Rockaficción: del rock a la narrativa venezolana, por Mario Morenza
26/ 05/ 2013 Blog Ficción breve venezolana
para Rebeca Pineda Burgos
Yo no quería ser autor de teatro. Lo que quería era ser Estrella de rock. Comencé a escribir teatro porque no tenía otra cosa que hacer. Es decir, comencé a escribir para apartarme del abismo…
Sam Shepard
Si hubiera sido venezolano, lo más probable es que San Shepard se hubiera dedicado a cantar rock. Su teatro sería tratado por nuestra crítica como “inmaduro”. Lo hubieran mandado a aprender del teatro alemán, americano, o de quién sabe quién. El pobre Shepard no hubiera escrito más de cuarenta piezas –los autores nacionales no pasan de diez?. Andaría pidiendo disculpas, solicitando favores, a directores y subsidios al Estado. Estaría escribiendo telenovelas para “cambiar la televisión”, aunque finalmente la televisión lo cambiaría a él. Si fuera venezolano, nadie lo trataría como “escritor”, no lo hubieran aceptado en la Real Academia de la Lengua. Y lo más trágico: no se hubiera casado con Jessica Lange.
Gustavo Ott
Pese a que varios de nuestros autores merodearon las casas editoriales españolas en los sesenta y setenta, el boom los excluyó. Esta frustración es una de las inquietudes que obsesionan a Leonardo Ochoa, joven escritor de tradición formalista que de la noche a la mañana encuentra el éxito editorial en ciernes. Ochoa ha mandado un manuescrito a un concurso de novela femenina en Londres, La expulsión del Paraíso, con el seudónimo de Victoria Landa. Esta novela es una especie de contramanifiesto feminista que, para sorpresa de quien la escribe, encubierto tras la máscara, resulta un éxito editorial sin precedentes en el medio editorial venezolano y trasciende las fronteras. Landa se cuela en la literatura de mercado y logra figurar junto a Laura Esquivel e Isabel Allende.
Ricardo Azuaje a querido recubrir su narración de un tenue pero efectivo ambiente de novela policial, donde los hechos se van consumando en un tempo manejado con maestría. Novela breve contada en primera persona, muestra los vericuetos más entrañables y oscuros del ghetto cultural de los escritores. El autor toma noción del sarcasmo hacia una tradición literaria que se deshace al menor escarceo y pone de manifiesto conocimientos sutiles sobre la historia de la literatura contemporánea.
ISBN 9080-6358-25-0
PRIMER ACORDE PARA AFINAR
Estas páginas las redacto doce años después de publicarse La expulsión del paraíso (1998) de Ricardo Azuaje. En esta pequeña joya de la narrativa venezolana de finales de siglo, Leonardo Ochoa declara su agobiante nostalgia: rinde tributo al legendario tema de Jethro Tull con esta frase: “Ya veo, demasiado viejo para el rock and roll, y también demasiado joven para cambiar de sexo” (p. 26). Ochoa comparte un whiskey con su mejor y único amigo. Con cierta fatiga, preocupado más que conforme, se pregunta la razón por la que los escritores venezolanos nunca mencionan al rock en sus textos. Piensa que podría admitirse erróneamente que sólo escuchan salsa, bolero, ritmos nacidos y consolidados en nuestras latitudes latinoamericanas. Añade para explicar su intranquilidad que “los escritores trabajan para los críticos y a éstos sólo les gusta la música latina, por eso no mencionan su pasión por los Rolling, o por Jethro Tull, o por Gentle Giant” (p. 26).
Lo que preocupa no es si se consideró al rock alguna vez como un movimiento underground. El vacío pareciera insinuar que los críticos pensaban que era un fenómeno suscrito al subsuelo y, por lo tanto, apegado a la clandestinidad. Lo que articule en las próximas páginas quizá no pase de ser una tentativa por llenar ese vacío que advierte Ochoa. Pretenderé acceder a una tarima a la que aún no se suben, según él, suficientes críticos literarios para conformar un coloquio con la cantidad de miembros de Supertramp y entonar sus inquietudes entre el rock y nuestra literatura. Una armonía que si lo pensamos bien, ha ocupado notables páginas en la narrativa venezolana. Posiblemente el rock haya pasado desapercibido por subestimado, austera reserva o falta de interés de la crítica literaria.
ROCKAFICCIÓN
En estos tiempos en los que nada escapa de clasificaciones obsesivas, puedo asumir que en las próximas páginas los llevaré por un tour de la rockaficción[1]. Relatos y novelas donde la presencia del rock es definitiva. Si no es protagonista, su esencia abriga a los que sí lo son: toma el control absoluto de la banda sonora, la hace gravitar en sus melodías, en atmósferas de la ficción. Me dijo alguna vez Ana García Julio: “Mario, las estadísticas no sangran, lo dice Arthur Koestler”. Hoy en día hemos aceptado y tolerado tanto a las estadísticas que no sólo proceden como dispositivo para evangelizar discursos políticos o publicitarios. Sostenemos que ellas, además de no sangrar, en nuestro caso tampoco desafinan. Contabilizo una cantidad representativa de narraciones en la literatura nacional: alrededor de una decena de novelas y poco más de sesenta cuentos que tocan de cerca o se meten de lleno en este fenómeno.
En nuestra literatura han fluido masivamente los acordes y las letras de este género musical. Con tanto entusiasmo, no sería riesgoso editar una antología para los amantes del género. Sin que suene presumido, la lista que he recopilado compite con la extensión límite alcanzada por la melena de Gerry Weil, el calvo más peludo del jazz y el rock criollo.
Este material que presento ha sido suficiente para conformar cuatro categorías de la rockaficción, más allá de que en éstas se registre un alto componente de drogas y sexo.
La primera categoría, Donde los personajes se parecen a las estrellas de rock, es la más sencilla. Quizá el relato en sí mismo no descifre una temática roquera. No obstante, atiende a las referencias de masas, a los rostros y maneras que se han estampado como íconos. Italo Calvino decía que los clásicos eran aquellos libros que sabíamos de qué iban, cuáles personajes eran los héroes, e incluso cómo era el desenlace de la obra. En relación con esto, consigo indicar que un roquero clásico, así hayamos renegado de su música, puede asumirse como tal cuando su rostro, a medida que pase el tiempo, es reconocido cuando lo vemos en las pantallas de televisión, impreso en una revista, estampada la silueta de su rostro en alguna franela o trazada con avidez anarquista en un muro de la ciudad.
Sontag sugiere que hemos adquirido verdadera noción de la cualidad del rostro humano con la llegada del cine, que gracias a él nos hemos adiestrado en tener “una visión completa de la variedad y sutileza del rostro humano” (2005: 28). El cine contribuyó a que el rock empezara a ganar público en el país. Se proyectaron musicales con roles protagónicos de Elvis Presley y otras estrellas. Los primeros recintos en los que se escuchó el rock no fueron los bares. Las primeras discotecas fueron las salas de cine. El séptimo arte y la televisión han fijado en nuestra memoria las caras que han sacudido al mundo, algunos rostros del arte, de los escenarios, y otros tantos responsables de atrocidades políticas. El siglo XX preparó a la humanidad en la actividad de acumular gestos propios y ajenos. La entrenó para recibir gran cantidad de información hora tras hora. “Una imagen vale más que mil palabras” se autorizó como la frase más repetida desde que la fotografía y el cine empezaron a desarrollarse.
Sontag agrega que “al artista le resulta casi imposible escribir una palabra (o producir una imagen o ejecutar un ademán) que no le traiga el recuerdo de algo ya logrado” (p. 30). Por su parte, Said refiere “la imposibilidad de articular con palabras el contenido de la música” (2007: 14). Si equilibramos estos dos conceptos sin desviarlos de su lógica primaria, se puede deducir que la música es un punto medio entre la imagen y la palabra. La música crea y recrea melodías. Las imágenes han establecido geometrías en la realidad y de la realidad. La música y la imagen armonizan el mundo. La música y la imagen logran que reconozcamos el mundo desde los sentidos que administran el equilibrio: el oído y la vista.
Estas reflexiones perfilan los rasgos de las narraciones agrupadas en esta primera categoría. En el prólogo de Crónicas del rock fabricado acá (Allueva, 2008), Asier Cazalis, voz y guitarra de Caramelos de Cianuro, en breves líneas resume la etapa larvaria de nuestro rock. Y la describe así: “En los sesenta el rock nació en Venezuela como nacemos todos, inocentes. Y aprendió como aprendemos todos, por imitación” (p. 5). Con la madurez llegó un estilo propio. Se desechó poco a poco la reproducción de vestuarios y maquillajes, de versiones castellanizadas de canciones de éxito. Nos licenciamos para reconducir al rock hacia nuestra venezolanidad, hacia las fusiones. Un caso paradigmático es la obra de Vytas Brenner.
Ahora vayamos a algunos ejemplos sobre personajes que recuerdan o imitan a las leyendas del rock. Podemos precisar este pasaje en “Fragmentos de la primera infancia” (2008) de Keila Vall de la Ville: “Tan parecido a Mick Jagger. Delgadísimo, con los cabellos largos y sus jeans. Acostado de espaldas en la cama, mi papá me sostiene con los brazos estirados” (p. 29). Con la significativa mención de Mick Jagger ya se nos configura la imagen del padre de la narradora. El “tan parecido a Mick Jagger” nos obliga a colocarle inmediatamente un rostro con las características de este músico al padre de la narradora. Su majestad satánica no solamente es un hombre de casi 70 años con méritos artísticos respetables para recibir el título de Sir. Las arrugas de su rostro definen un jeroglífico que certifican cinco décadas de historia rocanrolera. Evoca en sí mismo un trozo importante de la historia. Lo recordamos de joven, de veinteañero, de hombre maduro y de Sir. Últimamente fue célebre su aparición en el mundial de Suráfrica 2010, con un elegante sobretodo en la tribuna presidencial. Asistía a los partidos de sus equipos favoritos para verlos quedar eliminados como si él se tratara de “un ángel de la muerte”, diría Juan Villoro. Asimismo ocurre con los otros ejemplos de este apartado..
En Postales ardiendo (2006b) de Luis Laya, hallamos el cuento “Atropellados”. En él se rememoran raros peinados, y no justamente los de la canción de Charly García: “El carajo tenía el pelo largo, ensortijado y con look mojado, tipo músico de tex-mex mezclado con Deep Purple” (p. 60). Del mismo modo, en una novela capital de los noventa fue Yo soy la rumba(1992), de Ángel Gustavo Infante, destaca un personaje cuyo dial narrativo se desplaza entre la salsa y el rock. He aquí un retrato de su habitación en el capítulo “En la corte del Rey Crimson”[2]:
Floto en una nube de cojines con bordados y espejitos. Alfi es un sello Polydor, Phillips, CBS. Is the Doors, Rolling Stones. Es una casa roja: blues que traslada la tarde a través de dos cornetas, la voz de Hendrix sostenida en su trío. Multitud horizontal en el piso del Filmore. Santana suelto en el escenario de la avenida Market, un chicano entre tantos detrás de su guitarra diabólica. (p. 33).
En el mismo capítulo y en la misma habitación, una atractiva joven asumiría el papel de una de las voces más importantes del género: “Esas noches en las que entraba Nelly impregnándolo todo de anís y perfumito. De la puerta hacia dentro era Janis Joplin: Alfi le soltaba el pelo, le quitaba el maquillaje y cambiaba su ropa por una camisa ancha desabrochada hasta la mitad de los senos” (p. 34).
En “Empleo” (2010) de Lucas García hallamos una pequeña alusión a dos legendarios roqueros: Eric Clapton y Jimmy Hendrix, nombres clave de dos personajes que se dedican al crimen organizado. Por último, es importante la referencia que se ubica en El móvil del delito(2006) de Adriana Villanueva. La heroína bautiza a unos aburridos hermanos como los Smith, el extremo opuesto de lo que simbolizaban para ella los Rolling Stones: aquellos eran más cercanos a una sociedad mormona que a experimentar alguna vez con la marihuana o a contorsiones imposibles como la cintura de Jagger.
La segunda categoría, Donde los personajes son estrellas de rock o al menos intentan serlo, puede entenderse como la antípoda de la primera. No son las estrellas de rock las que encarnan roles de personajes de la ficción, son los roqueros de la ficción quienes viven (o vivieron) el apogeo de su carrera, o se encuentran en franco ascenso a la fama. También aquí se agrupan aquellos personajes que viven como estrellas de rock pero que posiblemente nunca lo serán ya que el destino les habrá de jugar una mala pasada. Es el caso de los protagonistas de Set (2006a), de Luis Laya; o de cuentos como “Las almitas” (1995) de Francisco Massiani, en el que el personaje principal certifica con todo el peso de la frase que “las canciones eran el pasado”. El relato “Desde el caleidoscopio de Dios” (2006) de Carlos Ávila se escenifica la aburrida vida doméstica de un baterista desde tres perspectivas de focalización narrativa: la de su esposa, la de una vecina que mira como la más experimentada de las voyeurs y la del propio músico que cierra el cuento[3].
En ocasiones los ídolos del rock se convierten en leyendas. Su fama hace combustión y se carboniza. Su humanidad se expande con la disciplina física de una Andrómeda. Algunas individualidades como Jimmy Hendrix, John Lennon, Freddie Mercury, Jim Morrinson son paradigmas, forman parte de esa constelación selecta. Es común conseguirlos en un puñado de relatos de nuestra literatura, artistas de carne y hueso que han reencarnado en personajes de la ficción, o de músicos que han decidido contar sus memorias.
La tercera categoría, Donde las estrellas de rock son personajes, naufraga en un mundo de alcoholes y conciertos. En “Mercurio” (2008) de Federico Vegas, relato épico del submundo caraqueño, se narran las peripecias del vocalista de Queen, Freddy Mercury por la Caracas nocturna después de dar su memorable concierto en el Poliedro de La Rinconada. “Por allá como que está pasando algo que nunca ha pasado y nunca más va a pasar” (p. 26), dice algún personaje cuando Mercury canta en el bulevar de Sabana Grande y logra ponerle la carne de gallina al tenaz agente de la Disip que lo escoltaba. El cuento pareciera ir en sintonía con la estética de Tiempo transcurrido (crónicas imaginarias) (1986) de Juan Villoro: apoyarse en un hecho real para acobijar una historia ficticia. Hacia su final, el efecto del cuento nos trae una suprema nostalgia. La rendición del alma por la memoria gracias a la música.Es posible que la experiencia que vivió Alfredo Escalante fuera similar en intensidad a lo narrado por Vegas, pero en el plano de la crónica, en el testimonio recogido por José Tomás Angola (2005). Escalantecuenta lo ocurrido justo cuando Mercury aterrizaba:
Freddy Mercury vino solo, antes de la banda, y yo fui el único que tuvo acceso a él en el salón VIP del Aeropuerto de Maiquetía. Tuve la osadía de entrevistarlo en inglés, cosa que jamás volveré hacer en mi vida con ningún otro artista. Resulta que el hombre no me entendía y yo tampoco a él (…). Recuerdo que él tenía unos lentes oscuros de medio pelo, ni siquiera de alguna marca conocida, y estaban absolutamente rayados. En la historia de Freddy Mercury figura mi entrevista entre los que realizaron las únicas nueve entrevistas que el cantante dio en toda su carrera. (Angola, 2005: 65-66)
Queen llegaría a Caracas en un momento coyuntural. La banda tenía programado cinco presentaciones en el Poliedro. Sólo pudo efectuar tres de ellas. La razón: el ex presidente Rómulo Betancourt fallecería el 28 de septiembre de 1981 y se decretarían tres días de duelo nacional.
“Dejar la peluca” (2010) de Carlos Ávila, según algunas opiniones, está escrito exclusivamente para fanáticos del rock venezolano y de Cayayo Troconis, eje de la narración:
Su idea del documental era hacer un semblante de Cayayo que lo reivindicara al punto de convertirlo en nuestro Jim Morrison. Quería concentrarse específicamente en el período de Dermis Tatú. Decía que como en Argentina lo hizo Luca Prodan y en Colombia Andrés Caicedo, también Cayayo debía abrir los ojos y ponerse de pie. (párr. 2)
Esta historia destila una intensa investigación del autor. Asimismo un sentimiento, un respeto desde sus palabras por el rock nacional. Retrata fielmente una época y nos hace partícipes de un tributo a esa figura tan especial que fue Cayayo. Ávila, a través de sus personajes, analiza críticamente las letras de algunas canciones míticas de Cayayo. Hace crítica literaria sobre las letras de este conjunto. Y de algún modo se desliza en el relato un halito de historia de nuestro rocanrol:
Él representa la ruptura con el glam y con el dance que ya bailaban sobre sus restos en los últimos años de la década de los ochenta. Todo eso está claro. Sin embargo, lo que aquí nos ocupa es el hecho de que Kurt Cobain nació apenas un año antes que Cayayo. (…) El primero, desde la cresta de la ola y con un final trágico. El otro, con un final no menos fatal, pero desde el desencanto y la desilusión; aunque habrá quien cambie estas dos últimas sentencias por la palabra fracaso. (párr.: 2)
Algo similar hará Rodrigo Blanco en el relato “Flamingo” (2011). Algún personaje reflexionará sobre una canción del grupo venezolano La Vida Bohéme. Quizás sea esta la coincidencia más obvia, pero también la menos parecida con “Dejar la peluca”. Casualmente, Blanco termina con el personaje principal cantando y llorando con las tonadas de su grupo favorito, tal como lo hacen los personajes de “Dejar la peluca”. ¿Coincidencia? ¿O se está gestando una nueva tendencia para finalizar los cuentos de la rockaficción entre lágrimas y voces afónicas y debilitadas por una noche de fiesta?
En las distorsionadas fronteras entre la crónica y el relato, encontramos dos textos característicos de esas ambigüedades: “El día que apagaron la luz (o Charly García en Caracas)” (2008) de Hensli Rahn, joven narrador y roquero (otrora guitarra y voz de la extinta banda Autopista Sur); y “La noche de los calvos” (2009) de Salvador Fleján. Las crónicas describen crudamente a las estrellas de rock con retórica newtoniana: su inobjetable caída, sin dejar esperanza para ninguna resurrección aparente.
Charly García es un experto en esas experiencias con la gravedad. Recordemos aquel incidente de su salto desde el noveno piso hacia la piscina del hotel. Los que asistimos a ese concierto, rememoramos a través de la prosa de Rahn los ataques existenciales de García, su riña con la silla asignada para el concierto en el Aula Magna, los ya habituales lapsus mentales y olvidos que desde hace tiempo padece el ex Sui Generis. Entre vicisitudes, sabemos con certeza utópica que la próxima recaída no será la última.
Fleján (2009) narra esta crónica con la sutil ironía y humor negro propio de sus relatos. Dibuja a Ian Gillan, cantante de Deep Purple, lejos de aquellos atributos que exhibió interpretando al hijo de Dios en el musical Jesuscristo Superstar. Desde la primera frase, proyecta una idea determinante después de ver a Gillan literalmente crucificado en el anfiteatro del Sambil: “El rock, a diferencia de la enología, es un arte enemigo del envejecimiento” (p. 1). Esta sentencia recuerda a Trino Mora y a otros músicas, que parecieran no tener conciencia del poder de cronos. A juzgar por su canción “Se tú mismo”, este artista libera su mente y aconseja hacerlo a sus fans. En este proceso libertario, ha obviado un detalle muy importante: despojarse de sus atuendos juveniles. Fleján destaca el desempeño de la banda a manera de reporte bancario: “…me hubiese ahorrado el tercio de quincena que gasté en el boleto y la decepción de escuchar a un Ian Gillan a un tercio de su registro vocal” (párr.: 6). Si por casualidad un miembro de la vieja guardia punk venezolana lee esta crónica, la tomará como una revancha si por cosas de la vida aún permanece compungido por no haber diezmado a Paul Gillman en los ochenta.
Para finalizar esta sección, comentaré el relato “Nunca beses a nadie que haya comido huevos de iguana” (2004) de Roberto Echeto. Aquí se describe la impactante escenografía de U2 y esencialmente el acting de su vocalista Bono y el guitarrista de la banda: “Yo me decía que qué bolas: yo allí con Ximena viendo a Bono cantando y a The Edge tocando la guitarra a dos pasos de mí” (p. 71). Se nos transmite en alta fidelidad la emoción de los personajes que asisten al concierto. Ese peregrinar, ese rito multitudinario de adentrarse a un recinto que se acepta santuario del rock por dos horas.
Por último, he prefigurado una cuarta categoría: Donde se le rinde culto al rock con escenas y tramas, citas y epígrafes; la más común en la narrativa. Aquí no encontramos estrellas de rock ni nadie que pretenda serlo o lo haya sido. Héroes de la vida cotidiana, cuya máxima presentación en público fue una exposición en la universidad. Se incluyen aquí relatos de personajes que escuchan rock en sus reproductores de música o en fiestas. A menudo sueltan frases de John Lennon como si acabaran de merendar con el Dalai Lama para explicar algún escenario doméstico o existencial que los afecte enormemente. Acuden a las letras del rock para evitar ser la pieza que desencaja en el Universo. De igual modo, es común encontrarse epígrafes sacados de canciones que justifican la trama, la esclarecen y nos anticipan las atmósferas del relato. También es frecuente dar con cuentos que exhiben títulos homónimos al de las canciones. Aquí “la música que sacudió al mundo” tiene tanta importancia como el héroe del cuento, pues ambos se definen y se sostienen entre sí, en un sólido diálogo, como si diera la impresión que los personajes o la trama están allí en función del grupo o tema que se quiere homenajear.
Comenzaré con aquellos textos que rinden culto a través de sus títulos. “Zapatos de gamuza azul” (2005) de José Balza, “Escalera al cielo” (1994) de José Luis Palacios, “Uñas asesinas” (2005) de Rodrigo Blanco Calderón, o “She’s a rainbow” (1970) de Humberto Mata. En el primero se endurece un lazo entre dos amantes furtivos que se reencuentran después de algún tiempo sin tener noticias el uno del otro. Se activa la memoria a través de la melodía que le da título al cuento: “Blue Suede shows”, en cualquiera de sus versiones: ya sea la de Elvis Presley, o la de Jimmy Hendrix. Ambas suenan en la fiesta momentos antes de que el grueso de los invitados empiece a llegar. El narrador recuerda con pasmosa nitidez instantes de sus años universitarios. Recrea con brevedad la emoción de sus sigilosos encuentros en Mérida o Guayana con esta mujer que desea tan obsesivamente como hace veinte años atrás: “Su color: un perfume” es la frase que abre el relato, gravita en él. Hacia la mitad de la trama, vuelve esta frase para posarse entre las palabras del narrador. En esta historia, llena de atmósferas sensuales, una seducción gaseosa se disipa por las circunstancias: los amigos, el esposo o el ex esposo que también forma parte del elenco de invitados. La memoria y el deseo se contienen en las variantes de esta melodía. De un momento a otro, en la narración o desde la narración, se comulga con lo surrealista. La marihuana en este caso no era tan nociva como lo que consumió la protagonista de “She’s a rainbow” de Humberto Mata —si es que se trataba de esta droga. Aquí se describe a modo de impulsos un fragmento de la vida de una adolescente narcotizada (y posiblemente abusada). Mata construye una historia en función de la letra de la canción homónima perteneciente a Their Satanic Majesties Request (1967) de los Rollings Stones. La prosa también es psicodélica. En algún momento se lee en el relato: “Ella es un arco de lluvia”, reflejo castellanizado del “She’s like a rainbow”, estribillo muy insistente en el tema. Pareciera afirmar lo dicho por Gustavo Valle en su relato “Rock progresivo” (2010) sobre la ventaja o particularidad química del rock, música capaz de derretir la realidad. Este cuento, por la duración de su lectura, y por la atmósfera, pareciera estar hecho para leerse mientras se escucha la canción[4].
“Uñas asesinas” es un título que remite a una canción de la agrupación venezolana Seguridad Nacional, versionada en los noventa por Zapato 3. En este relato largo o novela corta, Rodrigo Blanco narra, en clave de diario, el caso de los asesinatos a mendigos que azotó la ciudad de Caracas hace ya algunos años y su impacto en la psique del solitario y obsesivo escribiente. “Escalera al cielo”, por su parte, es una referencia directa a la obra maestra de Led Zepellin. En este relato se ironiza el matrimonio de un joven clase media con una chica de la alta sociedad. Momento antes de la boda, se escucha la voz de Robert Plant entonando la letra del clásico.
Después de la separación de los Beatles, las rupturas de bandas nacionales se instauró como moda con idéntica devoción por imitar sus peinados: Los Impala apagaron el motor de su música y Azúcar, Cacao y Leche (productos que hoy se encuentran especialmente escasos o desaparecidos) tuvieron su fecha de vencimiento. Los Beatles y los Rolling Stones lógicamente han sido los grupos que más apariciones tienen en nuestra literatura. He aquí tres visiones significativas del cuarteto de Liverpool. El narrador de “Mudanzas” (1995), relato de José Luis Palacios, recuerda un hecho memorable en su vida, la muerte de su padre, y no puede evitar asociarla a la desintegración de los Beatles: “Era la época del primer Gobierno de Caldera y del último álbum grabado por Los Beatles, Abbey Road, en mi opinión, el mejor de ellos, lo cual es válido tanto para el disco como para el Gobierno” (p. 116). El LP Abbey Road (1969) también sería escuchado en Juana la Roja y Octavio el Sabrio (1991) entre consignas políticas y la disfuncional relación madre e hijo. Asimismo, En la novela La otra isla (2005) de Francisco Suniaga, ubicamos la celebración de “los treinta años del álbum discográfico del siglo”: Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. Lalo, amigo de Benítez desde los tiempos de su militancia comunista, en una de sus tertulias en la plaza para hablar sobre política y asuntos varios, recuerda el impacto que la sola evocación de este disco cuando él y otros beatlemaníacos “sabían todo lo que había que saber de esa obra discográfica monumental, de las piezas revolucionarias que tenía, de los personajes retratados en la carátula ahora legendaria y, sin embargo, no habían logrado escuchar ni una sola de sus canciones” (p. 47). Además de esto, Lalo añade una breve reseña histórica, la celebración que les adelanté líneas atrás:
Lalo refirió entonces que había estado en Nueva York en 1997 y un día que pasaba por Times Square vio que en una de sus esquinas estaban reunidas unas dos mil personas. Había cámaras y una parafernalia de equipos filmando a aquella masa de gente que tenía como fondo musical los inolvidables compases del Sargento Pimienta, amplificados a través de unos parlantes muy potentes colocados en unas torres de metal. (…) Algunos de los asistentes vestían casacas como las que usaban los Beatles en la carátula y coreaban las canciones con la intensidad de aquellos días. (…) De pronto era otra vez 1967, mejor dicho, como él había soñado que había sido 1967, y se sentía tan lleno de vida, tan inocente y optimista como entonces. Cantaba cada una de las canciones, cuyas letras aparecían en una pantalla electrónica, sin saber qué significaban, pero a nadie le importaba un carajo, peace and love era otra vez la nota. (pp. 47-48)
En No es tiempo para rosas rojas (1975), las melodías de los Beatles se drenan en la narración de la novelista Antonieta Madrid: “[T]odos bebíamos y tú me invitaste a poner más discos en la rocola y fuimos y marcamos canciones de los Beatles que a mí me daban nota” (p.27). Hay que acotar que esta obra, para la fecha de su publicación, fue una polémica novela. Con las canciones que acompañan a la prosa de Madrid pudiera armarse una antología de los Beatles: los de Liverpool alternan protagonismo con las tribulaciones de la joven que narra la historia. Es una constante durante toda la novela las referencias a la discografía del cuarteto más famoso del mundo. Sus letras se alternan con las inquietudes revolucionarias y existenciales de la heroína. Ella se desplaza entre un aborto, dos amores y una guerrilla a punto de ser desmantelada, que ha hecho de la huida y del refugio algo tan común como citar a Marx y Engels con sus camaradas. Entre tanta agonía, los Beatles tienden un manto de paz y amor sobre las tragedias. He aquí un ejemplo de la ansiedad comeflor de Vicky, uno de los personajes:
Vicky seca las copas, Tulio se lava las manos, los hilos rojos borrados por el agua oxigenada se mezclan con el agua del chorro, se escapan por el hueco del lavamanos. El tirabuzón penetra el corcho y el tapón salta, hasta el techo, un disparo, un tiro, un grito que celebra ¡somos libres!, ¡libres! Allá, a lo lejos, los Beatles se escuchan: yesterday, all my troubles seemed so far away. (p. 7)
No podemos dejar de mencionar el tortuoso romance que mantiene o soporta la narradora con su Daniel. Es casi seguro que esta novela no solamente se conforma con el récord de referencias a letras de los Beatles, citados más veces que el Che en un discurso de Castro. Es muy probable que Daniel sea el personaje que más adjetivos empalagosos haya recibido en la literatura venezolana. Su galáxico, su Daniel leninista, su Daniel marxista, su Che Guevara caraqueñizado, su Daniel rock, su “daniel oyendo a los Beatles, daniel oyendo a Bob Dylan (…), daniel oyendo a Jimmy Hendrix”, por sólo nombrar unos cuantos.
Tres décadas después, Adriana Villanueva haría una reverencia similar. Esta vez con los tracksdel disco Forty Licks (2002) de sus majestades satánicas, los Rolling Stones. El móvil del delito (2006) pretende ser una novela policial, pero excesivamente atenuada con una prosa que coquetea con los códigos del bestseller hecho para peluquerías. Lectura rápida y de éxito editorial. La Estalagmita, móvil de Calder sustituido por uno falso, es el beat que mueve la trama. El fraude es descubierto por una veterana docente de vista prodigiosa, que se percata del engaño en apenas una mirada. El robo ocurre en la facultad de Arquitectura de la UCV. La música de los Rolling Stones se deja escuchar con el agrado de unos artistas invitados. Adriana Villanueva traza los planos de una ciudad al borde del caos. Se desempeña como una detective amateur que busca en el lugar del crimen y en su memoria las pistas por resolver y revolver. Es interesante cómo la narradora activa los recuerdos del personaje principal a través de los tracklist del disco recopilatorio Forty Licks. Una técnica narrativa que puede ir de una canción a otra como de un recuerdo a otro. Rebobina con suprema nitidez las Eras de su pasado en el que se cuentan tres matrimonios y un recurrente viaje a Paraguaná, como si se tratara del único de su vida, o el necesario para cambiar su modo de ver la vida. Un viaje de iniciación con sus amigos que urdieron el robo unos veinte años atrás.
“Como un pequeño tigre” (1987), relato de Ángel Gustavo Infante, anticipa la pasión de Forty Licks en El móvil del delito. El personaje de este cuento se refiere a una producción de este grupo como “aquel viejo disco de los Rolling Stones para refugiarse o almidonar esos espacios ásperos” (p. 54).
Concluido este primer grupo, me referiré ahora a aquellos textos donde se rinde culto al rock a través de sus epígrafes.
“3-A”, de Juan Carlos Méndez Guédez inicia con un epígrafe de Témpano: “Sé que va a estar / no quiero mirar”, de la canción “Sofía” perteneciente al disco …En reclamación (1983). En El silencioso vuelo de los peces (2009), libro de Pedro Enrique Rodríguez, se presenta con cuatro epígrafes, tres de ellos provenientes del rock (Peter Gabriel, Pink Floyd y Soda Stereo). En este caso, la rareza es el epígrafe extraído directamente de la literatura, autoría de Guillermo Cabrera Infante. El último de los relatos de este libro, “Tan lejos de Perrault”, abre con otro epígrafe de Peter Gabriel, músico que, en su larga trayectoria, ha demostrado especial talento por las letras de sus canciones, que de algún modo pueden ser consideradas poemas. Los versos elegidos por Rodríguez son del tema “Love to be loved”, segundo track del disco US(1992). Las palabras de Gabriel ya nos inducen en un espacio melancólico, se adhieren a la acción que se desarrolla en una “casa en penumbras”, desolada por un conflicto de una pareja. El hijo acude a darle apoyo a su padre, a servirle como una especie de terapeuta filial. En la inmersión a su antiguo hogar recuerda con benevolencia sus años de infancia, el jardín florecido, hoy mustio y gris, duplicado vegetal de lo que ocurre en el interior de la casa.
Israel Centeno hace un tributo al líder vocal de The Doors, con el relato “Una de Jim Morrinson” (2008). El narrador visita a una pareja de viejos amigos. Su llegada puede calificarse de invasiva. Cuando ya se haya inmiscuido en la rutina de sus amigos, habla de sus existencias. En este párrafo reside la naturaleza del cuento: “En la vida común hay más bostezos que frases (…). Uno cree que se enamora, eso te hace sonreír, sentir la tesitura de la existencia, quieres compartir la vida con alguien por siempre, piensas que las miserias son mitos de personas fracasadas” (p. 3). Los versos de Jim Morrison se diluyen, se propagan cuando son escuchados por los personajes. Ento(r)nan las frases que ellos no se atreven a decir. Los versos de Morrison sostienen los silencios. Cierta comprensión se ajusta fielmente a la realidad. Constatan lo señalado por Paul Gillman en su canción “El poeta”[5].
La voz líder de The Doors se presenta como “un joven como tú tan inquieto como yo, / él siempre quiso a todos sorprender, / con su extraño poder de describir la realidad”. Regulan esa realidad y la hacen suya, como si los personajes fueran el pretexto para interpretar una obra teatral basada en la canción de The Doors. Morrison irrumpe como un fantasma en la atmósfera densa del relato. Los versos del tema “The End” se dejan oír. Desde el primer párrafo Israel Centeno hace lo posible para que sus personajes se sometan a una doméstica incomodidad, o más bien, desde ese epígrafe, uno de los versos de la canción: “This is the end, beautiful friend”[6].
Por último, tenemos aquellos relatos en los que el rock es escuchado, reverenciado y celebrado. Sería un buen ejercicio hacernos una idea de cómo ha evolucionado la tecnología dedicada a reproducir música. En cuentos como “Sally Kay: una historia de amor diferente” (1994) de José Luis Palacios o “Los días mayores” de Orlando Chirinos (2005) los personajes escuchan a Nina Hagen y Fito Páez en sus respectivos walkmans. Sin embargo, el mismo Palacios en “El submarino amarillo” (2011) habla de música conseguida a través de Internet: “Por suerte, tengo descargado completo el disco Revolver, que siempre me pone muy triste. Me pongo los audífonos. El enredo mínimo de cable y reproductor lo meto en un bolsillo de mis shorts” (p. 1). A su vez Dariela Sosa en “Arribando al lado oscuro de la Luna” (2011), nos describe los últimos minutos de Julián, un joven de 27 años que ebrio, despechado y distraído, no se percató de un camión de refresco que venía a colisionar contra su vehículo. En el trayecto al hospital, con la poca fuerza que le quedaba, busca en su iPod los playlists que siempre lo han acompañado en sus actividades. En esas condiciones consigue uno muy particular: “Se aferró a su iPod (…). Pasó a ‘Impelables’: hizo memoria de aquellos días en los que se la daba de vintage e intenso, de su cotidianidad universitaria que se parecía a Velvet Underground y a The Doors” (p. 262). Julián reflexiona y valora la elección de esa playlist como un himno final, un homenaje al rock y a sus años vividos, esa fatídica edad: “De cualquier forma moriría a la misma edad que Jim Morrinson, Janis Joplin, Kurt Cobain, Brian Jones, Jimi Hendrix” (p. 262).
En “Le voyeur” (2000) y “La infructuosa búsqueda…”[7] (2000) de Omar Mesones hay seres que desaparecen. En el primer texto se extravía un gato que se negó a ser castrado; en el segundo, Diego Felipe huye de todo, de su futuro matrimonio, de sus responsabilidades laborales, de sí mismo. Se involucra con una aldea de los kariñas, indígenas venezolanos cuya filosofía y modo de establecer la sociedad siempre le cautivó. Todos piensan que pudo haberse suicidado, opción que pronto es esclarecida gracias al contacto frecuente con su hija, con la que se comunica semanalmente y aporta datos aprovechados astutamente por Beatriz, la heroína y ex prometida de Diego Felipe. El cariz del relato se confirma en su epígrafe, extraído de un poema de Jim Morrinson precisamente. Beatriz se enfrasca en un policial que pudiéramos catalogar como policial doméstico. En la búsqueda, Beatriz también escucha a los Rolling Stones (p. 138) del mismo modo que su colega —en esto del oficio de detective ocasional— de El móvil del delito. El suicidio que se atribuye a este personaje se materializa en la vecina del protagonista de “Le Voyeur”. Éste es testigo auditivo de los últimos días de su vecina, de la desaparición de su gato, de su última pelea y fiestas y de ese repertorio musical con el que ella se fue despidiendo del mundo que incluía a Sting, The Doors, Los Beatles, muy afín con los únicos dos discos que el narrador de la historia conserva después del divorcio:Woodstock y una recopilación de Janis Joplin. En uno de los pocos encuentros entre el narrador, el voyeur, y su atractiva vecina, él le dice una frase para consolarla por el extravío de su gato y que de alguna manera unifica los dos cuentos de Mesones: “Los machos siempre se van” (p. 79).
En otro texto de Mesones: “300 gramos de sexo de baja pureza” (2007) no hay precisamente un desaparecido, pero sí un cuerpo que quieren desaparecer y un testigo, (a quien las circunstancias pudieran calificar de voyeur), que “deben” desaparecer. Antes de que la noche se complique y dos crímenes endosen los archivos de cangrejos del Cicpc, escuchan en el súper equipo de sonido de Lotus, el anfitrión, a “Tommy” de The Who, “Summetime” de Janis Joplin, “Child in Time” de Deep Purple, entre otras piezas célebres. Finalmente todo se complica, y lo que se perfilaba como una noche de buena música, se convirtió en un infierno de secuestros, asesinatos, de sangre que no se presentía.
EL ROCK NO HA MUERTO
La relación entre el rock y nuestra literatura ostenta una larga historia. El rock y la literatura se afinan entre clavijas, cuerdas y percusión narrativa. Esta relación es tan estrecha, gruesa y variada como la masa de gente que acude a un concierto de los Rolling Stones: las ideologías y creencias son abolidas y todos tienen que ver con la infinita lengua de Mick Jagger.
Los temas que he referido en una estimable cantidad de relatos se corresponden con lo dicho por Said: “La música, como la literatura, se practica en un ambiente social y cultural, pero también se trata de un arte cuya existencia se basa, sin duda alguna, en una interpretación, recepción o producción individual” (2007: 22). El rock sigue transmitiéndonos algo, sigue en sintonía con la humanidad. Sus compositores, en ocasiones los mismos de hace treinta, cuarenta años, se han reinventado y/o buscado fusiones en otros ritmos, como lo hiciera el venezolano Vytas Brenner[8] en su época, adelantándosele, incluso, a nombres superlativos como Peter Gabriel, Paul Simon o David Bowie en la combinación de beats de batería con sonidos autóctonos de diversas regiones del mundo.
Antes de darle fin a estas páginas, permítame dejar una pequeña pregunta para la reflexión: ¿el rock morirá cuando su último fanático dejé de respaldarlo? Ya cuenta con un poco más de medio siglo y sigue sonando, no en los aparatos personales para reproducir música, enplaylists, también sigue sonando en emisoras. Incluso, a veces compiten de tú a tú con las nuevas tendencias de la música plegadas al mercado. El rock no ha pasado de moda aunque no esté a la moda. Otros estilos explotados y respaldados por las cadenas televisivas y emisoras comerciales ya han quedado en la desmemoria. Permanece lo que tiene que permanecer, hasta que la gente se aburra. Su difusión es desechable. Ya hoy nadie habla de las Spice Girls y Britney Spears aparece en la prensa más por sus problemas personales que por la obra musical que ha producido. El rock persiste. Persiste y evoluciona.
Desde la Era de Los Beatles, como fervientes colonizadores, hasta nuestros días, el rock ha convivido con nosotros, ha permeado nuestras emociones y nuestra Literatura. Independientemente de que su auge se haya apaciguado en los últimos años, de que ya hablamos de una época postrock y de agrupaciones del postrock, queda el testimonio de sus huellas. El rock es un ritmo social, como cualquier otro ritmo. Como cualquier otra manifestación musical, cultural, humana.
Aparte de una conexión sentimental descubrimos en el rock una sintonía ideológica. En aquellos momentos en que nacía la democracia en Venezuela, el rock se agenciaba sus primeros fans. Cae el régimen de Pérez Jiménez, comienza la apertura petrolera, y hacia finales de los cincuenta, en fechas que se presentan imprecisas, llegan noticias de los primeros locales de rock en la ciudad de Maracaibo, así como el nacimiento de las primeras bandas. “El rock and roll en Venezuela es adeco”, fue la célebre consigna que alguna vez dijera el locutor Frank López.
Aquí es necesario volver a las palabras de Said cuando se refiere al estudio de la música, la música académica, “enclaustrada y antiséptica” (2007: 24). El teórico palestino no lo cree así, para él la música tiene un ineludible espacio en un entorno cultural y social, y desde luego, también pertenece a un espacio político, y así debe ser entendida, no solamente como una manifestación artística restringida a un grupo reducido, elite, que sabe leer a la perfección un pentagrama o capaz de identificar una pieza clásica con sólo oír unos segundos de un fragmento aleatorio. En este largo recorrido de afinidades, Andrés Ferreyra fue el responsable de la máxima fusión entre el rock y la literatura venezolana. Este productor musical hizo “roquear” a la prosa de un miembro del grupo de Los notables. Hablo de la ópera rock basada en Las lanzas coloradas. Arturo Uslar Pietri, no era para menos, se pronunció con el vigor de Don Ameche después de haber salido de la piscina en la película Cocoon: “Esto es un milagro que se traduce para mí en una especie de inyección de juventud inesperada, porque a estas alturas de mi vida estoy convertido en un autor de ópera rock” (Allueva, 2008: 233).
En el capítulo titulado “Una experiencia psicotomimética” del libro de Felix Allueva, este sociólogo y productor musical comenta cómo entre tantas corrientes políticas, en las que se pautaban el anarquismo, la lucha armada, las protestas, la represión de Estado, “el mayor caudal se dirigió a la fuerza juvenil donde se condensó la desobediencia civil y la música rock, degenerando en el movimiento hippie” (2008: 68). Los hippies representaron una masa que lucharía contra el sistema de manera pasiva, sin violencia, proclamando la paz y el amor. Uno de los máximos líderes de esta corriente fue el Cappy Donzella, cofundador de las Experiencias psicotomiméticas. El concepto de estas fiestas era simple, se mezclaban efectos especiales, toques en vivo de grupos y solistas y la Orquesta Venezuela Pop.
La historia de nuestro rock ha sido dilatada, ha tenido etapas de esplendor y en otras ha estado desahuciada. Su crecimiento ha sido lento, y también ha sido tortuoso. Afín con ciertos personajes de la narrativa venezolana: ellos en la ficción, desde la ficción, así como nosotros, drenan sus espacios con memoria roquera, evocan sus éxitos, sus fracasos, los recuerdos sostenidos y graves de un pasado siempre presente en cada melodía.
Así ha sido la constante del rock venezolano. Sus legionarios han hecho suyas las facultades del Ave Fénix, reciclando la ceniza de sus propios cigarrillos para iluminar lo que parece un futuro, o un presente, que coquetea con irse a las sombras. El rock respira con armoniosa soledad, se instala, inspirado, en tarimas de plazas y locales que, de a poco, se han convertido, por un lado, en tribunales para rendirle culto a bandas legendarias y, por otro, en escenarios que sentencian una pulsión juvenil que, de vez en cuando, genera agrupaciones dignas de aparecer en un relato, o bandas cuyas letras nada tienen que envidiarle a un ejercicio poético: como ejemplo sólo es necesario revisar los versos de La Misma Gente o Sentimiento Muerto.
El rock nacional no ha muerto. Aquella bandera minimalista diseñada por Paul Gillman, con rasgos de secta fundamentalista y el trazo torpe pero soberbio de las siglas RN, que recuerdan a las de un partido anarquista con adicción al fracaso electoral, aún siguen, creámoslo o no, flameando en nuestra memoria individual y colectiva.
[1] En esto de la taxonomía literaria existe la cerveza ficción, término propuesto y en parte legitimado por Carlos Salem, escritor español, bloguero, conocido por su más afamada obraYo lloré con Terminator 2. La cerveza ficción, como intuimos, refiere aquellas historias plegadas a la temática alcohólica; con sus tabúes, anécdotas, delirium tremens y resacas. En ellas la bebida y sus detonantes centran los episodios narrativos.
[2] El escritor Ángel Gustavo Infante hace referencia directa al primer disco de la agrupación King Crimson, precisamente titulado In the Court of the Crimson King (1969).
[3] Esta categoría se desarrollará en la segunda parte de esta investigación.
[4] Algo similar experimentó Sam Shepard (1986) en el desolador y crudo relato breve “Wipe Out. (Para leer mientras se escucha ‘Wild Horses’)”. La historia es simple, y es cruda: un guitarrista en franca autodestrucción, riñe con la gastronomía y se enclaustra en su alcoba con la única compañía de su Gibson Les Paul.
[5] Según Paul Gillman, él es el único compositor del mundo que le ha dedicado una canción a Jim Morrison.
[6] Esta misma canción aparece en el relato “Amigos mexicanos” (2007) de Juan Villoro. Unos secuestradores “durante horas sin fin” le ponían “The End” a Samuel Katzenberg, periodista estadounidense que hacía un reportaje sobre la violencia en México: “A sus espaldas, alguien imitaba la voz dolida y llena de seconales de Jim Morrinson” (2007: 123, 124). El mismo tema también aparece en el relato de Omar Mesones “Tequila Sunrise” (2000): “Ella volvió a su reproductor y escuchamos a The Doors: ‘The End’. La mejor música para atravesar cualquier desierto del mundo” (p. 116).
[7] El título de la historia es más extenso que cualquier cuento de Monterroso: “La infructuosa búsqueda de Beatriz hasta cierto punto de la carretera negra que va desde Anaco hasta El Tigre”.
[8] Quisiera agregar que Vytas Brenner apenas ha sido escuchado una sola vez en nuestra literatura, por el narrador y protagonista de “Un gorila muerto bajo la mesa de dominó” (2008), de Fedosy Santaella.
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