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Notitarde 29/06/2013Lo mejor, ese enemigo de lo bueno
- Antonio Sánchez García (Notitarde / )
Antonio Sánchez García
1
Sufrí lo indecible aquella brumosa madrugada del 4 de febrero de 1992, cuando el telefonazo de una amiga que vivía en las cercanías de La Carlota me alertó sobre los cañonazos y el estruendo de las metralletas que se escuchaban en los alrededores de La Casona. Habían pasado casi veinte años desde que no me despertaba de una pesadilla con otra pesadilla, infinitamente más angustiosa por real: desde las aterradoras noches que pasé escondido y a la intemperie en el Santiago ensangrentado los meses posteriores al golpe de Estado de los generales. Cuando el pesado revoloteo de los helicópteros de la fuerza aérea a la caza de extremistas como yo amenazaba con sus ametralladoras punto 50, enfilando sus reflectores por entre el follaje primaveral de la arboleda que jalona la populosa Avda. Independencia, al norte de Santiago, en donde transcurría mi nula actividad de opositor clandestino.
No entendí absolutamente nada. Una cosa era el odio sistemático, apabullante, estruendoso e injusto de los medios contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez, y particularmente contra su propia figura, a poco tiempo de que terminara su período de gobierno y nos hiciéramos al ritual de las próximas elecciones presidenciales, y otra muy distinta enfilarlas con tanquetas y tropas de asalto contra la casa presidencial y el palacio de gobierno, dejando un reguero de sangre y destrucción absolutamente irracional. Era un golpe que iba muchísimo más allá de querer derrocar a un presidente impopular, súbitamente caído en desgracia.
Pasé algunas horas sin entender las razones de esta sangrienta boutade de un grupo de comacates, hasta que al promediar la mañana del 4 de febrero, mientras paseaba a Marvin, el hermoso cachorro de pastor alemán que acababan de regalarme, me topé con un solitario transeúnte, un vecino argentino profesor de politología en la USB, que me lo aclaró todo de golpe: “pero si ese chamo” – se refería al teniente coronel que acababa de aparecer por TV acompañado del ministro de defensa llamando a deponer las armas – “es alumno mío en la Simón Bolívar, es un carrizo muy divertido y se la pasa tocando el cuatro y cantando canciones de Alí Primera”.
El golpe era de izquierda. Confirmando mi extraña sospecha tras el nefasto telefonazo. ¿Quién si no la izquierda, y la más radical, la castrista, podía tener interés en asaltar el poder de manera violenta e instaurar una dictadura en la Venezuela democrática? Así un par de días después, en una reunión social en la sede de la embajada cubana en Chuao, su encargado de prensa me asegurara fehacientemente, e incluso indignado, que su gobierno condenaba de manera categórica el golpe militar contra un aliado fiel y leal a la revolución cubana, como Carlos Andrés Pérez, como lo demostrara recientemente con su presencia en La Habana acompañado de Felipe González y César Gaviria.
¿Un golpe militar de la izquierda castrista venezolana sin conocimiento del gobierno cubano?
2
Ya todo está aclarado. Han pasado 21 años desde entonces, la entrega del país al gobierno de los Castro se transformó en un hecho, la devastación de la próspera Provincia de Tierra Firme es apocalíptica, el flacuchento y esmirriado teniente coronel resultó tan irresponsable, delirante y traidor a su Patria, nuestra Patria, que prefirió morirse en brazos de ese macbethiano padre postizo con el que creyó vengar al pusilánime señor y a la rencorosa señora que aportaran sus genes para parirlo, dejando al país a la deriva en manos del inexperto y pobre señor, inculto, analfabeta y mediocre cuya ilegitimidad es tan notoria como su absoluta vileza. Cumpliéndose con holgura la sombría predicción con que el defenestrado presidente Carlos Andrés Pérez nos anunciara el futuro en su última alocución: no era él la víctima de la traición de los notables y la irresponsable clase política venezolana – de cuyas horcas caudinas formaran parte sus más destacados compañeros de partido -: era la República, que se sumiría en la más grave crisis existencial de su historia. Dicho y hecho.
Conste que la dos pesadillas reales a las que me he referido anteriormente no tienen absolutamente nada en común: en rigor, terminarían siendo de signos contrarios. La del Chile de mis tormentos pretendía impedir el establecimiento de una tiranía de corte castrocomunista que le entregara el país al gobierno cubano. Lo que efectivamente impidió, empujando al país a una racha de prosperidad y desarrollo todavía ascendente, cuarenta años después de haber acontecido. Así los descendientes de esa catástrofe hayan comenzado a levantar cabeza y estén empeñados en volver a destapar su caja de Pandora. La pesadilla venezolana pretendió – y logró – exactamente lo contrario: desvencijar nuestra institucionalidad, sembrar el caos y la desintegración, entregarnos atados de pies y manos a los hermanos Castro y servir de cabecera de playa a la más insólita expansión del castrismo en América Latina. Un logro que en los 60/70 fuera impedido por quienes hoy asisten maniatados e impotentes a la invasión castrista, que se ha hecho fuerte en toda América Latina, con escasas excepciones a la orden del asalto.
Y así, yo, que me creía definitivamente libre de volver a vivir esas siniestras pesadillas a la que contribuí con empeño y sacrificios en mi primera madurez, habiendo regresado al redil de quienes están perfectamente conscientes de que el emprendimiento, el trabajo, la prosperidad y la modernidad son nuestro único destino, para lo cual debemos vivir en Democracia, el único sistema que los garantiza, he llegado a una extraña conclusión, ante los fanatismos radicales de toda condición de los que también yo fuera preso: no hay peor enemigo de lo bueno, alcanzable y realizable con los medios con los que Dios, la naturaleza y nuestros esfuerzos nos han dotado, que lo mejor. Dicho en el castizo lenguaje de la sabiduría de nuestros refranes: LO MEJOR ES ENEMIGO DE LO BUENO.
Pues las más espantosas tragedias vividas por la humanidad, de cuyas amargas medicinas hemos comenzado a beber así sea en pequeñas dosis en nuestra atribulada Venezuela, han sido pergeñadas por los delirios de quienes pretendieron lo mejor; esas utopías que perseguimos desde tiempos inmemoriales y nos trajeran a los espantos del totalitarismo contemporáneo. Qué duda cabe: LO MEJOR ES ENEMIGO DE LO BUENO.
3
Entiéndaseme: no estoy abogando por esa siniestra práctica del acomodo y del oportunismo que los alemanes llamaran Realpolitik: realismo político. Una acción cínica y oportunista que prescinde de los principios morales en su maquiavélico afán por imponer la particular voluntad de los poderosos por sobre la voluntad general de la sociedad. Muy por el contrario: estoy por ese extraordinario realismo político del que Rómulo Betancourt fuera posiblemente el más eximio exponente en nuestra turbulenta historia política. Aspirar a lo mejor con los pies firmemente asentados sobre la tierra. Para que eso mejor – una sociedad democrática, estable, institucionalizada, próspera y moderna - llegue a ser realidad y no una engañosa e irrealizable aspiración del delirio, cuyo resultado práctico suele ser ese lacerante y mutilador desengaño del que Simón Bolívar dejara expresa constancia en su desgarradora MIRADA SOBRE LA AMÉRICA ESPAÑOLA, cuando desde Quito en 1829 acicateado por la ventisca de la muerte, que lo perseguía con tenacidad y ya había mordido en sus carnes, se viera en la dolorosa obligación de reconocer que sus veinte años de ciclópeos esfuerzos habían concluido en un fracaso, que su obra de guerrero y estadista terminaba en el caos, la desintegración, los abusos, la corrupción y la barbarie de que eran presas todas las naciones independizadas de la América española. Y llegando a la más insólita e inimaginable de sus afirmaciones – obviamente silenciada por la estulticia de quienes se sirven de su ejemplo para escarnecerlo - declarase sin temor a la incomprensión de los suyos el reconocimiento a esos tiempos coloniales en que la vida no era un tormento, los valores más reconocidos, y la seguridad, paz, la prosperidad y el respeto a los individuos hechos contantes y sonantes.
Ciertamente: la política, en sus rasgos más temibles y en épocas de crisis de excepción como la que hoy vivimos en Venezuela, es el implacable enfrentamiento amigo—enemigo, como lo sabemos de todos los preámbulos a los totalitarismos. Pero también es el arte de unir fuerzas, como lo sabemos de todas las experiencias exitosas con que la libertad se ha enfrentado al despotismo. Cuando de la mano de todo lo bueno que encerraban las fuerzas liberadoras se logró derrotar a las tiranías – impuestas bajo el señuelo de lo mejor ilusorio – dando un paso excepcional hacia la Libertad. La máxima aspiración humana posible. Y necesaria.
Es nuestro impostergable desafío.
Sufrí lo indecible aquella brumosa madrugada del 4 de febrero de 1992, cuando el telefonazo de una amiga que vivía en las cercanías de La Carlota me alertó sobre los cañonazos y el estruendo de las metralletas que se escuchaban en los alrededores de La Casona. Habían pasado casi veinte años desde que no me despertaba de una pesadilla con otra pesadilla, infinitamente más angustiosa por real: desde las aterradoras noches que pasé escondido y a la intemperie en el Santiago ensangrentado los meses posteriores al golpe de Estado de los generales. Cuando el pesado revoloteo de los helicópteros de la fuerza aérea a la caza de extremistas como yo amenazaba con sus ametralladoras punto 50, enfilando sus reflectores por entre el follaje primaveral de la arboleda que jalona la populosa Avda. Independencia, al norte de Santiago, en donde transcurría mi nula actividad de opositor clandestino.
No entendí absolutamente nada. Una cosa era el odio sistemático, apabullante, estruendoso e injusto de los medios contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez, y particularmente contra su propia figura, a poco tiempo de que terminara su período de gobierno y nos hiciéramos al ritual de las próximas elecciones presidenciales, y otra muy distinta enfilarlas con tanquetas y tropas de asalto contra la casa presidencial y el palacio de gobierno, dejando un reguero de sangre y destrucción absolutamente irracional. Era un golpe que iba muchísimo más allá de querer derrocar a un presidente impopular, súbitamente caído en desgracia.
Pasé algunas horas sin entender las razones de esta sangrienta boutade de un grupo de comacates, hasta que al promediar la mañana del 4 de febrero, mientras paseaba a Marvin, el hermoso cachorro de pastor alemán que acababan de regalarme, me topé con un solitario transeúnte, un vecino argentino profesor de politología en la USB, que me lo aclaró todo de golpe: “pero si ese chamo” – se refería al teniente coronel que acababa de aparecer por TV acompañado del ministro de defensa llamando a deponer las armas – “es alumno mío en la Simón Bolívar, es un carrizo muy divertido y se la pasa tocando el cuatro y cantando canciones de Alí Primera”.
El golpe era de izquierda. Confirmando mi extraña sospecha tras el nefasto telefonazo. ¿Quién si no la izquierda, y la más radical, la castrista, podía tener interés en asaltar el poder de manera violenta e instaurar una dictadura en la Venezuela democrática? Así un par de días después, en una reunión social en la sede de la embajada cubana en Chuao, su encargado de prensa me asegurara fehacientemente, e incluso indignado, que su gobierno condenaba de manera categórica el golpe militar contra un aliado fiel y leal a la revolución cubana, como Carlos Andrés Pérez, como lo demostrara recientemente con su presencia en La Habana acompañado de Felipe González y César Gaviria.
¿Un golpe militar de la izquierda castrista venezolana sin conocimiento del gobierno cubano?
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Ya todo está aclarado. Han pasado 21 años desde entonces, la entrega del país al gobierno de los Castro se transformó en un hecho, la devastación de la próspera Provincia de Tierra Firme es apocalíptica, el flacuchento y esmirriado teniente coronel resultó tan irresponsable, delirante y traidor a su Patria, nuestra Patria, que prefirió morirse en brazos de ese macbethiano padre postizo con el que creyó vengar al pusilánime señor y a la rencorosa señora que aportaran sus genes para parirlo, dejando al país a la deriva en manos del inexperto y pobre señor, inculto, analfabeta y mediocre cuya ilegitimidad es tan notoria como su absoluta vileza. Cumpliéndose con holgura la sombría predicción con que el defenestrado presidente Carlos Andrés Pérez nos anunciara el futuro en su última alocución: no era él la víctima de la traición de los notables y la irresponsable clase política venezolana – de cuyas horcas caudinas formaran parte sus más destacados compañeros de partido -: era la República, que se sumiría en la más grave crisis existencial de su historia. Dicho y hecho.
Conste que la dos pesadillas reales a las que me he referido anteriormente no tienen absolutamente nada en común: en rigor, terminarían siendo de signos contrarios. La del Chile de mis tormentos pretendía impedir el establecimiento de una tiranía de corte castrocomunista que le entregara el país al gobierno cubano. Lo que efectivamente impidió, empujando al país a una racha de prosperidad y desarrollo todavía ascendente, cuarenta años después de haber acontecido. Así los descendientes de esa catástrofe hayan comenzado a levantar cabeza y estén empeñados en volver a destapar su caja de Pandora. La pesadilla venezolana pretendió – y logró – exactamente lo contrario: desvencijar nuestra institucionalidad, sembrar el caos y la desintegración, entregarnos atados de pies y manos a los hermanos Castro y servir de cabecera de playa a la más insólita expansión del castrismo en América Latina. Un logro que en los 60/70 fuera impedido por quienes hoy asisten maniatados e impotentes a la invasión castrista, que se ha hecho fuerte en toda América Latina, con escasas excepciones a la orden del asalto.
Y así, yo, que me creía definitivamente libre de volver a vivir esas siniestras pesadillas a la que contribuí con empeño y sacrificios en mi primera madurez, habiendo regresado al redil de quienes están perfectamente conscientes de que el emprendimiento, el trabajo, la prosperidad y la modernidad son nuestro único destino, para lo cual debemos vivir en Democracia, el único sistema que los garantiza, he llegado a una extraña conclusión, ante los fanatismos radicales de toda condición de los que también yo fuera preso: no hay peor enemigo de lo bueno, alcanzable y realizable con los medios con los que Dios, la naturaleza y nuestros esfuerzos nos han dotado, que lo mejor. Dicho en el castizo lenguaje de la sabiduría de nuestros refranes: LO MEJOR ES ENEMIGO DE LO BUENO.
Pues las más espantosas tragedias vividas por la humanidad, de cuyas amargas medicinas hemos comenzado a beber así sea en pequeñas dosis en nuestra atribulada Venezuela, han sido pergeñadas por los delirios de quienes pretendieron lo mejor; esas utopías que perseguimos desde tiempos inmemoriales y nos trajeran a los espantos del totalitarismo contemporáneo. Qué duda cabe: LO MEJOR ES ENEMIGO DE LO BUENO.
3
Entiéndaseme: no estoy abogando por esa siniestra práctica del acomodo y del oportunismo que los alemanes llamaran Realpolitik: realismo político. Una acción cínica y oportunista que prescinde de los principios morales en su maquiavélico afán por imponer la particular voluntad de los poderosos por sobre la voluntad general de la sociedad. Muy por el contrario: estoy por ese extraordinario realismo político del que Rómulo Betancourt fuera posiblemente el más eximio exponente en nuestra turbulenta historia política. Aspirar a lo mejor con los pies firmemente asentados sobre la tierra. Para que eso mejor – una sociedad democrática, estable, institucionalizada, próspera y moderna - llegue a ser realidad y no una engañosa e irrealizable aspiración del delirio, cuyo resultado práctico suele ser ese lacerante y mutilador desengaño del que Simón Bolívar dejara expresa constancia en su desgarradora MIRADA SOBRE LA AMÉRICA ESPAÑOLA, cuando desde Quito en 1829 acicateado por la ventisca de la muerte, que lo perseguía con tenacidad y ya había mordido en sus carnes, se viera en la dolorosa obligación de reconocer que sus veinte años de ciclópeos esfuerzos habían concluido en un fracaso, que su obra de guerrero y estadista terminaba en el caos, la desintegración, los abusos, la corrupción y la barbarie de que eran presas todas las naciones independizadas de la América española. Y llegando a la más insólita e inimaginable de sus afirmaciones – obviamente silenciada por la estulticia de quienes se sirven de su ejemplo para escarnecerlo - declarase sin temor a la incomprensión de los suyos el reconocimiento a esos tiempos coloniales en que la vida no era un tormento, los valores más reconocidos, y la seguridad, paz, la prosperidad y el respeto a los individuos hechos contantes y sonantes.
Ciertamente: la política, en sus rasgos más temibles y en épocas de crisis de excepción como la que hoy vivimos en Venezuela, es el implacable enfrentamiento amigo—enemigo, como lo sabemos de todos los preámbulos a los totalitarismos. Pero también es el arte de unir fuerzas, como lo sabemos de todas las experiencias exitosas con que la libertad se ha enfrentado al despotismo. Cuando de la mano de todo lo bueno que encerraban las fuerzas liberadoras se logró derrotar a las tiranías – impuestas bajo el señuelo de lo mejor ilusorio – dando un paso excepcional hacia la Libertad. La máxima aspiración humana posible. Y necesaria.
Es nuestro impostergable desafío.
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