By FLORENCE MONTERO NOUEL
12 DE MARZO DE 2017 12:01 AM
El 12 de octubre de 1946 la facultad a la que hoy
pertenecemos inició un nuevo camino entre los que ya brindaba la Universidad
Central de Venezuela. Ese día, Mariano Picón Salas, uno de los intelectuales
más sólidos con los que contó el país durante el siglo XX, pronunció un
discurso de apertura que, como toda su producción, nos invita a reflexionar
sobre la actividad humana y sobre el territorio geográfico y cultural donde
esta se realiza.
La creación de un nuevo espacio dedicado al cultivo del
pensamiento resulta, en la palabra de Picón Salas, una especie de sortilegio,
de acto mágico impensable para muchos venezolanos de la época. Fundar una
facultad que centrara su objeto de estudio en “el pensamiento puro, (en) las
Humanidades clásicas, (en) aquellos altos goces del espíritu que no pueden
expresarse en las estadísticas de producción o en los índices de ganancias
financieras”, resultaba empresa quimérica en una nación que a raíz del auge
petrolero parecía dejar en el olvido estas exploraciones del saber.
Incorporarse a las ganancias que producía el oro negro, recuperar el sueño de
El Dorado, de la riqueza perlífera de Cubagua; acariciar la utopía del
enriquecimiento, del poder del dinero, eran aspiraciones que se imponían en
aquella Venezuela seducida por la idea de progreso sobre la cual se apoyaba la
modernización. Había que arrimarse a la actividad generada por
el petróleo para aprovechar sus beneficios, había que adoptar “un pragmatismo
esterilizador de otras formas más altas de existencia”, como decía Picón Salas,
para incorporarse a ese vértigo de la contemporaneidad capaz, supuestamente, de
conducir al hombre a los más altos beneficios de la civilización. No obstante
esta creencia, que se imponía con gran fuerza en todos los sectores sociales,
el escritor ve que el numen misterioso, al que Bolívar llamó “Dios de
Colombia”, nos impulsa muchas veces, a llevar a cabo proyectos que inicialmente
se muestran irrealizables.
En un país, que solo una década antes, por fin se había
asomado con decisión a la modernidad, si atendemos a las ideas del propio Picón
Salas, la transformación resulta violenta, vertiginosa, sobre todo en el cambio
que implica el abandono del campo; en el salto de una economía fundamentalmente
agraria hacia una economía petrolera; en el abandono de la vida rural y
provinciana hacia un orden urbano, en el que los signos del mundo moderno
desplazan cada vez más las formas tradicionales. El poder financiero, el espíritu
práctico, el favoritismo por las carreras que “garantizan” una productividad
inmediata, es dominante. El carácter utilitario del conocimiento se impone
frente a los estudios humanísticos. El pragmatismo conduce a la producción de
dinero e insistentemente posterga (cuando no aniquila) la exploración de otras
perspectivas de vida, que fomenten el cultivo de la comprensión del ser humano
como sujeto individual y en relación con los otros que acompañan su tránsito;
de los enigmas y contradicciones culturales; de la historia de la nación a la
que pertenecemos. En esa atmósfera de transformaciones, de tensiones entre lo
viejo y lo nuevo, de un proceso económico inédito que desbordaba al ciudadano
común, no sorprende la ausencia de Sofrosine y Eutimia, a las que se
refiere Don Mariano en su discurso inaugural como “dos maravillosas virtudes
griegas”. La primera, personificación de la moderación, huye hasta el Olimpo al
escaparse de la caja de Pandora, y Eutimia era la deidad alegórica del sosiego,
de la serenidad, la placidez, de la tranquilidad del alma. De allí su ausencia
en un ambiente donde parece haber desaparecido el equilibrio, y haber surgido
la desestabilización, el sinsentido que caracterizó, en gran parte, nuestro
proceso de modernización a raíz de la irrupción petrolera. La armonía se torna
imposible.
La división del trabajo y la especialización, generadas por
el proceso de industrialización, no solo en Venezuela, sino en el mundo,
empeñado en llevar a la práctica el aumento de la eficiencia que se mide en la
ganancia monetaria inmediata, en el incremento del capital invertido,
contribuye a implantar en amplios sectores sociales, la noción de
profesionalismo como ideal de la instrucción. Incluso esta idea, que Picón
Salas califica de excesiva, se hace predominante en la Academia, y tiende a
parcelar el conocimiento, a compartimentarlo en estancos, a aislar las
disciplinas, dejando de lado el intercambio, la complementariedad que puede
darse entre diversas materias para ampliar el conocimiento de quienes las
estudian. Esta visión cerrada, rígida, la emparenta Picón Salas con el
positivismo venezolano, al que califica de herramienta estrecha y agotada para
el análisis. Pensamos que la postura de varios políticos opuestos a la
fundación de la Facultad de Filosofía y Letras, porque argumentaban que en un
país con alto índice de analfabetismo, había que empezar primero por enseñar a
leer y a escribir, para luego entrar en profundidades intelectuales, también
responde a la formación positivista, en la medida en que fundamentaban sus
criterios en las diferentes etapas de evolución por las cuales debía atravesar
el proceso educativo para dar resultados apropiados.
El profesionalismo a ultranza, el afán exagerado por la
especialización, que se empeña en dividir el conocimiento de forma tan rígida
hasta reducirlo, contribuye con una limitación innecesaria que puede llegar a
ser nociva. El deseo desmedido de alcanzar una productividad eficiente cercena
el cultivo de áreas del saber que son fundamentales para el desarrollo humano.
Y es allí, precisamente, donde cabe “el espíritu de fineza
en el más estricto sentido pascaliano” que menciona Picón Salas en su discurso,
haciendo alusión directa a Blaise Pascal (1623-1662). Esa posibilidad de
conocimiento que brinda la intuición, esa sutileza perceptiva que capta el
mundo, los conflictos que en él imperan; esa inteligencia que se abre a la
amplitud de comprender el drama del hombre, sus necesidades subjetivas,
propias, individuales, estrictamente íntimas y, al mismo tiempo, sus relaciones
con una colectividad social determinada, podrían conducirnos a la idea del
espíritu de fineza que caracteriza a la Filosofía y las Letras en la escritura
de Picón. Buscar la aguda comprensión del hombre y las cosas, cultivar el
ejercicio de la sensibilidad como puerta para penetrar en los enigmas del
conocimiento, resultan objetivos fundamentales de la facultad que en aquel
momento abría sus puertas.
No solo las destrezas derivadas del conocimiento técnico son
necesarias para estructurar una sociedad. Para cimentar las bases de una
cultura, se necesitan fundamentos que consoliden un pensamiento orientado a la
construcción de lo que Picón Salas llama “un arte de vivir y comprender” que,
para nosotros, trasciende la existencia individual, el ámbito privado, e
implica la posibilidad de fomentar una conciencia cívica, de alcanzar una
convivencia social armónica.
Este nuevo espacio de enseñanza que se fundaba en 1946,
apostaba a promover la visión humanista del mundo, a reflexionar sobre la
existencia del hombre, su hacer, su desenvolvimiento, su pensamiento, su
historia, su producción estética y, también, sobre su angustia existencial, sus
conflictos individuales y colectivos. Con respecto a estos últimos, recordemos
que apenas un año antes se había dado fin a la Segunda Guerra Mundial,
acontecimiento que, como señala Mariano Picón Salas, produjo el colapso de
todos los valores, casi nos precipitó en la inhumanidad, en la infrahumanidad,
hasta llevarnos, de nuevo, a pronunciar la antigua palabra Humanitas y,
con ello, a revisar su sentido.
Pero lo que algunos observaban como “tentativa quimérica”,
se transformó en fundación concreta, en algo que podía leerse como necesidad y
valoración del conocimiento humanístico, al recibir la respuesta de una sociedad
que, lejos de ignorar la convocatoria a crear este nuevo espacio del saber,
respondió con interés y numerosas solicitudes de ingreso. Había suficiente
matrícula para comprobar que, a pesar de los pronósticos iniciales, existía una
reserva cultural ganada para la causa que se presentía perdida. El “misterioso
numen” hacía nuevamente su aparición. Dice Don Mariano: “Una vez me atreví a
afirmar en un ensayo que en Venezuela acontecen las cosas mágicamente y de
pronto ese misterioso numen, ese “Dios de Colombia” de que habló Bolívar,
resuelve o nos lanza cuestiones de tan vívida urgencia, que ya no es posible
sino enfrentarse a ellas, con rapidez que anhela el saldo de muchos años de
olvido y postergación”.
Y de nuevo fue ese pueblo lleno de contradicciones, en
apariencia domesticado por los grandes poderes, por la arbitrariedad de
gobiernos totalitarios (recordemos, especialmente, los mandatos de los
compadres Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez) y por la figura mesiánica del
caudillo que periódicamente resucita, el que vislumbró una luz, una posibilidad
de abandonar el laberinto, de recuperar el hilo de Ariadna y tratar de
encontrar una salida ética a sus dudas, a las paradojas de su propia
existencia, al mal-estar del hombre moderno, buscando
respuestas en el arte, la Filosofía, la Literatura, el pensamiento. Por eso
Picón Salas afirma: “(…) ha aparecido en la Universidad de Caracas un alto
problema público que los directores universitarios no pueden ya sino considerar
a riesgo de no cumplir con la esperanza de nuestro pueblo: el de tanta gente
que pide al Instituto una orientación espiritual, y el del estudiantado que
advierte que el hombre no solo vive para el mundo de una profesión, sino
también para comprender el mundo en que se mueve, las ideas que orientan su
época (…)”.
Así, el escritor pone de manifiesto una creencia que recorre
gran parte de su obra a pesar de su aguda mirada, de su ojo crítico que
ausculta, establece relaciones históricas, desmonta la idea de la modernidad
como panacea sanadora de los males que perturban al país y a sus habitantes,
esa creencia no es otra que su confianza en las capacidades, a veces ocultas,
de la nación venezolana. A pesar de su intención crítica, casi siempre centrada
en la develación de nuestros desatinos, en la reflexión sobre los errores, las
limitaciones y las carencias de nuestra sociedad, Picón Salas se separa con
frecuencia del pesimismo y el rotundo desencanto, no solo para sugerir posibles
salidas, soluciones probables, sino para dejar lugar a la confianza en un
pueblo, “capaz de ganar”, según sus palabras “una epopeya de conciencia”. Es
significativo que establezca una analogía entre Venezuela y Anteo, el gigante
mitológico hijo de Gea y Poseidón, vencedor en todos sus enfrentamientos, a
excepción del que tuvo con Hércules.
Los juegos irónicos, presentes en gran parte de su prosa
ágil, erudita y, al mismo tiempo, sostenida en la sencilla elegancia del
lenguaje claro, apartado de la pesadez del estilo críptico, alejado de lo que
el mismo Picón Salas llama “el discurso engalanado”, muestran con trazos
humorísticos los cuestionamientos del autor, hacen guiños a sus lectores para
despertar su complicidad y revelarles aspectos trascendentes del devenir
histórico-social en el que se encuentran involucrados. Precisamente, ese
tono irónico que con frecuencia emplea, podríamos leerlo en la concepción del
nacionalismo que desarrolla hacia el final de su discurso, cuando señala:
“Quienes sin visión histórica se amurallan en su nacimiento cultural –que a
veces parece tan solo justificación de la propia pereza porque resulta
naturalmente, más fácil, ser el primer matemático de Upata y el primer
metafísico del Hatillo, que serlo de toda Venezuela- olvidan
que hasta una empresa tan entrañablemente cargada de nacionalidad como nuestra
Revolución de Independencia, se fecundó y fue posible porque a través de una
ideología mundial, descubrieron los hombres de entonces sus soterrados
derechos”.
La necesidad de intercambio con el mundo, la conciencia de
pertenecer a una comunidad mayor, que trasciende los límites del terruño, la
urgencia de abrirse a otras culturas, al pensamiento que se desarrolla más allá
de nuestras fronteras y nos puede abrir, inclusive, otras vías para la
comprensión de problemas muy cercanos, se explica en el sentido que da Picón
Salas en su texto al mito de Narciso. Quien es incapaz de mirar más allá de sí
mismo se ahogará en su propia contemplación y, en realidad, no se conocerá,
puesto que la individualidad, con sus particularidades, logra definirse justamente
a partir del contacto con el otro. Un nacionalismo que se encierra, que se
atrinchera en sus fronteras, tiende a aislarse, a separarse del libre debate
con otras culturas, con otras visiones del mundo. Al respecto, afirma Picón
Salas: “El mejor nacionalismo, el más eficiente, no es el que se queda atado a
los límites de las colinas o de la frontera acústica de las campanas
parroquiales, sino el que abre para los pueblos, los caminos de la
Universidad”. En este sentido, el autor define también otro de los propósitos
de la facultad que se inaugura: la apertura hacia el saber universal, el
diálogo con los otros, el intercambio con las distintas corrientes de
pensamiento que se desarrollaban en la época.
El gran Maestro Picón Salas escribe: “Con fe en este pueblo
venezolano, tan ágil, tan despierto, eterno Anteo a quien no derribó
definitivamente ninguna derrota; pueblo que desde los rincones de nuestra
patria está gritando su enorme anhelo de mejorar y aprender; pueblo al que en
los últimos años hemos visto ganar una epopeya de la conciencia, iniciamos la
tarea”.
Hoy nosotros, enfrentando las dificultades y construyendo
soluciones en una ardua labor de resistencia, tratamos de continuarla.
(*) Todas las citas contenidas en este trabajo fueron
tomadas del discurso de Mariano Picón Salas “Fines y problemas de la Facultad
de Filosofía y Letras”, pronunciado en la inauguración de esta facultad. En:
Navas Blanco, Alberto. Una aproximación a la historia de la fundación
de la Facultad de Humanidades y Educación en la Universidad Central de
Venezuela, 1946. Caracas: Fondo
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