DIRECTORIO FRANCISCANODocumentos Pontificios |
VISITA PASTORAL DEL PAPA FRANCISCO A ASÍS
(Asís, viernes 4 de octubre de 2013)
ENCUENTRO CON LOS NIÑOS DISCAPACITADOS
Y ENFERMOS INGRESADOS EN EL INSTITUTO SERÁFICO DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO(Asís, viernes 4 de octubre de 2013)
Nosotros estamos entre las llagas de Jesús, dijo usted, señora. Dijo también que estas llagas tienen necesidad de ser escuchadas, ser reconocidas. Y me viene a la memoria cuando el Señor Jesús iba de camino con los dos discípulos tristes. El Señor Jesús, al final, les mostró sus llagas y ellos le reconocieron. Luego el pan, donde Él estaba. Mi hermano Domenico me decía que aquí se realiza la Adoración. También este pan necesita ser escuchado, porque Jesús está presente y oculto detrás de la sencillez y mansedumbre de un pan. Aquí está Jesús oculto en estos muchachos, en estos niños, en estas personas. En el altar adoramos la Carne de Jesús; en ellos encontramos las llagas de Jesús. Jesús oculto en la Eucaristía y Jesús oculto en estas llagas. ¡Necesitan ser escuchadas! Tal vez no tanto en los periódicos, como noticias; esa es una escucha que dura uno, dos, tres días, luego viene otro, y otro... Deben ser escuchadas por quienes se dicen cristianos. El cristiano adora a Jesús, el cristiano busca a Jesús, el cristiano sabe reconocer las llagas de Jesús. Y hoy, todos nosotros, aquí, necesitamos decir: «Estas llagas deben ser escuchadas». Pero hay otra cosa que nos da esperanza. Jesús está presente en la Eucaristía, aquí es la Carne de Jesús; Jesús está presente entre vosotros, es la Carne de Jesús: son las llagas de Jesús en estas personas.
Pero es interesante: Jesús, al resucitar era bellísimo. No tenía en su cuerpo las marcas de los golpes, las heridas... nada. ¡Era más bello! Sólo quiso conservar las llagas y se las llevó al cielo. Las llagas de Jesús están aquí y están en el cielo ante el Padre. Nosotros curamos las llagas de Jesús aquí, y Él, desde el cielo, nos muestra sus llagas y nos dice a todos, a todos nosotros: «¡Te estoy esperando!». Que así sea.
Que el Señor os bendiga a todos. Que su amor descienda sobre nosotros, camine con nosotros; que Jesús nos diga que estas llagas son suyas y nos ayude a expresarlo, para que nosotros, cristianos, le escuchemos.
Queridos hermanos y hermanas:
Quiero iniciar mi visita a Asís con vosotros. ¡Os saludo a todos! Hoy es la fiesta de san Francisco, y yo elegí, como Obispo de Roma, llevar su nombre. He aquí el motivo por el cual hoy estoy aquí: mi visita es sobre todo una peregrinación de amor, para rezar ante la tumba de un hombre que se despojó de sí mismo y se revistió de Cristo; y, siguiendo el ejemplo de Cristo, amó a todos, especialmente a los más pobres y abandonados, amó con estupor y sencillez la creación de Dios. Al llegar aquí a Asís, en las puertas de la ciudad, se encuentra este Instituto, que se llama precisamente «Seráfico», un sobrenombre de san Francisco. Lo fundó un gran franciscano, el beato Ludovico de Casoria.
Y es justo partir de aquí. San Francisco, en su Testamento, dice: «El Señor me dio de esta manera a mí, hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia: porque, como estaba en pecado, me parecía extremadamente amargo ver a los leprosos. Y el Señor mismo me condujo entre ellos, y practiqué la misericordia con ellos. Y al apartarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo» (Test 1-3).
La sociedad, lamentablemente, está contaminada por la cultura del «descarte», que se opone a la cultura de la acogida. Y las víctimas de la cultura del descarte son precisamente las personas más débiles, más frágiles. En esta Casa, en cambio, veo en acción la cultura de la acogida. Cierto, incluso aquí no será todo perfecto, pero se colabora juntos por la vida digna de personas con graves dificultades. Gracias por este signo de amor que nos ofrecéis: éste es el signo de la verdadera civilización, humana y cristiana. Poner en el centro de la atención social y política a las personas más desfavorecidas. A veces, en cambio, las familias se encuentran solas al hacerse cargo de ellas. ¿Qué hacer? Desde este lugar donde se ve el amor concreto, digo a todos: multipliquemos las obras de la cultura de la acogida, obras animadas ante todo por un profundo amor cristiano, amor a Cristo Crucificado, a la carne de Cristo, obras en las que se unan la profesionalidad, el trabajo cualificado y justamente retribuido, con el voluntariado, un tesoro precioso.
Servir con amor y con ternura a las personas que tienen necesidad de tanta ayuda nos hace crecer en humanidad, porque ellas son auténticos recursos de humanidad. San Francisco era un joven rico, tenía ideales de gloria, pero Jesús, en la persona de aquel leproso, le habló en silencio, y le cambió, le hizo comprender lo que verdaderamente vale en la vida: no las riquezas, la fuerza de las armas, la gloria terrena, sino la humildad, la misericordia, el perdón.
Aquí, queridos hermanos y hermanas, quiero leeros algo personal, unas de las más bellas cartas que he recibido, un don de amor de Jesús. Me la escribió Nicolás, un muchacho de 16 años, discapacitado de nacimiento, que vive en Buenos Aires. Os la leo: «Querido Francisco: soy Nicolás y tengo 16 años; como yo no puedo escribirte (porque aún no hablo, ni camino), pedí a mis padres que lo hicieran en mi lugar, porque ellos son las personas que más me conocen. Te quiero contar que cuando tenía 6 años, en mi Colegio que se llama Aedin, el padre Pablo me dio la primera Comunión y este año, en noviembre, recibiré la Confirmación, una cosa que me da mucha alegría. Todas las noches, desde que tú me lo has pedido, pido a mi ángel de la guarda, que se llama Eusebio y que tiene mucha paciencia, que te proteja y te ayude. Puedes estar seguro de que lo hace muy bien porque me cuida y me acompaña todos los días. ¡Ah! Y cuando no tengo sueño... viene a jugar conmigo. Me gustaría mucho ir a verte y recibir tu bendición y un beso: sólo esto. Te mando muchos saludos y sigo pidiendo a Eusebio que te cuide y te dé fuerza. Besos. Nico».
En esta carta, en el corazón de este muchacho está la belleza, el amor, la poesía de Dios. Dios que se revela a quien tiene corazón sencillo, a los pequeños, a los humildes, a quien nosotros a menudo consideramos últimos, incluso a vosotros, queridos amigos: este muchacho cuando no logra dormir juega con su ángel de la guarda; es Dios que baja a jugar con él.
En la capilla de este Instituto, el obispo ha querido que se tenga la adoración eucarística permanente: el mismo Jesús que adoramos en el Sacramento, le encontramos en el hermano más frágil, de quien aprendemos, sin barreras y complicaciones, que Dios nos ama con la sencillez del corazón.
Gracias a todos por este encuentro. Os llevo conmigo, en el afecto y en la oración. Pero también vosotros rezad por mí. Que el Señor os bendiga y la Virgen y san Francisco os protejan.
¡Buenos días! Os saludo. Muchas gracias por todo esto. Rezad por todos los niños, los muchachos, las personas que están aquí, por todos los que trabajan aquí. Por ellos. ¡Muy bonito! Que el Señor os bendiga. Rezad también por mí, pero siempre. Rezad a favor, no en contra. Que el Señor os bendiga.
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ENCUENTRO CON LOS POBRES ASISTIDOS POR CÁRITAS
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO(Sala de la Expoliación del Obispado. Asís Viernes 4 de octubre de 2013)
Ha dicho mi hermano obispo que es la primera vez, en 800 años, que un Papa viene aquí. En estos días, en los periódicos, en los medios de comunicación, se fantaseaba. «El Papa irá a despojar a la Iglesia, ¡allí!». «¿De qué despojará a la Iglesia?». «Despojará los hábitos de los obispos, de los cardenales; se despojará él mismo». Esta es una buena ocasión para hacer una invitación a la Iglesia a despojarse. ¡Pero la Iglesia somos todos! ¡Todos! Desde el primer bautizado, todos somos Iglesia y todos debemos ir por el camino de Jesús, que recorrió un camino de despojamiento, Él mismo. Se hizo siervo, servidor; quiso ser humillado hasta la Cruz. Y si nosotros queremos ser cristianos, no hay otro camino. ¿Pero no podemos hacer un cristianismo un poco más humano -dicen-, sin cruz, sin Jesús, sin despojamiento? ¡De este modo nos volveríamos cristianos de pastelería, como buenas tartas, como buenas cosas dulces! Muy bonito, ¡pero no cristianos de verdad! Alguno dirá: «¿Pero de qué debe despojarse la Iglesia?». Debe despojarse hoy de un peligro gravísimo, que amenaza a cada persona en la Iglesia, a todos: el peligro de la mundanidad. El cristiano no puede convivir con el espíritu del mundo. La mundanidad que nos lleva a la vanidad, a la prepotencia, al orgullo. Y esto es un ídolo, no es Dios. ¡Es un ídolo! ¡Y la idolatría es el pecado más fuerte!
Cuando en los medios de comunicación se habla de la Iglesia, creen que la Iglesia son los sacerdotes, las religiosas, los obispos, los cardenales y el Papa. Pero la Iglesia somos todos nosotros, como he dicho. Y todos nosotros debemos despojarnos de esta mundanidad: el espíritu contrario al espíritu de las bienaventuranzas, el espíritu contrario al espíritu de Jesús. La mundanidad nos hace daño. Es muy triste encontrar a un cristiano mundano, seguro -según él- de esa seguridad que le da la fe y seguro de la seguridad que le da el mundo. No se puede obrar en las dos partes. La Iglesia -todos nosotros- debe despojarse de la mundanidad, que la lleva a la vanidad, al orgullo, que es la idolatría.
Jesús mismo nos decía: «No se puede servir a dos señores: o sirves a Dios o sirves al dinero» (cf. Mt 6,24). En el dinero estaba todo este espíritu mundano; dinero, vanidad, orgullo, ese camino... nosotros no podemos... es triste borrar con una mano lo que escribimos con la otra. ¡El Evangelio es el Evangelio! ¡Dios es único! Y Jesús se hizo servidor por nosotros y el espíritu del mundo no tiene que ver aquí. Hoy estoy aquí con vosotros. Muchos de vosotros han sido despojados por este mundo salvaje, que no da trabajo, que no ayuda; al que no le importa si hay niños que mueren de hambre en el mundo; no le importa si muchas familias no tienen para comer, no tienen la dignidad de llevar pan a casa; no le importa que mucha gente tenga que huir de la esclavitud, del hambre, y huir buscando la libertad. Con cuánto dolor, muchas veces, vemos que encuentran la muerte, como ha ocurrido ayer en Lampedusa: ¡hoy es un día de llanto! Estas cosas las hace el espíritu del mundo. Es ciertamente ridículo que un cristiano -un cristiano verdadero-, que un sacerdote, una religiosa, un obispo, un cardenal, un Papa, quieran ir por el camino de esta mundanidad, que es una actitud homicida. ¡La mundanidad espiritual mata! ¡Mata el alma! ¡Mata a las personas! ¡Mata a la Iglesia!
Cuando Francisco, aquí, realizó aquel gesto de despojarse, era un muchacho joven, no tenía fuerza para esto. Fue la fuerza de Dios la que le impulsó a hacer esto, la fuerza de Dios que quería recordarnos lo que Jesús nos decía sobre el espíritu del mundo, lo que Jesús rogó al Padre, para que el Padre nos salvara del espíritu del mundo.
Hoy, aquí, pidamos la gracia para todos los cristianos. Que el Señor nos dé a todos nosotros el valor de despojarnos, pero no de 20 liras; despojarnos del espíritu del mundo, que es la lepra, es el cáncer de la sociedad. ¡Es el cáncer de la revelación de Dios! ¡El espíritu del mundo es el enemigo de Jesús! Pido al Señor que, a todos nosotros, nos dé esta gracia de despojarnos. ¡Gracias!
Muchas gracias por la acogida. Rezad por mí, que lo necesito... ¡Todos! ¡Gracias!
Queridos hermanos y hermanas:
¡Gracias por vuestra acogida! Este lugar es un lugar especial, y por esto he querido hacer una etapa aquí, aunque la jornada está muy llena. Aquí Francisco se despojó de todo, ante su padre, el obispo y la gente de Asís. Fue un gesto profético, y fue también un acto de oración, un acto de amor y de confiarse al Padre que está en los cielos.
Con aquel gesto Francisco hizo su elección: la elección de ser pobre. No es una elección sociológica, ideológica, es la elección de ser como Jesús, de imitarle a Él, de seguirle hasta el fondo. Jesús es Dios que se despoja de su gloria. Lo leemos en san Pablo: Cristo Jesús, que era Dios, se despojó Él mismo, se vació Él mismo, y se hizo como nosotros, y en este abajamiento llegó hasta la muerte de cruz (cf. Flp 2,6-8). Jesús es Dios, pero nació desnudo, fue puesto en un pesebre, y murió desnudo y crucificado.
Francisco se despojó de todo, de su vida mundana, de sí mismo, para seguir a su Señor, Jesús, para ser como Él. El obispo Guido comprendió aquel gesto e inmediatamente se alzó, abrazó a Francisco y le cubrió con su manto, y fue siempre su ayuda y protector (cf. 1 Cel 15).
El despojamiento de san Francisco nos dice sencillamente lo que nos enseña el Evangelio: seguir a Jesús quiere decir ponerle en primer lugar, despojarnos de la muchas cosas que tenemos y que sofocan nuestro corazón, renunciar a nosotros mismos, tomar la cruz y llevarla con Jesús. Despojarnos del yo orgulloso y despegarnos del afán de tener, del dinero, que es un ídolo que posee.
Todos estamos llamados a ser pobres, despojarnos de nosotros mismos; y por esto debemos aprender a estar con los pobres, compartir con quien carece de lo necesario, tocar la carne de Cristo. El cristiano no es uno que se llena la boca con los pobres, ¡no! Es uno que les encuentra, que les mira a los ojos, que les toca. Estoy aquí no para «ser noticia», sino para indicar que éste es el camino cristiano, el que recorrió san Francisco. San Buenaventura, hablando del despojamiento de san Francisco, escribe: «Así, quedó desnudo el siervo del Rey altísimo para poder seguir al Señor desnudo en la cruz, a quien tanto amaba». Y añade que así Francisco se salvó del «naufragio del mundo» (LM 2,4).
Pero desearía, como pastor, también preguntarme: ¿de qué debe despojarse la Iglesia?
Despojarse de toda mundanidad espiritual, que es una tentación para todos; despojarse de toda acción que no es por Dios, no es de Dios; del miedo de abrir las puertas y de salir al encuentro de todos, especialmente de los más pobres, necesitados, lejanos, sin esperar; cierto, no para perderse en el naufragio del mundo, sino para llevar con valor la luz de Cristo, la luz del Evangelio, también en la oscuridad, donde no se ve, donde puede suceder el tropiezo; despojarse de la tranquilidad aparente que dan las estructuras, ciertamente necesarias e importantes, pero que no deben oscurecer jamás la única fuerza verdadera que lleva en sí: la de Dios. Él es nuestra fuerza. Despojarse de lo que no es esencial, porque la referencia es Cristo; la Iglesia es de Cristo. Muchos pasos, sobre todo en estas décadas, se han dado. Continuemos por este camino que es el de Cristo, el de los santos.
Para todos, también para nuestra sociedad que da signos de cansancio, si queremos salvarnos del naufragio, es necesario seguir el camino de la pobreza, que no es la miseria -ésta hay que combatirla-, sino saber compartir, ser más solidarios con quien está en necesidad, fiarnos más de Dios y menos de nuestras fuerzas humanas. Monseñor Sorrentino ha recordado la obra de solidaridad del obispo Nicolini, que ayudó a cientos de judíos escondiéndoles en los conventos, y el centro de selección secreto estaba precisamente aquí, en el obispado. También esto es despojamiento, que parte siempre del amor, de la misericordia de Dios.
En este lugar que nos interpela, desearía orar para que cada cristiano, la Iglesia, cada hombre y mujer de buena voluntad, sepa despojarse de lo que no es esencial para ir al encuentro de quien es pobre y pide ser amado. ¡Gracias a todos!
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
en la misa celebrada en la Plaza de San Francisco, Asís (Viernes 4 de octubre de 2013)
«Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25).
Paz y bien a todos. Con este saludo franciscano os agradezco el haber venido aquí, a esta plaza llena de historia y de fe, para rezar juntos.
Como tantos peregrinos, también yo he venido para dar gracias al Padre por todo lo que ha querido revelar a uno de estos «pequeños» de los que habla el evangelio: Francisco, hijo de un rico comerciante de Asís. El encuentro con Jesús le llevó a despojarse de una vida cómoda y superficial, para abrazar «la señora pobreza» y vivir como verdadero hijo del Padre que está en los cielos. Esta elección de san Francisco representaba un modo radical de imitar a Cristo, de revestirse de Aquel que siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Cor 8,9). El amor a los pobres y la imitación de Cristo pobre son dos elementos unidos de modo inseparable en la vida de Francisco, las dos caras de una misma moneda.
¿Cuál es el testimonio que nos da hoy Francisco? ¿Qué nos dice, no con las palabras -esto es fácil- sino con la vida?
La primera cosa que nos dice, la realidad fundamental que nos atestigua es ésta: ser cristianos es unarelación viva con la Persona de Jesús, es revestirse de Él, es asimilarse a Él.
¿Dónde inicia el camino de Francisco hacia Cristo? Comienza con la mirada de Jesús en la cruz. Dejarse mirar por Él en el momento en el que da la vida por nosotros y nos atrae a sí. Francisco lo experimentó de modo particular en la iglesita de San Damián, rezando delante del crucifijo, que hoy también yo veneraré. En aquel crucifijo Jesús no aparece muerto, sino vivo. La sangre desciende de las heridas de las manos, los pies y el costado, pero esa sangre expresa vida. Jesús no tiene los ojos cerrados, sino abiertos, de par en par: una mirada que habla al corazón. Y el Crucificado no nos habla de derrota, de fracaso; paradójicamente nos habla de una muerte que es vida, que genera vida, porque nos habla de amor, porque Él es el Amor de Dios encarnado, y el Amor no muere, más aún, vence el mal y la muerte. El que se deja mirar por Jesús crucificado es recreado, llega a ser una «nueva criatura». De aquí comienza todo: es la experiencia de la Gracia que transforma, el ser amados sin méritos, aun siendo pecadores. Por eso Francisco puede decir, como san Pablo: «En cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gál 6,14).
Nos dirigimos a ti, Francisco, y te pedimos: enséñanos a permanecer ante el Crucificado, a dejarnos mirar por Él, a dejarnos perdonar, recrear por su amor.
En el evangelio hemos escuchado estas palabras: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,28-29).
Ésta es la segunda cosa que Francisco nos atestigua: quien sigue a Cristo, recibe la verdadera paz, aquella que sólo él, y no el mundo, nos puede dar. Muchos asocian a san Francisco con la paz, y es justo, pero pocos profundizan. ¿Cuál es la paz que Francisco acogió y vivió y nos transmite? La de Cristo, que pasa a través del amor más grande, el de la Cruz. Es la paz que Jesús resucitado dio a los discípulos cuando se apareció en medio de ellos (cf. Jn 20,19.20).
La paz franciscana no es un sentimiento almibarado. Por favor: ¡ese san Francisco no existe! Y ni siquiera es una especie de armonía panteísta con las energías del cosmos... Tampoco esto es franciscano, tampoco esto es franciscano, sino una idea que algunos han construido. La paz de san Francisco es la de Cristo, y la encuentra el que «carga» con su «yugo», es decir su mandamiento: Amaos los unos a los otros como yo os he amado (cf. Jn 13,34; 15,12). Y este yugo no se puede llevar con arrogancia, con presunción, con soberbia, sino sólo se puede llevar con mansedumbre y humildad de corazón.
Nos dirigimos a ti, Francisco, y te pedimos: enséñanos a ser «instrumentos de la paz», de la paz que tiene su fuente en Dios, la paz que nos ha traído el Señor Jesús.
Francisco inicia el Cántico así: «Altísimo, omnipotente y buen Señor... Loado seas... con todas las criaturas» (EP 120). El amor por toda la creación, por su armonía. El Santo de Asís da testimonio del respeto hacia todo lo que Dios ha creado y como Él lo ha creado, sin experimentar con la creación para destruirla; ayudarla a crecer, a ser más hermosa y más parecida a lo que Dios ha creado. Y sobre todo san Francisco es testigo del respeto por todo, de que el hombre está llamado a custodiar al hombre, de que el hombre está en el centro de la creación, en el puesto en el que Dios -el Creador- lo ha querido, sin ser instrumento de los ídolos que nos creamos. ¡La armonía y la paz! Francisco fue hombre de armonía, un hombre de paz. Desde esta Ciudad de la paz, repito con la fuerza y mansedumbre del amor: respetemos la creación, no seamos instrumentos de destrucción. Respetemos a todo ser humano: que cesen los conflictos armados que ensangrientan la tierra, que callen las armas y en todas partes el odio ceda el puesto al amor, la ofensa al perdón y la discordia a la unión. Escuchemos el grito de los que lloran, sufren y mueren por la violencia, el terrorismo o la guerra, en Tierra Santa, tan amada por san Francisco, en Siria, en todo el Oriente Medio, en todo el mundo.
Nos dirigimos a ti, Francisco, y te pedimos: Alcánzanos de Dios para nuestro mundo el don de la armonía, la paz y el respeto por la creación.
No puedo olvidar, en fin, que Italia celebra hoy a san Francisco como su Patrón. Y felicito a todos los italianos, en la persona del jefe del Gobierno, aquí presente. Lo expresa también el tradicional gesto de la ofrenda del aceite para la lámpara votiva, que este año corresponde precisamente a la Región de Umbría. Recemos por la Nación italiana, para que cada uno trabaje siempre por el bien común, mirando más lo que une que lo que divide.
Hago mía la oración de san Francisco por Asís, por Italia, por el mundo: «Te ruego, pues, Señor mío Jesucristo, Padre de toda misericordia, que no te acuerdes de nuestras ingratitudes, sino ten presente la inagotable clemencia que has manifestado en [esta ciudad], para que sea siempre lugar y morada de los que de veras te conocen y glorifican tu nombre, bendito y gloriosísimo, por los siglos de los siglos. Amén» (EP 124).
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ENCUENTRO CON EL CLERO,
PERSONAS DE VIDA CONSAGRADA Y MIEMBROS DE CONSEJOS PASTORALES DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO (Catedral de San Rufino, Asís Viernes 4 de octubre de 2013)
Queridos hermanos y hermanas de la comunidad diocesana, ¡buenas tardes!
Os doy las gracias por vuestra acogida, sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos comprometidos en los consejos pastorales. ¡Cuán necesarios son los consejos pastorales! Un obispo no puede guiar una diócesis sin el consejo pastoral. Un párroco no puede guiar la parroquia sin el consejo pastoral. Esto es fundamental. Estamos en la catedral. Aquí se conserva la pila bautismal en la que fueron bautizados san Francisco y santa Clara, que en ese tiempo se encontraba en la iglesia de Santa María. La memoria del Bautismo es importante. El Bautismo es nuestro nacimiento como hijos de la Madre Iglesia. Desearía haceros una pregunta: ¿quién de vosotros sabe el día de su Bautismo? Pocos, pocos... Ahora, la tarea en casa. Mamá, papá, dime: ¿cuándo fui bautizado? Es importante, porque es el día del nacimiento como hijo de Dios. Un solo Espíritu, un solo Bautismo, en la variedad de los carismas y de los ministerios. ¡Qué gran don ser Iglesia, formar parte del pueblo de Dios! Todos somos el Pueblo de Dios. En la armonía, en la comunión de la diversidad, que es obra del Espíritu Santo, porque el Espíritu Santo es la armonía y construye la armonía: es un don de Él, y debemos estar abiertos para recibirlo.
El obispo es custodio de esta armonía. El obispo es custodio de este don de la armonía en la diversidad. Por ello el Papa Benedicto quiso que la actividad pastoral en las basílicas papales franciscanas esté integrada en la pastoral diocesana. Porque él debe construir la armonía: es su tarea, su deber y su vocación. Y él tiene un don especial para hacerlo. Me alegra que estéis caminando bien por esta senda, con beneficio para todos, colaborando juntos con serenidad, y os aliento a continuar. La visita pastoral que concluyó hace poco y el Sínodo diocesano que estáis por celebrar son momentos fuertes de crecimiento para esta Iglesia, que Dios bendijo de modo particular. La Iglesia crece, no por hacer proselitismo: no, no. La Iglesia no crece por proselitismo. La Iglesia crece por atracción, la atracción del testimonio que cada uno de nosotros da al Pueblo de Dios.
Ahora, brevemente, quisiera destacar algunos aspectos de vuestra vida de comunidad. No quiero deciros cosas nuevas, sino confirmaros en aquellas más importantes, que caracterizan vuestro camino diocesano.
La primera cosa es escuchar la Palabra de Dios. La Iglesia es esto: la comunidad -lo dijo el obispo-, la comunidad que escucha con fe y con amor al Señor que habla. El plan pastoral que estáis viviendo juntos insiste precisamente en esta dimensión fundamental. Es la Palabra de Dios la que suscita la fe, la nutre, la regenera. Es la Palabra de Dios la que toca los corazones, los convierte a Dios y a su lógica, que es muy distinta a la nuestra; es la Palabra de Dios la que renueva continuamente nuestras comunidades...
Pienso que todos podemos mejorar un poco en este aspecto: convertirnos todos en mejores oyentes de la Palabra de Dios, para ser menos ricos de nuestras palabras y más ricos de sus Palabras. Pienso en el sacerdote, que tiene la tarea de predicar. ¿Cómo puede predicar si antes no ha abierto su corazón, no ha escuchado, en el silencio, la Palabra de Dios? Fuera estas homilías interminables, aburridas, de las cuales no se entiende nada. Esto es para vosotros. Pienso en el papá y en la mamá, que son los primeros educadores: ¿cómo pueden educar si su conciencia no está iluminada por la Palabra de Dios, si su modo de pensar y de obrar no está guiado por la Palabra? ¿Qué ejemplo pueden dar a los hijos? Esto es importante, porque luego papá y mamá se lamentan: «este hijo...». Pero tú, ¿qué testimonio le has dado? ¿Cómo le has hablado? ¿De la Palabra de Dios o de la palabra del telediario? ¡Papá y mamá deben hablar ya de la Palabra de Dios! Y pienso en los catequistas, en todos los educadores: si su corazón no está caldeado por la Palabra, ¿cómo pueden caldear el corazón de los demás, de los niños, los jóvenes, los adultos? No es suficiente leer la Sagrada Escritura, es necesario escuchar a Jesús que habla en ella: es precisamente Jesús quien habla en la Escritura, es Jesús quien habla en ella. Es necesario ser antenas que reciben, sintonizadas en la Palabra de Dios, para ser antenas que transmiten. Se recibe y se transmite. Es el Espíritu de Dios quien hace viva la Escritura, la hace comprender en profundidad, en su sentido auténtico y pleno. Preguntémonos, como una de las preguntas hacia el Sínodo: ¿qué lugar tiene la Palabra de Dios en mi vida, en la vida de cada día? ¿Estoy sintonizado en Dios o en las tantas palabras de moda o en mí mismo? Una pregunta que cada uno de nosotros debe hacerse.
El segundo aspecto es el de caminar. Es una de las palabras que prefiero cuando pienso en el cristiano y en la Iglesia. Pero para vosotros tiene un sentido especial: estáis entrando en el Sínodo diocesano, y formar «sínodo» quiere decir caminar juntos. Pienso que esta es verdaderamente la experiencia más bella que vivimos: formar parte de un pueblo en camino, en camino en la historia, junto con su Señor, que camina en medio de nosotros. No estamos aislados, no caminamos solos, sino que somos parte del único rebaño de Cristo que camina junto.
Aquí pienso una vez más en vosotros sacerdotes, y dejad que me ponga también yo con vosotros. ¿Hay algo más bello para nosotros que el caminar con nuestro pueblo? ¡Es bello! Cuando pienso en estos párrocos que conocían el nombre de las personas de la parroquia, que iban a visitarlas; incluso como uno me decía: «Conozco el nombre del perro de cada familia», conocían incluso el nombre del perro. ¡Cuán hermoso era! ¿Hay algo más bello? Lo repito a menudo: caminar con nuestro pueblo, a veces delante, a veces en medio y a veces detrás: delante, para guiar a la comunidad; en medio, para alentarla y sostenerla; detrás, para mantenerla unida y que nadie se quede demasiado atrás, para mantenerla unida, y también por otra razón: porque el pueblo tiene «olfato». Tiene olfato en encontrar nuevas sendas para el camino, tiene el «sensus fidei», que dicen los teólogos. ¿Hay algo más bello? En el Sínodo debe estar también lo que el Espíritu Santo dice a los laicos, al Pueblo de Dios, a todos.
Pero la cosa más importante es caminar juntos, colaborando, ayudándose mutuamente; pedir disculpas, reconocer los propios errores y pedir perdón, pero también aceptar las disculpas de los demás perdonando -¡cuán importante es esto!-. A veces pienso en los matrimonios que después de muchos años se separan. «Eh... no, no nos entendemos, nos hemos separado». Tal vez no han sabido pedir disculpas a tiempo. Tal vez no han sabido perdonar a tiempo. A los recién casados les doy siempre este consejo: «Reñid lo que queráis. Si vuelan los platos, dejadlos. Pero nunca acabar el día sin hacer las paces. ¡Nunca!». Si los matrimonios aprenden a decir: «Perdona, estaba cansado», o sólo un gesto: esta es la paz; y retomar la vida al día siguiente. Este es un buen secreto, y evita estas separaciones dolorosas. Cuán importante es caminar unidos, sin evasiones hacia adelante, sin nostalgias del pasado. Y mientras se camina se habla, se conocen, se cuentan unos a otros, se crece en el ser familia. Aquí preguntémonos: ¿cómo caminamos? ¿Cómo camina nuestra realidad diocesana? ¿Camina unida? ¿Qué hago yo para que camine verdaderamente unida? No quisiera entrar en el tema de las habladurías, pero vosotros sabéis que las habladurías siempre dividen.
Por lo tanto: escuchar, caminar, y el tercer aspecto es la dimensión misionera: anunciar hasta las periferias. También esto lo he tomado de vosotros, de vuestros proyectos pastorales. El obispo me ha hablado recientemente de ello. Pero quiero subrayarlo, también porque es un elemento que viví mucho cuando estaba en Buenos Aires: la importancia de salir para ir al encuentro del otro, en las periferias, que son sitios, pero son sobre todo personas en situaciones de vida especial. Es el caso de la diócesis que tenía antes, la de Buenos Aires. Una periferia que me hacía mucho mal, era encontrar en las familias de clase media niños que no sabían hacer la señal de la cruz. ¡Esta es una periferia! Os pregunto: aquí, en esta diócesis, ¿hay niños que no saben hacer la señal de la cruz? Pensad en ello. Estas son verdaderas periferias existenciales, donde no está Dios.
En un primer sentido, las periferias de esta diócesis, por ejemplo, son las zonas de la diócesis que corren el riesgo de quedar al margen, fuera de las luces de los reflectores. Pero son también personas, realidades humanas de hecho marginadas, despreciadas. Son personas que tal vez se encuentran físicamente cercanas al «centro», pero espiritualmente están lejos.
No tengáis miedo de salir e ir al encuentro de estas personas, de estas situaciones. No os dejéis bloquear por los prejuicios, las costumbres, rigideces mentales o pastorales, por el famoso «siempre se ha hecho así». Se puede ir a las periferias sólo si se lleva la Palabra de Dios en el corazón y si se camina con la Iglesia, como san Francisco. De otro modo, nos llevamos a nosotros mismos, no la Palabra de Dios, y esto no es bueno, no sirve a nadie. No somos nosotros quienes salvamos el mundo: es precisamente el Señor quien lo salva.
Bien, queridos amigos, no os he dado recetas nuevas. No las tengo, y no creáis a quien dice tenerlas: no existen. He encontrado en el camino de vuestra Iglesia aspectos bellos e importantes que se deben hacer crecer y quiero confirmaros en ellos. Escuchad la Palabra, caminad juntos en fraternidad, anunciad el Evangelio en las periferias. Que el Señor os bendiga, la Virgen os proteja, y san Francisco os ayude a todos a vivir la alegría de ser discípulos del Señor. ¡Gracias!
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PALABRAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LAS MONJAS DE CLAUSURA (Capilla del Coro de la Basílica de Santa Clara, Asís Viernes 4 de octubre de 2013)
Pensaba que esta reunión sería como hicimos dos veces en Castelgandolfo, en la sala capitular, yo solo con las religiosas, pero, os confieso, no tengo el valor de hacer salir a los cardenales. Hagámosla así.
Bien. Os agradezco mucho la acogida y la oración por la Iglesia. Cuando una religiosa consagra toda su vida al Señor en la clausura, tiene lugar una transformación que no se acaba de entender. La normalidad de nuestro pensamiento diría que esta religiosa está aislada, sola con el Absoluto, sola con Dios; es una vida ascética, penitente. Pero este no es el camino de una religiosa de clausura católica, ni siquiera cristiana. El camino pasa por Jesucristo, siempre. Jesucristo está en el centro de vuestra vida, de vuestra penitencia, de vuestra vida comunitaria, de vuestra oración y también de la universalidad de la oración. Por este camino sucede lo contrario de quien piensa que ésta será una ascética religiosa de clausura. Cuando va por la senda de la contemplación de Jesucristo, de la oración y de la penitencia con Jesucristo, llega a ser grandemente humana. Las religiosas de clausura están llamadas a tener una gran humanidad, una humanidad como la de la Madre Iglesia; humanas, comprender todas las cosas de la vida, ser personas que saben comprender los problemas humanos, saben perdonar, saben pedir al Señor por las personas. Vuestra humanidad.
Y vuestra humanidad viene por este camino, la Encarnación del Verbo, el camino de Jesucristo. ¿Cuál es el signo de una religiosa tan humana? La alegría, la alegría, cuando hay alegría. A mí me da tristeza cuando encuentro religiosas que no son alegres. Tal vez sonríen, ¡bah!, con la sonrisa de un asistente de vuelo, pero no con la sonrisa de la alegría, de esa que viene de dentro. Siempre con Jesucristo. Hoy en la misa, hablando del Crucificado, decía que Francisco lo había contemplado con los ojos abiertos, con las heridas abiertas, con la sangre que se derramaba. Esta es vuestra contemplación: la realidad. La realidad de Jesucristo. No ideas abstractas, no ideas abstractas, porque secan la cabeza. La contemplación de las llagas de Jesucristo. Las llevó al cielo, y las tiene. Es el camino de la humanidad de Jesucristo: siempre con Jesús, Dios-hombre. Y por ello es tan hermoso cuando la gente va al locutorio de los monasterios y pide oraciones y cuenta sus problemas. Tal vez la hermana no dice nada de extraordinario, pero es una palabra que le brota precisamente de la contemplación de Jesucristo, porque la hermana, como la Iglesia, está en el camino de ser experta en humanidad. Este es vuestro camino: no demasiado espiritual. Cuando son demasiado espirituales, pienso, por ejemplo, en santa Teresa, la fundadora de los monasterios que son vuestra competencia. Cuando una religiosa iba a ella, oh, con estas cosas (demasiado espirituales) decía a la cocinera: «dadle carne».
Siempre con Jesucristo, siempre. La humanidad de Jesucristo. Porque el Verbo vino en la carne, Dios se hizo carne por nosotros, y esto os dará una santidad humana, grande, bella, madura, una santidad de madre. La Iglesia os quiere así: madres, madre, madre. Dar vida. Cuando vosotras rezáis, por ejemplo, por los sacerdotes, por los seminaristas, tenéis con ellos una relación de maternidad; con la oración les ayudáis a ser buenos pastores del Pueblo de Dios. Pero recordad la carne de santa Teresa. Es importante. Este es el primer punto: siempre con Jesucristo, las llagas de Jesucristo, las llagas del Señor. Porque es una realidad que, después de la Resurrección, Él las tenía y las llevó.
La segunda cosa que quería deciros, brevemente, es la vida de comunidad. Perdonad, soportaos, porque la vida de comunidad no es fácil. El diablo se vale de todo para dividir. Dice: «No quiero hablar mal, pero...», y comienza la división. No, esto no funciona, porque no conduce a nada: a la división. Cuidar la amistad entre vosotras, la vida de familia, el amor entre vosotras. Que el monasterio no sea un Purgatorio, que sea una familia. Los problemas están, estarán, pero, como se hace en una familia, con amor, buscar la solución con amor; no destruir esto para resolver aquello; no competir. Cuidar la vida de comunidad, porque cuando la vida de comunidad es así, de familia, es precisamente el Espíritu Santo quien está en medio de la comunidad. Estas dos cosas quería deciros: la contemplación siempre, siempre con Jesús -Jesús, Dios y Hombre-; y la vida de comunidad, siempre con un corazón grande. Dejando pasar, no vanagloriarse, soportar todo, sonreír desde del corazón. El signo de ello es la alegría. Pido para vosotras esta alegría que nace precisamente de la contemplación auténtica y de una bella vida comunitaria. ¡Gracias! Gracias por la acogida. Os pido que recéis por mí, por favor, no lo olvidéis. Antes de la bendición, recemos a la Virgen: Ave María...
ENCUENTRO CON LOS JÓVENES DE UMBRÍA
PALABRAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO (Plaza de la Basílica di Santa María de los Ángeles, Asís Viernes 4 de octubre de 2013)
Queridos jóvenes de Umbría, ¡buenas tardes!
Gracias por haber venido, gracias por esta fiesta. De verdad, ¡ésta es una fiesta! Y gracias por vuestras preguntas.
Estoy contento de que la primera pregunta haya sido de una joven pareja. Un bello testimonio. Dos jóvenes que han elegido, han decidido, con alegría y con valor formar una familia. Sí, porque es verdad, se necesita valor para formar una familia. ¡Se necesita valor! Y vuestra pregunta, jóvenes esposos, se une a la de la vocación. ¿Qué es el matrimonio? Es una auténtica vocación, como lo son el sacerdocio y la vida religiosa. Dos cristianos que se casan han reconocido en su historia de amor la llamada del Señor, la vocación a formar de dos, hombre y mujer, una sola carne, una sola vida. Y el Sacramento del matrimonio envuelve este amor con la gracia de Dios, lo enraíza en Dios mismo. Con este don, con la certeza de esta llamada, se puede partir seguros, no se tiene miedo de nada, se puede afrontar todo, ¡juntos!
Pensemos en nuestros padres, en nuestros abuelos o bisabuelos: se casaron en condiciones mucho más pobres que las nuestras, algunos en tiempo de guerra, o de posguerra; algunos emigraron, como mis padres. ¿Dónde encontraban la fuerza? La encontraban en la certeza de que el Señor estaba con ellos, que la familia está bendecida por Dios con el Sacramento del matrimonio, y que bendita es la misión de traer al mundo hijos y educarles. Con estas certezas superaron incluso las pruebas más duras. Eran certezas sencillas, pero verdaderas; formaban columnas que sostenían su amor. No fue fácil su vida; había problemas, muchos problemas. Pero estas certezas sencillas les ayudaban a ir adelante. Y lograron formar una bella familia, dar vida, criar a los hijos.
Queridos amigos, se necesita esta base moral y espiritual para construir bien, ¡de modo sólido! Hoy, esta base ya no está garantizada por las familias y por la tradición social. Es más, la sociedad en la que habéis nacido privilegia los derechos individuales más que la familia -estos derechos individuales-, privilegia las relaciones que duran hasta que surjan dificultades, y por esto a veces habla de relación de pareja, de familia y de matrimonio de manera superficial y equívoca. Bastaría mirar ciertos programas televisivos y se ven estos valores. Cuántas veces los párrocos -también yo lo oí algunas veces- oyen a una pareja que va a casarse: «¿Pero vosotros sabéis que el matrimonio es para toda la vida?». «Ah, nosotros nos queremos mucho, pero... estaremos juntos mientras dure el amor. Cuando acabe, uno por un lado, el otro por otro». Es el egoísmo: cuando yo no siento, corto el matrimonio y me olvido de ese «una sola carne», que no puede dividirse. Es arriesgado casarse: ¡es arriesgado! Es ese egoísmo el que nos amenaza, porque dentro de nosotros todos tenemos la posibilidad de una doble personalidad: la que dice: «Yo, libre, yo quiero esto...», y la otra que dice: «Yo, mi, me, conmigo, para mí...». El egoísmo siempre, que vuelve y no sabe abrirse a los demás.
La otra dificultad es esta cultura de lo provisional: parece que nada es definitivo. Todo es provisional. Como dije antes: bah, el amor, hasta que dure. Una vez oí a un seminarista -capaz- que decía: «Yo quiero ser sacerdote, pero durante diez años. Después me lo replanteo». Es la cultura de lo provisional, y Jesús no nos salvó provisionalmente: ¡nos salvó definitivamente!
¡Pero el Espíritu Santo suscita siempre respuestas nuevas a las nuevas exigencias! Y así se han multiplicado en la Iglesia los caminos para novios, los cursos de preparación al matrimonio, los grupos de jóvenes parejas en las parroquias, los movimientos familiares... Son una riqueza inmensa. Son puntos de referencia para todos: jóvenes en búsqueda, parejas en crisis, padres en dificultad con los hijos y viceversa. Nos ayudan todos. Y después están las diversas formas de acogida: la tutela, la adopción, las casas-familia de varios tipos... La fantasía -me permito la palabra-, la fantasía del Espíritu Santo es infinita, pero es también muy concreta. Entonces desearía deciros que no tengáis miedo de dar pasos definitivos: no tengáis miedo de darlos. Cuántas veces he oído a las mamás que me dicen: «Pero, padre, yo tengo un hijo de 30 años y no se casa: no sé qué hacer. Tiene una bella novia, pero no se decide». ¡Pero señora, no le planche más las camisas! Es así. No tener miedo de dar pasos definitivos, como el del matrimonio: profundizad en vuestro amor, respetando sus tiempos y las expresiones, orad, preparaos bien, pero después tened confianza en que el Señor no os deja solos. Hacedle entrar en vuestra casa como uno de la familia; Él os sostendrá siempre.
La familia es la vocación que Dios ha escrito en la naturaleza del hombre y de la mujer, pero existe otra vocación complementaria al matrimonio: la llamada al celibato y a la virginidad por el Reino de los cielos. Es la vocación que Jesús mismo vivió. ¿Cómo reconocerla? ¿Cómo seguirla? Es la tercera pregunta que me habéis hecho. Pero alguno de vosotros puede pensar: pero este obispo, ¡qué bueno! Hemos hecho las preguntas y tiene las respuestas todas listas, escritas. Recibí las preguntas hace algunos días. Por esto las conozco. Y os respondo con dos elementos esenciales sobre cómo reconocer esta vocación al sacerdocio o a la vida consagrada. Orar y caminar en la Iglesia. Estas dos cosas van juntas, están entrelazadas. En el origen de toda vocación a la vida consagrada hay siempre una experiencia fuerte de Dios, una experiencia que no se olvida, se recuerda durante toda la vida. Es la que tuvo Francisco. Y esto nosotros no lo podemos calcular o programar. ¡Dios nos sorprende siempre! Es Dios quien llama; pero es importante tener una relación cotidiana con Él, escucharle en silencio ante el Sagrario y en lo íntimo de nosotros mismos, hablarle, acercarse a los Sacramentos. Tener esta relación familiar con el Señor es como tener abierta la ventana de nuestra vida para que Él nos haga oír su voz, qué quiere de nosotros. Sería bello oíros a vosotros, oír aquí a los sacerdotes presentes, a las religiosas... Sería bellísimo, porque cada historia es única, pero todas parten de un encuentro que ilumina en lo profundo, que toca el corazón e involucra a toda la persona: afecto, intelecto, sentidos, todo. La relación con Dios no se refiere sólo a una parte de nosotros mismos, se refiere a todo. Es un amor tan grande, tan bello, tan verdadero, que merece todo y merece toda nuestra confianza. Y una cosa querría decirla con fuerza, especialmente hoy: ¡la virginidad por el Reino de Dios no es un «no», es un «sí»! Cierto, comporta la renuncia a un vínculo conyugal y a una familia propia, pero en la base está el «sí», como respuesta al «sí» total de Cristo hacia nosotros, y este «sí» hace fecundos.
Pero aquí en Asís no hay necesidad de palabras. Está Francisco, está Clara, ¡hablan ellos! Su carisma continúa hablando a muchos jóvenes en el mundo entero: chicos y chicas que dejan todo para seguir a Jesús en el camino del Evangelio.
He aquí: Evangelio. Desearía tomar la palabra «Evangelio» para responder a las otras dos preguntasque me habéis hecho, la segunda y la cuarta. Una se refiere al compromiso social, en este período de crisis que amenaza la esperanza; la otra se refiere a la evangelización, llevar el anuncio de Jesús a los demás. Me habéis preguntado: ¿qué podemos hacer? ¿Cuál puede ser nuestra contribución?
Aquí en Asís, aquí cerca de la Porciúncula, me parece oír la voz de san Francisco que nos repite: «¡Evangelio, Evangelio!». Me lo dice también a mí, es más, antes a mí: ¡Papa Francisco, sé servidor del Evangelio! Si yo no logro ser un servidor del Evangelio, mi vida no vale nada.
Pero el Evangelio, queridos amigos, no se refiere sólo a la religión, se refiere al hombre, a todo el hombre, se refiere al mundo, a la sociedad, la civilización humana. El Evangelio es el mensaje de salvación de Dios para la humanidad. Pero cuando decimos «mensaje de salvación» no es una forma de hablar, no son sencillas palabras o palabras vacías como hay tantas hoy. La humanidad tiene verdaderamente necesidad de ser salvada. Lo vemos cada día cuando hojeamos el periódico, u oímos las noticias en televisión; pero lo vemos también a nuestro alrededor, en las personas, en las situaciones; y lo vemos en nosotros mismos. Cada uno de nosotros tiene necesidad de salvación. Solos no podemos. Tenemos necesidad de salvación. ¿Salvación de qué? Del mal. El mal actúa, hace su trabajo. Pero el mal no es invencible y el cristiano no se resigna frente al mal. Y vosotros, jóvenes, ¿queréis resignaros frente al mal, a las injusticias, a las dificultades? ¿Queréis o no queréis? [Los jóvenes responden: ¡No!]. Ah, vale. Esto agrada. Nuestro secreto es que Dios es más grande que el mal: y esto es verdad. Dios es más grande que el mal. Dios es amor infinito, misericordia sin límites, y este Amor ha vencido el mal de raíz en la muerte y resurrección de Cristo. Esto es el Evangelio, la Buena Nueva: el amor de Dios ha vencido. Cristo murió en la cruz por nuestros pecados y resucitó. Con Él podemos luchar contra el mal y vencerlo cada día. ¿Lo creemos o no? [Los jóvenes responden: ¡Sí!] Pero este «sí» debe ir a la vida. Si yo creo que Jesús ha vencido el mal y me salva, debo seguir a Jesús, debo ir por el camino de Jesús durante toda la vida.
Así que el Evangelio, este mensaje de salvación, tiene dos destinos que están unidos: el primero, suscitar la fe, y esto es la evangelización; el segundo, transformar el mundo según el proyecto de Dios, y esto es la animación cristiana de la sociedad. Pero no son dos cosas separadas, son una única misión: llevar el Evangelio con el testimonio de nuestra vida transforma el mundo. Este es el camino: llevar el Evangelio con el testimonio de nuestra vida.
Miremos a Francisco: él hizo las dos cosas, con la fuerza del único Evangelio. Francisco hizo crecer la fe, renovó la Iglesia; y al mismo tiempo renovó la sociedad, la hizo más fraterna, pero siempre con el Evangelio, con el testimonio. ¿Sabéis qué dijo una vez Francisco a sus hermanos? «Predicad siempre el Evangelio y si fuera necesario también con las palabras». Pero, ¿cómo? ¿Se puede predicar el Evangelio sin las palabras? ¡Sí! ¡Con el testimonio! Primero el testimonio, después las palabras. ¡Pero el testimonio!
Jóvenes de Umbría: ¡haced así también vosotros! Hoy, en el nombre de san Francisco, os digo: no tengo oro, ni plata que daros, sino algo mucho más precioso, el Evangelio de Jesús. Id con valentía. Con el Evangelio en el corazón y entre las manos, sed testigos de la fe con vuestra vida: llevad a Cristo a vuestras casas, anunciadle entre vuestros amigos, acogedle y servidle en los pobres. Jóvenes, dad a Umbría un mensaje de vida, de paz y de esperanza. ¡Podéis hacerlo!
Y por favor, os pido: rezad por mí.
[L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, del 11-X-2013]
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