Pero las aguas nunca volvieron a su cauce
El 4 de febrero de 1992 uno de los locutores de Radio Rumbos, por aquellos años la emisora de noticias más importante del país, se metió de lleno en mi sueño para informar que en esos momentos, 3:40 de la madrugada, algo que parecía una insurrección militar se desarrollaba en el Palacio de Miraflores: un blindado acometía una de las regias puertas de la casa de gobierno mientras confusas ráfagas de ametralladoras rociaban el perímetro. Por primera vez agradecí mentalmente al vecino de arriba sus atrabiliarios modos de entender la convivencia: escuchar música a altísimo volumen o, como en este caso, los buenos o malos sucesos. Yo vivía en un populoso barrio del suroeste de la ciudad, en un bloque de apartamentos cuyas unidades adjudicaba el Instituto Nacional de la Vivienda (antiguo Banco Obrero) a gente de clase media baja. Mi padre fue uno de los beneficiarios de aquel plan.
Cuando el sol salió ese día de febrero, ya todos sabíamos que, en efecto, un grupo de militares intentó deponer al presidente Carlos Andrés Pérez so pretexto de acabar con un gobierno democrático que entendía falso, corrupto e ineficiente. A la hora del desayuno, sin embargo, las fuerzas armadas ya controlaban la situación, pese a que en algunos sitios los rebeldes mantenían cierto poder de fuego. Por ello se hizo necesario sacar al aire, en vivo y directo, al líder delputsch para que reconociese la derrota y así tornar, de manera definitiva, las aguas a su cauce. Ocurrió, entonces, la intervención más célebre en los anales de los mass-media en Venezuela: un desconocido comandante Chávez entraba para siempre en el imaginario y se hacía con el imperio de una latente simbología heroica al pronunciar como al desgaire la frase “por ahora” (con lo cual sembraba la idea de que acaso volvería a hacerlo), pero, sobre todo, al asumir la responsabilidad del movimiento; un gesto insólito, todo hay que decirlo, en una república donde lo común era escurrir el bulto.
Las semanas siguientes no hicieron más que incrementar el aura legendaria del insurrecto; él mismo contribuiría con pistas que conectaban su causa con un viejo guerrillero de principios del siglo XX, su bisabuelo Pedro Pérez Delgado, Maisanta, personaje protagónico de la novela que José León Tapia había publicado en 1974: Maisanta, el último hombre a caballo. Aquí comienza, al menos de forma pública, una de las historias literarias más curiosas de las últimas dos décadas de la política venezolana: la épica de Hugo Chávez narrada por el mismo (y, simultáneamente, el énfasis político de buena parte de la narrativa del país en el mismo lapso). Porque mucha de la vida y acciones del creador de la revolución bolivariana resulta el correlato de una lectura de cierta oralidad popular, y de varias piezas escritas con base en la historiografía venezolana de la post independencia, comoPor aquí pasó Zamora (1972), cito un ejemplo, del ya mencionado Tapia.
No obstante, una vez obtenido el dominio del Estado, Chávez atenúa el argumento de sus orígenes guerrilleros en el ascendiente de Maisanta y de la tradición oral y pasa a construir un nuevo proyecto literario: aquel que ilustrase las torvas condiciones sociales que activaron subondadosa necesidad de liberar a la patria de unos supuestos cuarenta años de “podredumbre” gubernamental. De este modo, explicaría hasta el abuso del auditorio (y de las cadenas de radio y tevé) que su revolución se había iniciado el 27 de febrero de 1989, esto es, cuando “bajaron los cerros” (los habitantes de las zonas más pobres de Caracas ——aunque el “sacudón” se dio en varias ciudades del país), frase que se popularizó por aquellos días y que hasta hoy sirve como sinécdoque de lo ocurrido. La idea tuvo tanta fortuna que hay varias novelas y cuentos que, siguiendo la estrategia imaginaria de Chávez, apoyan la tesis y han hecho creer a muchos lectores que esa interpretación justificaba los frustrados golpes de 1992.
Por razones de tiempo no puedo ofrecer aquí las muestras que comprueban cómo la biografía de Hugo Chávez –alimentada por un imaginario de cuentos populares sobre batallas, traiciones y hazañas de nuestra menuda política (esas anécdotas que a veces gustan contar los llaneros de Rómulo Gallegos), y de algunas lecturas sui géneris de la historia nacional hechas por quien se sentía llamado por hombres e impulsos del pasado (Bolívar, la independencia, Ezequiel Zamora) para enmendar entuertos socioculturales (en una línea cercana a lo que, siguiendo a Germán Carrera Damas y a Elías Pino Iturrieta, Enrique Krauze ha analizado en Redentores, 2011)–; no puedo mostrar ahora, repito, esa biografía adosada al discurrir histórico que tanto éxito ha tenido entre adeptos y que suele enardecer a impugnantes. Se trata de un tipo de narración intimista, digamos, que tiene la virtud de convencer a millones de escuchas (en esencia, Chávez fue un narrador oral) de que los acontecimientos relatados no son ficticios, sino que devienen trasuntos directos de la realidad, donde los héroes representados tienen, sospechosamente, las cualidades del emisor de los textos.
Esta sería la primera línea de producción narrativa de la era de Chávez, la que el propio comandante materializa en los Cuentos del arañero (compilados por los periodistas cubanos Orlando Oramas León y Jorge Legañoa Alonso) y en varias entrevistas concedidas desde los tiempos de su encarcelamiento y en el mediático transcurso de sus presidencias. Una obra fictiva cuyos destacables réditos simbólicos lo constituyen la polarización política y el culto a la personalidad del narrador.
La segunda y tercera líneas, en las cuales quiero detenerme, resultan más visibles, pues cristalizan el cuerpo formal de docenas de títulos que no pudiendo sustraerse a las circunstancias, asumen una marcada actitud de facciones políticas, a despecho de sus intereses estéticos y sin que ello rebaje, conviene aclararlo, sus intencionalidades artísticas. No pretendo reducir, también vale dejarlo claro, el conjunto de la narrativa del lapso 1992-2012 a un mecánico análisis sociológico. Sin embargo, en esta primera entrega de un trabajo mayor en progreso sólo puedo limitarme a señalar ciertos rasgos del fenómeno leídos desde una perspectiva crítica que busca ordenar, con base en una hipótesis de lectura sobre el impacto de la revolución bolivariana en las expresiones cuentísticas y novelescas del país, un corpus numeroso, complejo y heterogéneo.
La segunda línea narrativa corresponde, entonces, al grupo de obras donde la representación del “Caracazo” o de las intentonas golpistas del 92 ocupa papel relevante. Me apresuro a advertir que el uso de estos temas comenzó antes de 1998: en la novela Después Caracas(1995), de José Balza, el “sacudón” y las fallidas insurrecciones sirven como escenarios para el despliegue de algún personaje; en Retrato de Abel con isla volcánica al fondo (1997), la primera pieza larga de Juan Carlos Méndez Guédez, hay una excelente recreación del 27 de noviembre: ese episodio desencadena las acciones y se convierte en metafórico cuestionamiento de una comunidad nacional atenazada por graves problemas culturales y socioeconómicos. Puede decirse que en un rapto epifánico, Méndez Guédez supo ver las consecuencias de aquellos desmanes militares en una eficaz y a ratos lírica historia. La advertencia indica que si bien he dicho que pueden establecerse vínculos entre la tendenciosa interpretación hecha por Hugo Chávez sobre estos sucesos como parte de su mitología revolucionaria, resulta un despropósito (además de anacrónico) considerar que todas las novelas o cuentos del período (piénsese en el volumen Salsa y control, de José Roberto Duque, publicado en 1996) suscriben esa cadena de mando.
Lo que sí hubo antes de que el comandante asomara su cabeza a la pantalla del televisor fue cierta narrativa nostálgica por los perdidos ideales de la lucha guerrillera de los años sesenta, la época del sueño cubano como modelo de instrumentación política, en títulos comoJuana La Roja y Octavio El Sabrio (1991), de Ricardo Azuaje, yCalletania (1992), de Israel Centeno –el mismo autor de la antichavistaEl complot (2002)–; novelas que quizás pudieran tomarse, entre otros casos, como ingredientes de un caldo de cultivo anhelante de lo que vendría luego.
Ahora bien: ¿cuales son las obras de la segunda línea de producción narrativa que rinden tributo a la imaginería que cifra en el “Caracazo” y en los intentos de golpes de Estado del 92 el despliegue de la revolución bolivariana? Citaré dos: Cuando amas debes partir (2006), de Eloi Yagüe Jarque, y La última vez (2007), de Héctor Bujanda. En dos reseñas a propósito de sus salidas respectivas al mercado, el(los) anónimo(s) crítico(s) del blog A. Perdomo C. A. (http://aperdomoca.blogspot.com/) había(n) señalado que estas novelas se hallaban sujetas a condicionamientos ideológicos de partido (del partido de gobierno, se entiende). La pieza de Yagüe es una síntesis de las causas que precipitaron, en clave chavista, la explosión social de 1989 (allí retratada), e incorpora diversos asuntos relativos a las malas administraciones de la llamada “cuarta república” y las triquiñuelas de los poderosos del sector privado. De esta manera, el texto alimenta el pebetero bolivariano enmascarado en una difusa trama policial.
Por su parte, La última vez incide, asimismo, en revelar algunas de las situaciones que ocasionaron la decadencia de la democracia representativa para incrementar la importancia y el valor del advenimiento de Hugo Chávez. Aquí se nos recuerdan perversiones partidistas, complicidades parlamentarias y turbios negocios militares.
El inventario de títulos de esta segunda línea narrativa es extenso, sobre todo porque las editoriales del Estado la respaldan con animosidad –a veces sin contemplaciones estéticas, visto que tal vez lo consideran un deber patriótico–, pero poco conocida y menos aún evaluada por la crítica. Esta línea tiene, además, dos variantes: la que desarrolla el tema de la deposición y vuelta de Chávez en abril de 2002, y la del tópico del paro petrolero (o paro general, según se vea) de 2002-2003. Para la primera variante la novela más destacada es, sin duda, Crónica de los fuegos celestes (2010), de Carlos Noguera; la segunda, puede ser leída en algunos de los relatos de Mario Silva García: Josefina se arrechó & otros cuentos (2006).
Tanto en su manifestación principal como en las variantes, en esta segunda línea narrativa el interés de las historias es, grosso modo, hacer apología de la revolución bolivariana o defenderla de sus recusadores. Una tendencia que, en ocasiones, sacrifica los artificios estructurales y estilísticos en el ara del proselitismo.
Entro, sin solución de continuidad, en la tercera línea narrativa de la era del Chávez: la que más comentarios y análisis ha recibido de la crítica ganándose al paso, fuera del campo de los especialistas, cierta lectoría. En las concreciones de esta línea es donde mejor puede leerse la polarización política: los materiales de la franja se identifican por su escamoteada o cabal postura antigobierno; sus narraciones acostumbran hacer referencia, incluso si ello no viene a cuento, a alguna tratativa chavista que evidencie, en el plano de lo ficticio, los estragos de un torpe manejo de la res publica o el irrespetuoso empleo de las instancias judiciales y legislativas en beneficio del propio Estado.
La toma de posición es tan ostensible que en cierto momento se llegó a hablar de un boom narrativo en virtud del número de títulos publicados por autores de la línea. A los heraldos de la especie no los inquietaba desconocer lo que sus adversarios político-literarios venían produciendo en las prensas estadales; bastaba con proclamar el augur y echarse a leer historias empáticas con su ideología. Así pues, la cantidad y calidad (no quepa duda) de varias novelas y tomos de cuentos de esta tercera línea crearon una dispendiosa oferta de tramas y anécdotas que cuestionan la realidad del chavismo al desacreditar sus supuestos –y muy publicitados– logros sociales, económicos, de participación electoral, entre otros.
En ese cuestionamiento destacan, al menos, una estrategia y un objeto temáticos: el uso de fragmentos de nuestra historia republicana como anclaje de las ficciones y el empeño por recrear el deslave de Vargas, tragedia natural acaecida en diciembre de 1999. La estrategia ha hecho célebres a Federico Vegas y a Francisco Suniaga, respectivamente, autores de dos de las piezas venezolanas más resonantes de la última década: Falke (Vegas, 2004) y El pasajero de Truman (Suniaga, 2008). Sin menoscabo de sus cualidades artísticas, tengo la corazonada de que el buen destino de estos títulos se debe a que ambos, cada uno a su modo, tocan fibras profundas de un estrato social (la clase media) que deseaba comprender la carnadura de Hugo Chávez en su rol de líder carismático y, una vez entendido el sujeto, actuar en consecuencia. En Falke la fracasada expedición contra el régimen de Juan Vicente Gómez acaso instruía sobre la necesidad de un debido planeamiento a la hora de acometer empresas de proyecciones comunitarias, firmes, duraderas. En El pasajero de Truman el descalabro mental de Diógenes Escalante quizá llamaba la atención respecto de la enfermedad del poder, un riesgo permanente y cercano en la Venezuela del siglo XXI. Sea lo que fuere, estas obras iluminan los claroscuros de un país atrasado y primitivo.
En relación con el objeto temático (el deslave de Vargas), el motivo ha servido para postular metafóricas interpretaciones sobre los asuntos nacionales, como si se tratara de una calamidad que merecíamos de resultas de nuestra mala dirigencia política. Es lo que, con matices, puede leerse en el cuento de Rodrigo Blanco Calderón “El último viaje del tiburón Arcaya” (recogido en Los invencibles, 2007) o en la novela breve Pies de barro (2007), de Jesús Nieves Montero. El tópico lo ha estudiado Miguel Gomes en un sustantivo trabajo (revista Argos, enero-junio 2012), en el cual pone de manifiesto las extrañas relaciones tejidas en torno de una imprevista catástrofe y de un improvisado gobierno.
Como se ve, el peso de la revolución bolivariana impregna las más disímiles poéticas narrativas desde hace veinte años y se ha metido entre los párrafos de los escritores venezolanos recientes. En estas notas intenté destacar tres grandes líneas ficcionales –apenas pocas– donde la figura de Hugo Chávez, y su legado político, surge como el hipotexto de un imaginario de contornos épicos o mendaces, según se mire, con el cual es seguro que lidiaremos largo tiempo. Quién podía saber que a partir de aquella madrugada de 1992 las cosas ya no serían las mismas. ¿Alguien intuye el final de esta historia? La vida, entretanto, sigue. Si nos dejan.
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