pero con seguridad muy
negativas consecuencias.
Debo precisar tres puntos: 1) El proceso de agudización de la
tendencia existencial frente a la lúdica comenzó de manera clara en los años
sesenta del pasado siglo, y la guerra de Vietnam fue el catalizador del
fenómeno. 2) No pretendo afirmar que antes de ese tiempo la política
estadounidense era una especie de utopía pacifista o paraíso en la tierra. No
obstante, la experiencia de Vietnam produjo un creciente desapego de la
ciudadanía a las instituciones, una actitud irreverente hacia símbolos y
valores que habían prevalecido durante décadas, un cinismo desbordado y un
perceptible movimiento del partido Demócrata hacia una política de la identidad
y del género, con hondo impacto divisionista en la sociedad. 3) Los dos
principales partidos, Demócrata y Republicano, comparten en alguna medida las
culpas en este proceso, pero no me cabe duda que los Demócratas corren con la
principal responsabilidad por lo ocurrido. Ha sido el partido Demócrata el que
ha asumido la política de la identidad, con inocultable contenido racial. Uno
se pregunta, ¿qué diría la izquierda político-cultural, que domina sin trabas
los medios de comunicación tradicionales, si el 90% de los blancos votasen por
los Republicanos? ¿No hablarían acaso de racismo? Y sin embargo, cuando 90% de
afro-americanos votan por los Demócratas, nadie parece inquietarse. ¿Por qué?
El paroxismo de estas tendencias se vive en los tiempos de
Donald Trump. Lo que ahora vemos no es del todo inédito, pero sí constituye un
importante cambio cualitativo en el rumbo de destrucción del sentido de lo
lúdico en la política estadounidense, y la trasformación del enfrentamiento
político en una cuestión existencial, ajena a cualquier propósito de
reconciliación, consenso y compromiso. La lucha política está ahora centrada en
la destrucción del adversario, en este caso de Donald Trump, quien es percibido
por el partido Demócrata y sus aliados como un enemigo que debe ser eliminado,
pues en realidad su legitimidad de origen nunca ha sido admitida.
La oposición Republicana combatió a Obama con intensidad. No
obstante, que se sepa, no existió como ahora un patente esfuerzo coordinado de
las agencias de inteligencia, la burocracia enquistada en diversos
Departamentos del llamado “Estado profundo” (deep State), y los principales
medios de comunicación tradicionales, en estrecha alianza con el partido
Demócrata, para liquidar cualquier posibilidad de que el nuevo Presidente
adelante una agenda, y en todo lo factible cuestionar radicalmente sus
decisiones y actuaciones, sin discriminación alguna, en una abierta y también
soterrada conspiración dirigida sin remilgos a sacarle de la Casa Blanca, como
sea y cuanto antes mejor. Y todo esto lo llaman “resistencia”, como si Estados
Unidos estuviese en el caso de Francia entre 1940 y 1944 y los nazis se
hubiesen instalado en Washington.
Los medios de comunicación tradicionales, que vienen
perdiendo peso, credibilidad e influencia desde hace años, han optado por
alinearse de manera decidida y definitiva con el partido Demócrata. Esto
transforma de modo inequívoco su papel en la sociedad estadounidense. Medios de
prensa como el New York Times, el Washington Post y Los
Angeles Times, y redes de televisión como CNN, ABC y CBS, entre otras, ya
no existen para informar sino para participar del combate político como
instrumentos de uno de los bandos en pugna. Para aquéllos que aún afirman que
la escisión entre “izquierda” y “derecha” ha perdido sentido en nuestros días,
es de interés que den un vistazo a la actual política estadounidense, y con
facilidad comprobarán que tal diferenciación tiene más vigencia que nunca
antes. En ese contexto, los medios de comunicación tradicionales han optado por
desenmascararse, cumpliendo un rol totalmente parcializado.
Recordemos que dicha parcialización se desplegó durante la
reciente campaña electoral. La derrota de la señora Clinton no sólo tomó por
sorpresa a los medios tradicionales, tanto en Estados Unidos como en Europa y
América Latina, sino que les dejó desnudos ante amplios sectores de la opinión
pública. La humillación experimentada ante el fracaso de sus pronósticos se ha
mezclado con ilimitada indignación e incontenible rabia, que se manifiestan en
la obsesión de tales medios tradicionales por poner fin a la presidencia de
Trump, haciendo uso de todas las herramientas a su alcance y así algunas de
éstas se confundan con la violación de la ley. Ni el partido Demócrata, ni los
medios de comunicación, burócratas y agencias de inteligencia a su servicio,
han aceptado o aceptarán jamás la victoria de Trump, y el repudio a su
legitimidad se ha convertido en un principio irrenunciable de la conducta
Demócrata. Desde noviembre pasado los Demócratas han desconocido, cuestionado o
desestimado las reglas del sistema político, entre ellas el sistema electoral,
tratando de mostrar a Trump como un personaje condenable en sí mismo por el
mero hecho de existir. Todo ello conforma un marco de relaciones entre enemigos
jurados que, creo, ya acabó con el elemento lúdico en la política
estadounidense.
En síntesis, para la izquierda político-cultural
estadounidense e internacional, la victoria de Trump no ha sido asumida como
una derrota política, sino como un evento que tuerce lo que Obama (hegeliano de
nuevo cuño) denomina “el curso correcto de la Historia”, como un trauma
escatológico que ofende los designios divinos. Por lo tanto, no hay acomodo
posible con una realidad que es vista como una grieta en el orden cósmico, un
inaceptable insulto que exige una respuesta existencial, carente de matices y
negada a cualquier tentación conciliadora.
Cabe destacar que los Demócratas tienen razón en temer a
Trump, pues les está quitando el piso sobre el que caminan. En este sentido, si
se leen con cuidado los artículos de, por ejemplo, Mario Vargas Llosa contra
Trump, es fácil constatar que para este tipo de intelectual bien-pensante en
Occidente, el problema de Trump no es precisamente que sea populista. En
realidad todos los actuales políticos democráticos lo son, en mayor o menor
medida (incluidos la señora Merkel y sus “refugiados”). El verdadero
problema es que Trump es un populista de derecha, y ello sí que resulta
imperdonable.
Es desde luego complicado formular un pronóstico acerca del
probable desenlace de este proceso de enfrentamiento radical. Trump ha mostrado
que es un error subestimarle. Para alcanzar una mejor comprensión de lo que ocurre,
es recomendable ir más allá de la avasallante ofensiva de los medios de
comunicación tradicionales, e intentar informarse por otras vías acerca de las
percepciones de esa América profunda (los “deplorables”) que llevó a Trump a la
Presidencia, una América a la que las élites de izquierda concentradas en las
costas menosprecian, y que, según he logrado investigar, no mira con buenos
ojos lo que obviamente están intentando hacer el partido Demócrata y sus
aliados. Pero claro, al igual que en 2015 y 2016, hay que hacer un esfuerzo
perseverante para conocer la verdad.
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