Venecia: una bienal de arte sin arte
Cuando se inauguró el pabellón de Venezuela en 1956, los cuadros no figurativos aún dominaban en las paredes de todos los pabellones de los más de cincuenta países participantes
En su Estética Moritz Geiger afirma que para entender el arte hay que limitarse a los fenómenos, entendidos como objetos-fenómenos alejados de injerencias psicológicas e históricas. Dijo: “esto es lo último que puede alcanzar la estética como ciencia particular y autónoma: abarcar todo el terreno estético con ayuda de un pequeño número de principios axiológicos”. Es un punto de vista que ha quedado rezagado para los criterios de la indefinible estética actual y para los valores de la axiología. La estética como disciplina autónoma sólo puede referirse a los valores estéticos y nos permite simultáneamente entender el arte. Sin embargo, hay fenómenos que consideramos bellos, expresivos y capturadores que no son obras de arte. ¿Qué es lo que hace que una obra sea considerada “de arte”? Difícil precisarlo hoy en día. Los trastrocamientos avasalladores surgidos en los últimos cien años han relegado a un segundo plano el entendimiento de un arte expresado con pinturas y esculturas. Las nociones de arte de los más destacados pensadores, filósofos y críticos del pasado toparon con el momento en que el arte volvió a proclamar su autonomía frente a la vigencia de la naturaleza. Un ejemplo significativo aconteció hace pocos años en New York. El Museo de Arte Moderno (MOMA) impulsó un referéndum con el propósito de designar cuál era la obra de arte más importante, influyente e impactante del siglo xx. Al final de las postulaciones quedaron dos finalistas: Les demoiselles d’Avignon, de Picasso (1881-1973), y el urinario de pared, pieza industrial de porcelana blanca de Marcel Duchamp (1887-1968). Ganó el urinario y perdió el arte. Duchamp, precursor del dadaísmo, influyó en el pop art y el arte conceptual. Se dedicó al ready-mades (objetos usuales promovidos a obra de arte). He mencionado este ejemplo por dos razones: primero, confirma que la estética se atrincheró en el concepto del arte por el arte y, segundo, explica por qué la reciente 55a edición de la Bienal de Arte Internacional de Venecia, es –a mi entender– la primera bienal sin cuadros.
Cuando se inauguró el pabellón de Venezuela en 1956, los cuadros no figurativos aún dominaban en las paredes de todos los pabellones de los más de cincuenta países participantes. Hoy son una rareza. La transformación ha sido atropelladora. Se impone el arte conceptual, el performance art, ensamblaje, montajes, instalaciones y pare usted de contar, porque todo sirve. Hasta los enlatados para sopas o guisantes, pero con la diferencia de que la etiqueta precisa que el contenido es “mierda de artista”. ¡Una ocurrencia “genial”!
¿Qué es hoy el arte? Hoy arte es todo a diferencia del pasado, no hay cánones, criterios, principios ni ideales. Creo que hoy en día pocos de los representantes de estas nuevas tendencias se hacen esta pregunta. Quienes encontramos vacío todo ese discurso somos los que podemos formularnos esa pregunta, ellos no. Y, a diferencia de las obras del pasado, estas tendencias pasan con gran velocidad: están en un permanente movimiento, pasando, eliminándose unas a otras como si ellas mismas formaran parte de un gran video. ¿Arte? Arte pareciera hoy todo lo que es visual, todo, sin distinciones y sin valoraciones. Todo lo que está en museos, galerías y distintas bienales son “obra de arte” porque así lo decidió alguien. ¿Cuál es el criterio? no hay criterio, o quizá el criterio es el establecido por el mercado y el impacto de lo visual: porque es atractivo, porque es chocante, porque es incomprensible, porque es ridículo o grotesco, todo vale. Dentro de este arte contemporáneo pareciera que se está permanentemente dentro de un gran happening, las personas pasan, dan vueltas, pocas se detienen y todo continúa un movimiento efímero que se escapa. Porque pareciera que lo importante es la imagen, cualquier imagen, y no la idea que antecede a la imagen. La imagen en el arte de hoy es un gesto, una cosa cualquiera, detrás de ésta no pareciera existir una idea, un criterio, algo.
Pareciera casi que dentro del concepto de que “todo vale” es más importante encontrar una proposición que nadie haya hecho, o sea, enseñar una “ocurrencia” diferente a las ya conocidas. La verdad siempre llama la atención y los que irán a verla asumirán una falsa actitud de silenciosa aprobación y alabanza por miedo a pasar por ignorantes, a mostrar que “no están al día”.
La participación de Venezuela en la Bienal de Venecia –montada en el maltrecho y desfigurado pabellón diseñado por Carlo Scarpa hace sesenta años– resolvió mostrar la ocurrencia titulada El arte urbano. Una estética de la subversión. En otras palabras, el arte subversivo que, a decir de Bélgica Rodríguez, es “un envío oficial que no representa con dignidad al país”. Javier León también criticó la selección al considerarla no representativa porque refleja los intereses de la cultura oficial. Dijo: “El envío muestra el grado de descomposición que vivimos en el país y la manera en que el gobierno entiende la plástica”. Un artista “de verdad”, Ángel Hurtado, tajantemente la calificó de “aberrante”.
¿Qué alcance tienen los graffiti? Los motivos que impulsan la actuación de los graffiteros son fundamentalmente tres: primero, embadurnar paredes; segundo, aupar o glorificar; tercero, difamar, protestar y desacreditar. En el primer caso son inocuos y no transmiten mensajes. Sólo ensucian. Los dos casos siguientes, en cambio, tienen siempre una finalidad precisa de respaldo o rechazo. Por ejemplo: aupar y apoyar un equipo de fútbol o expresar contrariedad con la demolición de un monumento son acciones comprensibles. El graffitero, en esos casos, apoya lo que considera correcto o repudia lo incorrecto para él. El graffiti político, por el contrario, es más nefasto. Humberto Valdivieso, docente de Comunicación Visual de la UCAB, precisa enfáticamente que “el graffiti político es una de las conductas más execrables que puede haber en la ciudad (Caracas), pues a diferencia del graffitero urbano –que puede actuar desde la ignorancia– en este caso está consciente del daño que está generando porque su motivación es agresiva y difamatoria, sin importar a qué corriente ideológica pertenezca”.
Los casos y los juicios señalados revelan los arrebatos, apetencias, intenciones y solidaridad, a veces colectiva, de los graffiteros. Personalmente no creo que todas las iniciativas con trasfondo político sean rechazables. Como dije antes, buscan glorificar o aniquilar. Un graffiti político con el rostro de Bolívar no puede ser ofensivo, pero cuando es utilizado con otros fines su imagen sirve para reafirmar la conveniencia ideológica. Lo esencial es que lo que se exhibe nada tiene que ver con el arte. Es una ocurrencia más que va encasillada en el “todo vale”. Los cánones antiguos del arte son cosa del pasado y de otros tiempos. ¿Lo de hoy? Creo que ni los que hacen ese “arte” sabrían decir qué es arte para ellos. Seguir llamándolos “artistas” y “creadores” es indignante y una bufonada. Si hubo tantos cambios en el quehacer artístico, también debería cambiar la acepción de los calificativos.
Para corroborar lo dicho, añado una acreditada opinión de Mario Vargas Llosa (La civilización del espectáculo. Santillana Ediciones, 2013). Aguántenla: “Desde que Marcel Duchamp, quien, qué duda cabe, era un genio, revolucionó los patrones artísticos de Occidente estableciendo que un excusado era también una obra de arte si así lo decidía el artista, ya todo fue posible en el ámbito de la pintura y escultura, hasta que un magnate pague doce millones y medio de euros por un tiburón preservado en formol en un recipiente de vidrio y que el autor de esa broma, Damien Hirst, sea hoy reverenciado no como el extraordinario vendedor de embaucos que es, sino como un gran artista de nuestro tiempo… En las artes plásticas la frivolización ha llegado a extremos alarmantes. La desaparición de mínimos consensos sobre los valores estéticos hace que en este ámbito la confusión reine y reinará por mucho tiempo, pues ya no es posible discernir con cierta objetividad qué es tener talento o carecer de él, qué es bello y qué es feo, qué obra representa algo nuevo y durable y cuál no es más que un fuego fatuo”.
Conclusión: la Bienal de Venecia, otra oportunidad perdida para la participación venezolana.
Un arte que parte… el alma.
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