Hace poco, Maduro afirmó que uno de los aportes
fundamentales de Chávez fue la creación de una nueva venezolanidad. Como
portavoz y encarnación de esa flamante sensibilidad, el dictador se ufanaba de
todo lo que habíamos cambiado en términos de convivencia, gracias a la
influencia del “comandante eterno”. Somos distintos gracias a Chávez,
desembuchó sin vacilar. Debemos coincidir con la afirmación, pero para
lamentarnos sin cortapisas por la mudanza. La sociedad aclimatada en el regazo
de la “revolución” es distinta de la anterior, desde luego, pero sus novedades
solo pueden provocar dolor. Lo que para Maduro es motivo de alegría, para
nosotros conduce a la vergüenza y también al asco.
Los venezolanos somos distintos desde cuando Chávez se hizo
del poder y buscó la manera de moldearnos con su influjo. De una ligera
analogía puede juzgarse cómo nos conducimos de forma diversa frente a los
desafíos del entorno, si recordamos lo que éramos como individuos y como
expresiones de la sociedad en el pasado reciente. La conducta de hoy no se
parece a la de ayer sino apenas un poco, y solo puede uno mantener un
comportamiento fraguado en la vida antecedente porque, como por obra de un
milagro, todavía permanecen los usos que nos enseñaron los antepasados. Esos
usos permiten la comparación, especialmente entre quienes ya vamos para viejos
y podemos calcular el valor de lo que se nos está yendo de las manos. De lo
contrario, seríamos todos el producto redondo de una cohabitación escarnecida,
de un vapuleo de las costumbres, de un declive que nos obliga a mirar los usos
más estimables del último medio siglo como una cumbre remota e inaccesible.
El hecho de que nos atrevamos a reivindicar la venezolanidad
del pasado significa que todavía existe, que no ha desaparecido del todo, pero
corre el riesgo de convertirse en amable cadáver si continúa el imperio de la
maldad, de la violencia desenfrenada, de la incivilidad y la grosería que
forman parte de un pavoroso arrollamiento desde la llegada de los chavistas al
poder. La tal venezolanidad impuesta por Chávez, que provoca los regocijos de
Maduro, es la negación de un entendimiento civilizado y equilibrado de la vida
que se fraguó a través del tiempo para formar un conglomerado al cual
distinguieron las cualidades de un transcurrir pacífico y respetuoso, de la
aceptación de unas reglas que invitaban a la moderación, de una manera de
entender al prójimo que no significaba necesariamente ofensa ni aspereza.
La tal venezolanidad impuesta por Chávez se caracteriza por
el imperio de la violencia, por la cercanía de la muerte, por los golpes de la
arbitrariedad, por el predominio de la hostilidad, por el reino de la
desconfianza y por la hegemonía de la desolación. No se trata de considerar el
pasado como un paraíso acogedor en cuyo regazo todos éramos felices, como el
pensil de las virtudes ciudadanas, porque también se las traía en materia de
trasgresiones y de ataque a los principios básicos de la concordia ciudadana,
pero cualquier comparación, por ligera que sea, habla bien del ayer y muy mal
de la actualidad. Hemos caído en un abismo de atrocidad y grosería que no tiene
parangón, o que pudiera encontrar relación con la postración posterior a las
guerras civiles del siglo XIX que fuimos superando progresivamente hasta fundar
maneras equilibradas de cohabitación.
Maduro es el prototipo de esa venezolanidad creada por
Chávez que él ahora celebra: sin luces, sin interés por la construcción de un
proyecto sensato de patria, sin una visión elevada de los propósitos
colectivos, sin expresiones de urbanidad, productor de un vocabulario violento
y permitidor de los desmanes de su equipo, es la encarnación de un
entendimiento de la vida que continúa para escarnio generalizado. Por eso
celebra, por eso se regocija, desgraciadamente. Pero mucho peor, por eso lo
escogió Chávez, por eso lo dejó en el trono. Un individuo cuya vocación era
destruir, cuyo empeño era el menoscabo de una congregación de personas que no
era sino un escollo para su mandonería, una barrera para sus desmanes, quiso
que lo sucediera un discípulo aventajado en el oficio de echar a la basura las
reservas que resistían su brutal acometida.
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