By FERNANDO YURMAN
05 DE MARZO DE 2017 12:01 AM
“La historia nunca se repite, pero a veces rima”
Mark Twain
No alcanzo recordar, desde la crisis de los misiles de 1961,
otro momento planetario que confirmase con una vasta incertidumbre que la
globalización ya estaba instalada. El desasosiego, la inquietud, lo incierto
que rodea el fenómeno Trump, es también una efigie de lo inesperado global, el
“cisne negro” que irrumpe tenebroso sobre la serena previsión estadística. Las
nuevas y viejas presencias políticas se inclinan ante el flamante ventarrón sin
poder fijar su fuerza y dirección. Es una coma, no un punto, dijo sobriamente
Obama, pero nadie sabe los misterios de esta sintaxis.
Es momento propicio para recordar aquella observación de
Winston Churchill, que era también una advertencia: “La democracia es el peor
de los sistemas, exceptuando todos los demás”. Curiosamente, es la misma
democracia, su incesante debilidad de hierro, la que permite todos los demás.
Para entenderlo, es preciso diferenciar el talante democrático de una sociedad
de la superstición numérica que suelen ser las elecciones.
Hitler, Mussolini, Chávez ganaron elecciones sin abandonar
el absoluto desprecio a la democracia. Con el voto lograban legalidad, pero con
el fanatismo transgresor obtenían legitimidad (“La palabra del Führer es la
Ley”, sostenía Carl Schmitt). Esta degradación es genérica, una suerte de
oleaje que recoge los sedimentos de pequeños desacuerdos acumulados. Aquí se
oponen la puntillosa corrección política, la minuciosa defensa de la diversidad
y la inmensa “minoría” con una mítica identidad masiva que siente la grosería
como franqueza, la impulsividad como honestidad, y la ignorancia como
providencia.
La gente no suele tener los gobiernos que se merece, sino
los que se les parecen. Algunos países, que guardan instituciones sólidas y una
prolija división de poderes, logran hasta olvidarse del gobierno, otros lo
sostienen sin cesar porque creen que los sostiene a ellos.
La causalidad política suele ser paradójica y enrarecida.
Con humor y lucidez, G. Bateson observó que quizás la rata de laboratorio creía
que había amaestrado al científico, porque cuando apretaba la palanca roja le
daba el alimento.
Y Bronislaw Malinowski, el viejo antropólogo, observaba que
los pueblos no se guían por la causa que los determina, sino por la que creen
que los determina. Aquí se abre la subjetividad al ámbito público, la crisis
más allá de la economía, en las oscuridades del alma que magnetiza el fervor
populista.
El retorno del “pueblo” y de los enemigos
internos-externos
No solo los grandes dictadores fueron populistas, también De
Gaulle, Roosevelt, Betancourt, Haya de La Torre, Yrigoyen, todos los que
hicieron política de masas (es decir todos, exceptuando algunos griegos que
conversaban en el Agora). La diferencia es que estos políticos ejercían el
poder desde unas firmes reglas de juego, mientras que los otros transcurren en
estado de excepción, en alarma perpetua por enemigos internos o externos. Por
eso unos tienen adversarios, con los que se puede perder, y los otros solo
enemigos, con los que no se puede perder.
“Cuenten con que nunca los abandonaré”, esa frase final del discurso inicial de Trump tiene todo su programa de gobierno, concentra en ese ticket de entrada el vínculo intemporal, pasional, con el pueblo como abstracción (representación simbólica, no estadística). El día de asunción, nominado como “de devoción patriótica”, tiene el carácter del “Día de la Lealtad” en el peronismo, la inauguración populista del “pueblo”. El “volk” ,el “pueblo”, que es un caro fantasma del nazismo, sigue teniendo un enorme poder imaginario, a pesar de que, como radicalmente definió Agamben, es solo “una liga alfabetizada de amistades compulsivas”, similar a la idea de nación que trató Benedict Anderson en Comunidades imaginarias. Su carácter mítico revive en algunas retóricas jurídicas (“el pueblo llama al banquillo a…”) o demagógicas (“el pueblo se levantó…”), pero no tiene sustancia fuera de lo imaginario.
“Cuenten con que nunca los abandonaré”, esa frase final del discurso inicial de Trump tiene todo su programa de gobierno, concentra en ese ticket de entrada el vínculo intemporal, pasional, con el pueblo como abstracción (representación simbólica, no estadística). El día de asunción, nominado como “de devoción patriótica”, tiene el carácter del “Día de la Lealtad” en el peronismo, la inauguración populista del “pueblo”. El “volk” ,el “pueblo”, que es un caro fantasma del nazismo, sigue teniendo un enorme poder imaginario, a pesar de que, como radicalmente definió Agamben, es solo “una liga alfabetizada de amistades compulsivas”, similar a la idea de nación que trató Benedict Anderson en Comunidades imaginarias. Su carácter mítico revive en algunas retóricas jurídicas (“el pueblo llama al banquillo a…”) o demagógicas (“el pueblo se levantó…”), pero no tiene sustancia fuera de lo imaginario.
La institucionalización, como la misma diversidad de
intereses, disuelve la prestancia del concepto. Su identidad decae en la
cenagosa cotidianidad, pero crece en la crisis, y culmina siempre con la
construcción del enemigo: el “antipueblo”, registro paranoico que en el
medioevo tenía el “anticristo” para la cristiandad. Implica también una ilusión
de pertenencia: ninguna persona conoce realmente a más de quinientos
congéneres, ni ama más de cien (por algo las utopías socialistas más duraderas,
el falansterio, los Kibutzim, los esbozos de Owens o Fourier, fueron muy
pequeñas).
Alguien que quiere febrilmente a muchísima gente desconocida
quizás tiene alguna alteración psíquica, pero es un buen político si trasmite
esa fantasía. Incluso Lincoln, en su discurso de Gettysburg, permite pensar que
el “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” era para un pueblo más
republicano que demócrata en su debate político. Contra la optimista diversidad
norteamericana que planteaba un “Padre fundador”, Hamilton (honrado en
estos tiempos por una deslumbrante obra de teatro), Madison, un gran
federalista, había señalado hacia 1831 que el pluralismo democrático suscita
una tensión inevitable por la diferencia de intereses y solo fugazmente permite
la unificación imaginaria. Su observación, menos recordada que la de Hamilton,
fue profética de la guerra civil que sucedería 30 años más tarde.
La Revolución norteamericana, que Hannah Arendt había
considerado más transformadora que la francesa, heredaba un parlamentarismo
esforzado. Desde el apasionado mundo de Maquiavelo en el siglo XVI hasta los
esbozos institucionales de finales del siglo XVIII, sucedieron eventos
tumultuosos que promovieron una representación del poder. Extrañamente, basta
un par de años para que esa representación se disuelva, se sustituya por la
fantasía de participación a través de un líder carismático. Cíclica figura
salvadora que otorgaría por identificación una distribución equitativa. El
padre, el rey, el caudillo, sobreviven en algún sótano de esa vida social
imaginaria. Max Weber sostenía, en impensada consonancia con Freud, que el
poder del caudillo implica una proletarización espiritual. Pero sabemos después
de Weber que también implica una elevación enorme de la tasa narcisista, un
espíritu de comienzo, ilusión de ruptura esencial con el pasado, fiesta para
fieles en tiempo de epifanía hasta que la bancarrota de ilusiones los devuelva
al tiempo real.
El carisma es un vínculo, no un rasgo, se sostiene más en la
enunciación que en el enunciado. Las definiciones violentas, el enojo perpetuo,
el balbuceo indignado, gestan un discurso que no es conceptual, pero sí de
eficiente manipulación. Organiza un vínculo identificatorio de sutilezas, en
una atmósfera informativa que impide diferenciar las verdades de hecho de las
verdades de opinión. Decir América, en vez de Nación, afirma la pasión
identificadora patriota contra el respeto institucional a la pertenencia, ya
que naciones hay muchas y la propia es una de ellas (lo particular vinculado a
lo universal). Mientras no se gaste la chispa imaginaria, la palabra pueblo
crea al pueblo por solo nombrarlo, y la nación a la nación. En esa
inconsistencia básica, nada es más engañoso que la evidencia.
La promesa suele ser el remedio ante la imposibilidad de predecir y como había señalado Shimon Peres, la mejor manera de predecir el futuro es construirlo. En este caso, se sustituye ese brío por el fervor imaginario de una lucha: el fanatismo evita el terror psíquico de un pensamiento más libre, más desprevenido, y por eso más desamparado frente a la oscuridad de las pulsiones y el azar de la existencia. Ese terror lo trató Erich Fromm en su ensayo El miedo a la libertad, como una condición existencial (también Sartre lo había postulado en El muro y La infancia de un jefe y más tarde El conformista, de Moravia). Es curiosa esa capacidad reveladora de la literatura (Eliot la había llamado antena de la sociedad). La confrontación entre el Medio Oeste norteamericano y el Sur con las urbanizadas costas y sus metrópolis, que reseña la actual polarización norteamericana, también tensaba hace casi un siglo El Gran Gatsby, la novela mayor de Scott Fitzgerald, los cuentos de Sherwood Anderson o Elmer Gantry, de Sinclair Lewis, en la modernizante década de 1920. Aquellos autores ilustraban la vieja raigambre de esa discordia. En nuestros años, Philip Roth, un profeta más avezado que los sociólogos, imaginó a Lindbergh, el aviador de St. Louis, como el primer presidente fascista de EEUU. También Houellebecq profetizó en su novela la dislocación francesa y europea, como si solo la ficción aprehendiese este fenómeno que se replica.
La promesa suele ser el remedio ante la imposibilidad de predecir y como había señalado Shimon Peres, la mejor manera de predecir el futuro es construirlo. En este caso, se sustituye ese brío por el fervor imaginario de una lucha: el fanatismo evita el terror psíquico de un pensamiento más libre, más desprevenido, y por eso más desamparado frente a la oscuridad de las pulsiones y el azar de la existencia. Ese terror lo trató Erich Fromm en su ensayo El miedo a la libertad, como una condición existencial (también Sartre lo había postulado en El muro y La infancia de un jefe y más tarde El conformista, de Moravia). Es curiosa esa capacidad reveladora de la literatura (Eliot la había llamado antena de la sociedad). La confrontación entre el Medio Oeste norteamericano y el Sur con las urbanizadas costas y sus metrópolis, que reseña la actual polarización norteamericana, también tensaba hace casi un siglo El Gran Gatsby, la novela mayor de Scott Fitzgerald, los cuentos de Sherwood Anderson o Elmer Gantry, de Sinclair Lewis, en la modernizante década de 1920. Aquellos autores ilustraban la vieja raigambre de esa discordia. En nuestros años, Philip Roth, un profeta más avezado que los sociólogos, imaginó a Lindbergh, el aviador de St. Louis, como el primer presidente fascista de EEUU. También Houellebecq profetizó en su novela la dislocación francesa y europea, como si solo la ficción aprehendiese este fenómeno que se replica.
El narcisismo se combina con el populismo
El fin de la guerra fría, la caída de una sólida
polarización, no suscitó la esperada heterogeneidad, sino una lenta
construcción de autocracias. La polarización prosiguió, pero fragmentada,
y con enemigos internos y externos, pero esta vez sin reglas de juego.
Sustituir los partidos por el poder del gran líder es el objetivo de estas
autocracias. No tienen doctrinas, solamente resentimientos instrumentados. Son
naturalmente anti-políticos, porque tienen furia, no discurso reflexivo.
Erdogan, Putin, Orban, los iliberales, como se llamó el último, son los nuevos
alfiles del tablero. Curiosamente, en ese trastrueque, el líder de China pasó a
representante del libre comercio, y la canciller de Alemania la voz de la
democracia.
Tenemos una posición crítica con el fanatismo por su
compromiso ideológico, pero se dispara desde una condición universal, la
perturbación narcisista en la condición fanática. Es preciso reconocer esta
general disposición: el amor pasión es también un tipo de fanatismo, la
relación de muchos artistas con una obra asume a veces una dimensión fanática y
el fervor de los melómanos o de los seguidores de un equipo deportivo resultan
formas extendidas del fanatismo. Una fanaticada llevando sus banderas del club
no resulta anímicamente distinta a los camisas negras de Mussolini, su fervor
anida el mismo potencial violento. Tienen raíces psíquicas similares, aunque su
expresión sea diferente: podríamos asociar los hooligans y las bandas violentas
del fútbol con los desbordes del fascismo, pero no lo haríamos con los excesos
del melómano o del cinéfilo. El narcisismo alimenta el buen orgullo o la
estéril vanidad, puede ser alentador o destructivo, bueno o malo como el
colesterol, pero pertenece a la condición humana. Como el populismo a la
condición política. El riesgo empieza cuando se potencian mutuamente ambas
sustancias, e invaden y colonizan toda la razón sin que esta pueda detenerlos.
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