La revolución iraní. Una retrospectiva histórica en su 33 aniversario
Allá por los años cincuenta, el mundo árabe musulmán, que luchaba entonces por su independencia de Occidente, era el escenario de un combate paralelo y de tinte ideológico y político entre nacionalismo e islamismo. En esta pugna, varios acontecimientos actuaron de catalizadores en la toma de posiciones del islamismo, que fue paralela al declive de un nacionalismo árabe que había sido impulsado por la Revolución nasserista desde El Cairo, hasta Siria, Iraq y Yemen.
A finales de la década de los cincuenta, el proyecto panarabista de Nasser alcanza la cima con la integración de Egipto, Siria y Yemen en la República Árabe Unida. Sin embargo, el colapso del nacionalismo laico impulsado por Nasser recibiría la estocada definitiva en 1967: la Naksa (la derrota árabe contra Israel en la Guerra de los Seis Días) marcaría el principio del ya inevitable declive del nasserismo en Egipto. En 1970, la muerte de Nasser significaría también la desaparición de su régimen. Con Sadat al frente del país, la entrada de Egipto en la órbita estadounidense señalaba, como recuerda el analista político Sami Naïr, “de hecho, el fin del nacionalismo árabe” .
Países como Siria (con el-Assad), Iraq (con Hussein) y Libia (con el-Gadafi) aparecían como los portadores del legado nasserista, pero convertidas en severas dictaduras y, a razón del proselitismo saudí que inundaba la región de wahhabismo gracias a sus petrodólares, rodeadas de un “universo árabe islamizado”. Fue precisamente la estrategia de utilización del Islam por parte de Estados Unidos (apoyado por su aliado Saudita) contra el nacionalismo árabe laico, tildado de “socialista” (el punto culminante de esta estrategia fue la yihad promovida en Afganistán), lo que determinó en buena medida el auge del Islam político en la toda la zona, en perjuicio del movimiento nacionalista de inspiración europea en su modelo de Estado-nación .
Pero un tercer factor influiría de manera determinante en lo que Sahinler, teórico del denominado kemalismo, describe como “la acentuación de la reislamización de las instituciones republicanas a partir de 1982” . Sahinler se refiere al caso concreto del auge del Islam político en Turquía, pero de forma explícita a un acontecimiento que sacudió todo el mundo árabe musulmán y que conmocionó a Occidente: la Revolución islámica de Irán .
Esta revolución religiosa, liderada por el ayatolá Jomeini en 1979, es un símbolo de la decadencia del nacionalismo laico que, a través también de la revolución, buscaba la modernización de la política y de la sociedad, intentando compatibilizar valores religiosos con Estado nacional . Es el síntoma de que algo había cambiado en las sociedades árabes y musulmanas: el Islam triunfaba en “la calle” en Irán, y lo haría en muchas otras calles de países del Magreb (a excepción de Túnez) durante los años ochenta y noventa.
La Revolución iraní cambió también radicalmente la ideología del islamismo político, que adoptó una postura antiimperialista y antiestadounidense . Jomeini denunciaba la “arrogancia” del mayor enemigo del Islam: los Estados Unidos o, en palabras del imán, el “Gran Satán”.
Por estas fechas, hace ahora 33 años, Jomeini lideraba un movimiento de tal fuerza que autores como Michel Foucault describieron como “el espíritu de un mundo sin espíritu”. Un movimiento que nacía en calle, se revelaba contra occidente y sus títeres, pero, sobre todo, tenía sus raíces y su capacidad de influencia allí donde hubiera exclusión social y “deseo de revancha” en un mundo donde la modernidad pasó de largo.
El Sha: tirano, reformista y vasallo de Occidente.
En 1921, el oficial de cosacos Reza Jan se hacía con el poder tras un golpe de Estado, ganándose la legitimidad patriótica al posicionarse contra la injerencia extranjera (británica y rusa) y el apoyo del clero iraní tras optar por proclamarse Emperador bajo el nombre de Reza Sha Pahleví y desestimar la opción republicana que se venía imponiendo en la Turquía kemalista.
A pesar de todo, Reza Jan puso en marcha, a partir de 1921, una política claramente laicista con la reforma de la enseñanza, que fue retirada al clero, al igual que la justicia penal y civil, con la modernización de los códigos jurídicos, a partir de 1924, siguiendo el modelo francés. El Sha impuso el control de los bienes y celebraciones religiosas, estas últimas reglamentadas de forma rigurosa.
La occidentalización se aplicó también a la vestimenta, adoptándose la indumentaria occidental desde 1928 e imponiéndose, incluso, yendo aún más lejos que Atatürk con la introducción del sombrero occidental, un sombrero nacional, el kulah pahlavi. Tras la proclamación de la República en Turquía en 1923, Reza lanzó una campaña republicana con la aprobación de una serie de leyes laicas en 1924 que, sin embargo, se encontraron con la oposición del cuerpo religioso y del pueblo, que identificaban republicanismo con antirreligiosidad, por lo que el proyecto acabó siendo abandonado por el Sha. En cualquier caso, como afirma Zorgbibe, la reforma laica en Irán se diferenciaba del kemalismo en una cuestión fundamental: “no se trataba de separar oficialmente la religión del Estado, sino de subordinar el aparato religioso al Estado” .
La política de laicidad y subordinación del clero al Estado es continuada por el hijo de Reza Jan, Mohamed Reza quien, sin embargo, no disfrutaría de la legitimidad patriótica de la que gozaba su padre, al haber sido aupado al poder en 1941 por las potencias extranjeras, y devuelto al trono por éstas en 1953 tras el interludio Mosaddeq . La legitimidad religiosa la había perdido su padre con su política laica, y el nuevo Sha continuó su lucha contra el poder del clero iraní, insistiendo en separar la religión de los asuntos políticos, pero utilizándola, a su vez, para mantener la estabilidad social . Esta estrategia resultaría, al cabo, equivocada: el Sha subestimaría el poder de influencia de los religiosos chiítas y su capacidad de movilizar al pueblo en su contra.
La inmensa autoridad del monarca se asentaría en un potente y represivo aparato militar y policial. El Ejército iraní, gracias al apoyo norteamericano, contaba con armamento de última tecnología , y la policía secreta, la temible SAVAK, conocida por sus métodos de tortura, era instruida por la propia CIA . El Sha impuso así en el país una “tiranía terrorista” que aplacaba cualquier resistencia, a la vez que se erigía en el gendarme petrolero y vasallo de los intereses de Occidente en la región del Golfo: el control del petróleo de Irán, cuyas reservas son las segundas más importantes de Oriente Medio, estaba en manos de las multinacionales británicas y estadounidenses, mientras se armaba al régimen del Sha para asegurar su control estricto en el interior del país y para convertirle en un bastión de Occidente en la región en plena Guerra Fría . Pero el monarca sobreestimaría su propio poder y no tendría en cuenta el descontento de un clero y un pueblo llano que no veía con buenos ojos la sumisión a las potencias extranjeras y que se rebelaría contra el aparato represivo del Estado.
A partir de 1963, el Sha pone en marcha la llamada “Revolución blanca” una serie de reformas liberales en el terreno de la agricultura, de la educación , del derecho laboral y de la participación política de la mujer. Se trataba de un ambicioso plan para industrializar y modernizar el país que introdujo, sin embargo, profundos desequilibrios sociales y enfrentó al Sha con las fuerzas tradicionales del país. La reforma agraria, destinada en principio a mejorar las condiciones de los campesinos con la redistribución de las tierras, se encontró con la oposición de los influyentes propietarios y del clero, contrarios a las expropiaciones. A su vez, la reforma va abandonando sus objetivos sociales originales para buscar la productividad y el beneficio económico: la ley de 1968 permite expropiar a los campesinos para crear grandes explotaciones de tipo agro-industrial .
Al final, la modernización frenética choca con las contradicciones económicas, sociales y culturales: la insatisfacción económica y social enraíza en un reparto de riqueza desigual (que favorecía a las clases dominantes y a los magnates de las grandes empresas occidentales), en una corrupción e inflación rampantes y en una situación explosiva de hacinamiento en las ciudades debido a las migraciones rurales masivas ; por su parte, la “frustración cultural” venía de un “modelo de civilización importado” y de la imposición de unas costumbres occidentales que nada tenían que ver con la población iraní: el régimen del Sha, supuso, para Irán, “la negación y el rechazo de lo que había de más grande en su pasado islámico” .
Una modernización demasiado rápida, una laicidad impuesta y un sistema corrupto, represivo y vasallo de los intereses de las potencias extranjeras fueron el caldo de cultivo del movimiento revolucionario que se desarrollaría a partir de 1978 y que acabaría destronando al Sha. Como resume el pensamiento de Menter Sahinler, “la occidentalización en Irán se identificó con un régimen dictatorial en beneficio de sus minorías privilegiadas y sometido a los intereses norteamericanos”. La legitimidad militar y el apoyo extranjero del que disfrutaba el Sha no fueron suficientes para aplacar a todas las fuerzas descontentas con su política, desde los sectores laicos y de izquierdas hasta el poderoso clero.
Una revolución chiíta: el poder de los ulemas y la promesa del “imán oculto”
La instauración de la República Islámica en Irán en 1979 fue en gran medida posible gracias a la peculiar organización y jerarquización del clero chiíta en el país desde hacía varios siglos. En el chiísmo (rito mayoritario en Irán) los ulemas o doctores de la Ley divina gozan de una gran independencia (sobre todo financiera) con respecto a la autoridad política, a diferencia del Islam suní (que prevalece en el resto del mundo musulmán) en el que las jerarquías religiosas están generalmente subordinadas al poder político. En Irán, el clero no sólo estaba situado fuera del poder, sino que se erigía en un auténtico contra-poder. En este sentido, como señala Halliday, “el chiísmo no implicaba tanto una abstención del mundo y de la política como un compromiso contestatario con éstos” .
El cuerpo chiíta, con sus decenas de miles de miembros y sus numerosas mezquitas repartidas a través de todo el país, suponía una increíble “red en profundidad”, que se convertía en un “arma terrible contra cualquier poder”. Curiosamente, fue el propio Estado iraní el que contribuyó a crearlo: tanto Safaríes como Qayaríes legitimaron el derecho de “inspección” (e incluso de control) de los teólogos sobre el Gobierno y la Administración . El clero chiíta se fue haciendo cada vez más poderoso, y las limitaciones impuestas por Reza Jan y Mohamed Reza a sus privilegios no consiguieron aplacar su popularidad e influencia política.
En el desarrollo del movimiento revolucionario contra el Sha jugarían un papel primordial las prédicas lanzadas en las mezquitas. La jerarquía religiosa (ayatollahs, hodjatoleslams o simples mullahs) se legitimaban ante el pueblo en su denuncia del corrupto y represivo sistema monárquico y de su sometimiento a las potencias extranjeras. En el marco de estas “prédicas morales” se logró organizar un movimiento político de masas con una retórica dominada por la dialéctica del “mártir” (todos aquellos que habían sufrido la represión del Sha, entre ellos el exiliado Jomeini) y en el marco de un Islam militante: religión y política se fundían en la lucha contra el tirano y sus “amigos” extranjeros.
La clave del éxito del Jomeini, como recuerda Daniela Merlo, fue rescatar las ideas de islamistas modernos de tendencias izquierdistas y marxistas como Alí Shari’ati y reinterpretarlas bajo el punto de vista del Islam Chiíta: el objetivo era utilizarlas contra el poder establecido, convirtiéndolas en revolucionarias. Fue así como el ayatolá, con una ideología islamista de lo más ortodoxa, consiguió atraerse el favor de los jóvenes militantes de clase media. La revolución alió a los distintos estratos sociales, desde los intelectuales islamistas hasta las juventudes pobres, pasando por la burguesía .
Pero lo que quizá resultó más sorprendente fue la alianza informal entre elementos religiosos y laicos. Entre los oponentes al Sha había liberales, intelectuales occidentalizados, militantes del partido comunista Toudeh, grupos izquierdistas que recurrían a la guerrilla urbana, clérigos chiítas o grupos armados islámicos . Sin embargo, conforme se fue desarrollando el movimiento de oposición, el clero irá tomando cada vez más protagonismo. Más adelante, una vez consolidada la República Islámica, los sectores de izquierda fueron aplacados y apartados del poder. La izquierda islámica fue “literalmente aniquilada”: se persiguió a los comunistas, se prohibieron las huelgas, y la “muerte física” de los miles jóvenes que nutrieron los frentes de guerra contra Iraq a partir de 1980 se tradujo en la “muerte simbólica” de todos aquellos segmentos sociales que “no convenían” en aquel estricto régimen islámico.
La habilidad de Jomeini, en primer lugar para aliar a clases sociales e ideologías tan dispares para una revolución islámica, se manifestó después a la hora de instaurar un Gobierno islámico legítimo antes de que se cumpliera la promesa de la parusía: el retorno del “imán oculto”.
La tradición del “imanato” chiíta remite a la problemática del ideal de sociedad islámica que defiende este rito islámico. En su origen, el chiísmo reunía a los seguidores de Alí, primo y yerno del Profeta, y que gobernó en calidad de califa entre 656 y 661. Estos cincos años representan para el chiísmo el Gobierno perfecto. En adelante, los chiítas permanecieron fieles a los descendientes de Alí, ya que la comunidad islámica supranacional sólo puede ser dirigida por “gente de la Casa del Profeta”. Aquí radica la separación del rito chií y el suní: la elección del “sucesor de Mahoma”, aunque también se oponen en lo referente a la naturaleza de su función, ya que para los chiítas, el imán (los descendientes del Profeta) no sólo es “sucesor” en calidad de autoridad política, sino también como guía y juez religioso .
El paradigma de la concepción chiíta del poder viene dado desde el momento en que el duodécimo imán desaparece el día que muere su padre, el 24 de julio del 874, cuando tenía cinco años de edad. A partir de ese momento comienza el periodo de ocultamiento, que durará hasta que el Mahdi, el “imán escondido”, retorne para instaurar el Gobierno perfecto, el ideal de sociedad islámica.
En virtud de esta promesa, los chiítas consideran que ningún régimen político es plenamente legítimo hasta el advenimiento del Mahdi. La cuestión esencial que se plantea, por tanto, es por quién y cómo será dirigida la comunidad islámica antes del retorno del duodécimo imán. La teoría de Jomeini del hokumat-i islami (Gobierno Islámico) resuelve, según Halliday, de una manera innovadora el “problema de cómo los musulmanes sinceros pueden influir en la política en ausencia del imán”. Esta teoría, canalizada a través de la idea de la vicerregencia de la autoridad legal (velayat-i faqih) situaba Jomeini como “interprete legal”, legitimado para ejercer como autoridad religiosa y para establecer un Gobierno islámico, todo ello por medio de una autoridad derivada de Dios .
“Bajo el punto de vista religioso, estoy habilitado para hacer lo que hago” . En realidad, esta solución “divina” que Jomeini acogió para investirse en guía espiritual y juez de la Ley religiosa no era más que un recurso que perseguía un propósito mucho más material y mundano: “cómo adquirir y mantener el poder político”. Se justificaba así el poder absoluto del clero, lo que suponía, como señala Zorgbibe, una concepción “hiperactivista” del papel de los doctores de la Ley divina en la vida política: el teólogo aplica las leyes, administra las penas y castigos, vigila las fronteras, etc., convirtiéndose en el “magistrado supremo del Gobierno” .
El poseedor de la legitimidad religiosa (el “representante visible” del Mahdi), Jomeini, se convierte en el Líder Supremo de la nación: es el jefe de las Fuerzas Armadas; controla el poder legislativo a través del “Consejo Guardián”, constituido por teólogos que él nombra, y que tiene poder de veto sobre las decisiones adoptadas en el Parlamento; por último, también ratifica el nombramiento del Presidente de la República.
La República Islámica iraní está así dominada por la tradición chiíta de un cuerpo religioso jerarquizado y por la inducción a personalizar el poder bajo la promesa del “imanato”. El Líder Supremo es el “guía infalible” de un régimen dominado por una teocracia clerical que, como depositaria del “sentido oculto” del mensaje del Corán, es la encargada de preparar la parusía del “imán escondido”, amparando así el activismo en el campo político .
En Irán se dio el ejemplo más claro de “re-islamización desde el poder” a causa de las peculiares características del dogma chiíta, de la estructuración de su clero y como resultado del esfuerzo interpretativo (iÿtihâd) de Jomeini por adaptar los principios del Islam a la sociedad moderna (creó el Parlamento islámico o Majlis), pero dando primacía al clero, y utilizando sus estructuras jerárquicas en el diseño del Estado. El resultado fue un modelo teocrático desconocido hasta entonces en la propia tradición islámica .
Como resalta Seyyed az-Zahirí, Jomeini fue un “modernista musulmán” al combinar ideas tradicionales de los movimientos de renovación surgidos en el Islam desde el siglo XIX: el citado iÿtihâd y la shura(consulta mutua o forma islámica de democracia). El problema, según el autor, fue el modo en que se recuperaron tales principios. Los doctores de Ley, como garantes de la correcta aplicación de la sharia, se situaban por encima de las decisiones colectivas: se trata de la figura la “tutela de los juristas” (fiqh e-velat) o también llamada velayat-i faqih. En virtud de esta “tutela”, todo musulmán debe “seguir la línea del imán” y hacer taqlid (imitación) del “guía autorizado”: “¿quién puede discutir con los juristas, herederos de la profecía?” .
Una revolución contra Occidente: la ruptura entre Islam y modernidad
Durante las jornadas revolucionarias que tuvieron lugar en Irán desde 1978, y hasta la proclamación de la República Islámica el 12 de febrero de 1979, en las calles de ciudades como Tabriz, Qom y, más tarde, en Teherán, la consigna de decenas de miles de manifestantes no era otra que la de Marg bar liberalizm (“muerte al liberalismo”). La Revolución islámica se dirigía no sólo contra un régimen despótico, el del Sha, o contra las desigualdades sociales o económicas, sino, y principalmente, contra una civilización, la de Occidente, y todas sus “etiquetas”, llámese modernidad, liberalismo, progreso, democracia o libre mercado.
Como subraya Garaudy, una de las principales fuentes de integrismo islámico es la “decadencia moral de Occidente”. El modelo occidental capitalista, basado en el egoísmo y en la competencia salvaje, ha acabado atrofiando la dimensión trascendente del Hombre, reduciéndolo a productor y consumidor, e impulsado sólo por el interés. La descomposición de este Occidente que se rige únicamente por las leyes de la economía de mercado y que obvia los fines propiamente humanos, brinda, según el autor, el pretexto “para rechazar en bloque todo lo que no está en el pasado”, para recuperar así el “rumbo espiritual” del Hombre .
Para analistas como Halliday, la excepcionalidad de la Revolución que tuvo lugar en Irán viene dada, principalmente, por su naturaleza teocrática y fundamentalista, en clara ruptura con el concepto de modernidad. No sólo estaba encabezada por líderes religiosos que defendían el retorno a un modelo de Gobierno que databa del siglo VII, sino que rechazaba abiertamente muchos de los logros conseguidos por todas las revoluciones acaecidas desde la francesa de 1789: se posicionaba contra el desarrollo material (Jomeini consideraba la economía una preocupación de burros); negaba la soberanía del pueblo (ésta procedía de Alá) y rechazaba cualquier legitimación anterior por corrupta, decadente e ignorante (había que renunciar a cualquier idea surgida después la palabra del Profeta y sus sucesores inmediatos) .
El carácter antioccidental (y antiamericano) de la Revolución iraní se comprobó con los ataques a los símbolos del modo de vida extranjero instaurados en el país por el Sha: fueron quemados los cines americanos, los bancos, hoteles y clubes nocturnos occidentales, incluso las botellas de whisky fueron destrozadas. Más adelante, ya con la República islámica consolidada, la toma de rehenes en la embajada estadounidense de Teherán, el 4 de noviembre de 1979, por un grupo de estudiantes fundamentalistas, ha sido interpretado como un episodio significativo del llamado “resurgir del Islam”, que se inscribe en el contexto de la Revolución jomeinista: aquellos estudiantes estaban levantando un nuevo muro, pero esta vez entre Oriente y un Occidente opresor e imperialista.
A pesar de todo, como suscribe Bartolomé, no fue hasta un decenio más tarde cuando Occidente comenzó a interpretar los sucesos de Irán y el establecimiento del régimen teocrático chiíta en concepto de amenaza para sus intereses. A partir de finales de los ochenta, el potencial expansivo del modelo fundamentalista iraní se dejó ver en Sudán (adoptó el modelo teocrático en 1989) y Argelia (ascenso del FIS en la política nacional), y las acciones terroristas de carácter islámico comenzaron a proliferar en la década de los noventa. El auge del fundamentalismo islámico comenzó con el elemento catalizador de la Revolución iraní, presentándose como un movimiento capaz de actuar sobre la situación internacional de forma mayor a lo que lo hicieron otros sucesos revolucionarios como los de Francia y Rusia.
La aparición del fenómeno del terrorismo global de inspiración islámica (y de su declarada yihad a Occidente) demuestra la interpretación del “resurgir del Islam” en el contexto de amenaza para los intereses y modo de vida occidentales.
Por último, cabe comentar otro de los rasgos significativos del movimiento islámico chiíta: su originalidad en cuanto los actores y los medios empleados. Para Holliday, la “paradoja” de la Revolución iraní es que era a la vez la más tradicional (defendía un Estado regido por la ortodoxia religiosa) y la más moderna de las revoluciones sociales. En efecto, no tuvo lugar entre el campesinado sino entre las clases medias y pobres de las ciudades y, además, consiguió sus objetivos principalmente a través de medios políticos como la protesta o la huelga masiva, y no, en general, a través de la violencia.
La República Islámica de Jomeini nació bajo la aureola de la no violencia y de la victoria de la “fuerza espiritual” sobre el poderío militar de un Ejército que fue vencido en última instancia sin disparos, tan sólo bajo el grito de Alla-hou akbar! (¡Dios es más grande!). Una fuerza moral permitió derrocar un régimen dictatorial bajo la promesa de de un proyecto social y político de fines más humanos y menos materiales.
En este sentido, merece la pena rescatar la visión del filósofo francés Michel Foucault, que visitó Irán en 1978 (cuando el movimiento revolucionario contra el Sha estaba en toda su plenitud) para escribir una serie de artículos para el periódico Corriere della Sera. Foucault quedó deslumbrado por aquella revolución a la que calificó como “el espíritu de un mundo sin espíritu” .
A Foucault le sorprendió la fuerza de aquella “espiritualidad política” (con raíces del Islam chiíta) que llevó a gentes desarmadas a enfrentarse a un régimen tiránico, corrupto y vendido a Occidente. Para el filósofo, siempre crítico con la cultura occidental, aquella fue una revuelta contra el “sistema planetario”; contra la “hegemonía global” y contra la homogenización y el desarraigo de los pueblos por la apisonadora del mercado. El objetivo final era una “transfiguración del mundo” .
Sin embargo, las expectativas no se cumplieron. Al cabo, se impusieron las formas más retrógradas y arcaicas del Islam, derivando en un integrismo aún mayor que el que le precedió.
¿Las causas de esta degradación? Para Garaudy fueron dos factores históricos: la tradición del “imanato” chiíta, con su tendencia a personalizar el poder, y la guerra contra Iraq, en la que Occidente y gran parte del mundo árabe se alió contra la Revolución iraní. El “estado de sitio” al que fue sometido Irán condujo al país “al endurecimiento y al terror” .
Para Az-Zahirí, la presencia del colonialismo (en todas sus formas) y su “expolio” de la región de Oriente Medio condujo a Jomeini a imponer la necesidad de crear un “Estado islámico fuerte” que impidiera cualquier ingerencia extranjera y las consecuencias que ésta traía: guerras, manipulación y desarticulación del Islam como modo de vida integral. Sin embargo, ese Estado islámico se convirtió en una fortaleza que derivó en la creación de una “burocracia islámica” caracterizada por la complejidad de las leyes, un código de familia sexista, una violenta represión sexual o por la creación de instituciones como la “policía moral” .
Con todo, Garaudy subraya que el integrismo y las violaciones de derechos humanos cometidas por el régimen de los ayatolás (caso de las amputaciones de miembros) eran ferozmente denunciadas por los medios occidentales, mientras que sobre el fundamentalismo saudita (que utilizaba métodos calcados, e incluso más atroces y de forma ininterrumpida) se imponía el silencio. He aquí las políticas de doble rasero de Occidente: Arabia era un aliado petrolero, mientras que el régimen islámico iraní se había declarado antioccidentalista y, sobre todo, antinorteamericano.
Religión y realpolitik
A través de los conceptos de “Gobierno islámico” y de “tutela de los juristas”, Jomeini consiguió legalizar el absoluto poder del clero sobre el Estado iraní. Se trataba de algo más que una “solución puramente teológica”: Jomeini estaba legitimando religiosamente su poder político . El recurso de la religión permitía así la interprete legal de Dios, al heredero de la profecía del “imanato”, ostentar un control absoluto sobre el país, como Autoridad Suprema en el ámbito religioso y político.
La política exterior iraní estaba, a su vez, embriagada de “recursos teológicos”. Su concepción diplomática no era otra que “la expansión de la soberanía divina en el mundo” (Preámbulo de la Constitución). Sin ir más lejos, varias voces dentro del régimen clamaban en 1979 por la abolición de Ministerio de Asuntos Exteriores y su sustitución por un Ministerio de la Comunidad Islámica, con lo que los diplomáticos serían reemplazados por delegados que se encargarían de predicar el mensaje de Mahoma .
Sin embargo, en la ideología del régimen se escondían preocupaciones más “materiales y mundanas” relacionadas con el mero hecho de alcanzar y mantener el poder. Basta simplemente con echar un vistazo a la terminología utilizada por Jomeini para darnos cuenta de que había más pragmática que Corán en su política. Como bien ha recogido Halliday, conceptos centrales del pensamiento del ayatolá como los demustakbarin y mustazafin (los arrogantes y los débiles) hacen referencia a la oposición pueblo-élite y son recurrentes en otros populismos del Tercer Mundo. Jomeini se refería al imperialismo con el término istikbar-i jahani (la arrogancia del mundo), que igualmente remite a ideologías tercermundistas.
Del mismo modo, cuando comenzó el conflicto bélico contra Iraq en 1980, Jomeini dejó clara la primacía de la realpolitik –política pragmática- sobre la perspectiva teocrática al invocar el concepto de “patria” contra el invasor. Meses antes de su muerte, el ayatolá introdujo una última idea en torno al comportamiento político: la primacía del maslahat (interés). Según el autor, “no se ha podido dar una enunciación más clara del principio implícitamente secular de la ‘raison d’état’” .
Como recuerda Bartolomé, la política exterior iraní canalizaba todos los recursos del Estado en un doble sentido: el respaldo a “procesos de islamización” en el mundo musulmán y la defensa del Islam frente a los agresores externos o enemigos del mensaje coránico (en especial Israel y Estados Unidos), todo ello en el marco de la yihad y contemplando el recurso a la violencia para tales fines .
El apoyo de Teherán a la organización terrorista libanesa Hezbolá no sólo es un claro ejemplo de la política de oposición a Israel, sino también de la yuxtaposición de los objetivos religiosos y políticos del régimen persa. La historia del nacimiento de Hezbolá se remonta a 1982 cuando, durante el transcurso de la guerra civil libanesa, Israel invadió Líbano para acabar con la resistencia palestina asentada en el Sur del país. La ocupación israelita se prolongaba, y Estados Unidos envió fuerzas de paz a Beirut para tratar de formar un nuevo Gobierno. Parte de la comunidad chiíta del país rechazó la colaboración del movimiento Amal con el régimen respaldado por las potencias extranjeras, y Siria e Irán alentaron la distensión.
Como señala Daniel Byman, Irán tenía como objetivo “exportar su revolución islámica a Líbano” y, al mismo tiempo, usar a los chiítas disidentes “como fuerza subordinada contra Israel”. Así, Damasco y Teherán organizaron, armaron y adiestraron a varios grupos chiítas en un movimiento que acabó conociéndose como Hezbolá, el “partido de Dios” .
Irán brindó a Hezbolá guía ideológica, pues, de hecho, el objetivo a largo plazo del grupo es instaurar un régimen teocrático en Líbano. Uno de sus líderes, Sobhi Tufaili, llegó a afirmar que “nuestra relación con la Revolución islámica es la propia de aprendices a maestros, de un soldado a su comandante”. La retórica de la organización está plagada, además, de términos típicamente jomeinistas como el “Gran Satán” (Estados Unidos) y de toda la prédica de los supuestos peligros del imperialismo de Occidente y de su degeneración cultural; todo ello sin olvidar la radical propaganda contra Israel y los judíos .
Sin embargo, los intereses políticos son también palpables. Para empezar, Hezbolá atenta contra intereses israelitas en el territorio libanés; una violencia que, al cabo, sirve a los intereses de la política exterior de Irán y Siria. Como afirma Byman, para ambos países, “utilizar a Hezbollah como fuerza de sustitución les permite golpear a Israel y otros objetivos sin los riesgos de una confrontación directa”. Además, prosigue el autor, esta influencia también se extiende a las actividades de la organización en el extranjero, y prueba de ello es que Teherán ha utilizado a Hezbolá para asesinar a disidentes del régimen en el exilio . En definitiva, Hezbolá sirve a los intereses de Irán en el extranjero, al tiempo que el régimen persa puede alegar que no está involucrado directamente en actividades terroristas .
Además de Israel, el otro enemigo de la Revolución islámica era Estados Unidos, calificado por Jomeini, además de como el “Gran Satán”, como la “arrogancia” imperialista. En su testamento político y religioso, el ayatolá definió a los norteamericanos como “salvajes a quienes no les tiembla la mano al cometer crímenes y acciones pérfidas para lograr su perversos y criminales objetivos”. Según Jomeini, Estados Unidos había causado a los musulmanes un daño sólo comparable al de su aliado sionista .
No obstante, si bien la retórica antinorteamericana de Jomeini se basa aparentemente en el sustento religioso, no dejan de atisbarse también elementos de “política pragmática”. De hecho, como subraya Halliday, la jerarquía clerical chiíta ha hecho en muchas ocasiones “demagogia respecto a las amenazas y conspiraciones extranjeras”. Así, acciones como el secuestro de la embajada norteamericana en 1979 o la condena muerte a Salman Rushdie en 1989 por su ofensa al Islam en Los versos satánicos, deben ser vistas desde la “lógica política”, es decir, como “actos calculados” para lograr apoyos . Otros autores como Gilles Kepel coinciden en afirmar que la fatwa emitida por Jomeini contra el escritor no buscaba sino revitalizar el deteriorado liderazgo de Irán en el mundo musulmán tras casi una década de guerra contra Iraq .
Esta observancia del discurso jomeinista desde el juicio político es aplicable a su antiamericanismo, y fue descrito a la perfección por el líder religioso sudanés Hassan Abdallah al Turabi, que acusó al Guía de la Revolución de atacar a Estados Unidos para disimular así su falta de ideas en el campo político y social . Se trata, en opinión de Barry Rubin, de una actitud muy extendida entre los dirigentes del mundo árabe: “atribuir la responsabilidad de sus propias faltas a Washington”, utilizándole “como justificación de la opresión política y social y del estancamiento económico” .
“El espíritu de un mundo sin espíritu”
Como recuerda Naïr, la Revolucióniraní tuvo una influencia considerable, a menudo subestimada, en el mundo árabe musulmán; influencia que fue omnipresente sobre todo entre las capas populares excluidas del desarrollo. En efecto, no fueron teóricos fundamentalistas como Qutb o Mawdudi los que lograron granjearse el favor de de la masa de la población (ni tan siquiera de los ulemas), sino que no pasaban de atraer a parte de las clases medias moderadas o de la juventud radicalizada. Fue Jomeini quien atrajo a los desheredados, a las clases medias, intelectuales radicales y clérigos.
Como recuerda Ramonet, el fenómeno del “contagio” desde los polos principales del islamismo (Arabia Saudita, Irán, Sudán) hacia otros países sería posible desde el prisma de las causas locales, es decir, de las circunstancias políticas, sociales y económicas de cada país: Estados dictatoriales y corruptos; subdesarrollo económico y, por supuesto, la exclusión social. Porque el islamismo hunde sus raíces “en el deseo de revancha de los desheredados, de los rechazados y de los excluidos de una modernización chapucera”.
* Este artículo es un extracto de mi trabajo fin de carrera en la Licenciatura de Periodismo, bajo el título: Estados Unidos como heredero del imperio de Occidente en Oriente Medio. El mundo árabe frente a la Pax americana: del nacionalismo al yihadismo (2005).
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