Destruir la vida
RAFAEL DEL NARANCO | EL UNIVERSAL
domingo 15 de febrero de 2015 12:00 AM
La Tierra tiene carcoma y se va extinguiendo ineludiblemente.
Las insondables preguntas de nuestra existencia -¿Dé dónde venimos? ¿Qué somos? ¿Adónde vamos?- se van diluyendo como un terrón de azúcar en un vaso de agua.
Hace tiempo se podía encontrar la respuesta en el titilar de una estrella, el ir y venir del océano, la mirada de una mujer o la sonrisa de un recién nacido.
Las complejas moléculas que desde el primer estallido del caldo de la vida, hace catorce o quince mil millones de años, han unido a la humanidad con la gran epopeya de la Creación, evolucionando hasta ser responsable de los resortes de su propia conciencia, están a punto de terminar, pero no por una decisión superior, sino a cuenta de cada uno de nosotros.
Demolemos nuestra casita en el espacio a conciencia de que lo hacemos, y cada día con más ahínco. Nos olvidamos de una época, ahí, a la vuelta de la esquina, en que todavía no éramos hombres, más bien primates, pero de pie, sobre las patas posteriores, contemplábamos el mundo desde arriba, comíamos caracoles y nos expresábamos haciendo mímicas intentando llegar a los sentimientos aflorados del afecto.
Eso fue solamente hace ocho millones de años de los 4.500 de existencia de la Tierra, es decir, un segundo nada más; en ese mismo tiempo, o posiblemente un poco más tarde, cuando nos dimos cuenta de nuestra primogenitura sobre el resto de la naturaleza creada, comenzamos a fermentar mala levadura y a tener un sentido claro de nuestra superioridad reflejado en la destrucción.
Con todo, en medio de una extraña y sublime acción, nacieron los salmos y los sueños, el poema épico y la novela; la música, el ajedrez, las matemáticas, la física, el léxico, el núcleo eólico, la ensoñación y el cariño. Es decir, lo hermoso y elevado de la supervivencia.
También, haciendo reflexión directa de Dios, Alá o Jehová: Buda, Abraham, Moisés, Jesús, Mahoma, Urania, Agamenón, Troya, Ulises, Penélope, Alejandro, Aquiles, Electra, Jasón y cada uno de los hombres o mujeres sorprendentes y admirables.
El final quizás se acerque, la Tierra está herida; tanto construir, para terminar teniendo ante nuestros ojos un cuadro dantesco. En los últimos 500 años se han extinguido 281 especies.
Desde 1950 hemos multiplicado por cinco el consumo de combustibles fósiles. El dióxido de carbono –un veneno- se incrementa en la atmósfera a un ritmo elevado.
Los polos acrecientan el deshielo... los glaciares se derriten. La malaria cobra 7.000 vidas diarias, y cada amanecer mueren 5.500 niños debido a la contaminación de los alimentos, el aire y el agua. El Ébola asesina como un rayo. El virus de la gripe porcina terminará golpeando a cuatro de cada diez personas.
Exterminamos la vida a sabiendas de que lo hacemos.
Tal vez a cuenta de este desconsuelo, nuestra raza sueña con ser eterna o retardar al máximo la llegada de la Parca, la única realidad fidedigna en nuestra condición humana.
Un viejo judío de la diáspora cuya piel arrugada había cruzado el tiempo inmemorial, sentado en las escaleras de una sinagoga la ciudad de Brujas, casi ciego y sordo solía repetir como una cantata afligida a todos los que pasaban a su lado y deseaban escucharlo: "lo mejor es no haber nacido, y lo segundo mejor, morir joven".
Un día al anochecer lo encontraron húmedo, frío, arrugado en si mismo. Había muerto y parecía un pergamino. Su versículo quedó entumecido en su propio hiriente cuerpo.
¿Eran verdad sus palabras? Nuestra propia conciencia piensa en ellas con frecuencia. La vida puede ser un don maravilloso o una desdicha.
rnaranco@hotmail.com
Las insondables preguntas de nuestra existencia -¿Dé dónde venimos? ¿Qué somos? ¿Adónde vamos?- se van diluyendo como un terrón de azúcar en un vaso de agua.
Hace tiempo se podía encontrar la respuesta en el titilar de una estrella, el ir y venir del océano, la mirada de una mujer o la sonrisa de un recién nacido.
Las complejas moléculas que desde el primer estallido del caldo de la vida, hace catorce o quince mil millones de años, han unido a la humanidad con la gran epopeya de la Creación, evolucionando hasta ser responsable de los resortes de su propia conciencia, están a punto de terminar, pero no por una decisión superior, sino a cuenta de cada uno de nosotros.
Demolemos nuestra casita en el espacio a conciencia de que lo hacemos, y cada día con más ahínco. Nos olvidamos de una época, ahí, a la vuelta de la esquina, en que todavía no éramos hombres, más bien primates, pero de pie, sobre las patas posteriores, contemplábamos el mundo desde arriba, comíamos caracoles y nos expresábamos haciendo mímicas intentando llegar a los sentimientos aflorados del afecto.
Eso fue solamente hace ocho millones de años de los 4.500 de existencia de la Tierra, es decir, un segundo nada más; en ese mismo tiempo, o posiblemente un poco más tarde, cuando nos dimos cuenta de nuestra primogenitura sobre el resto de la naturaleza creada, comenzamos a fermentar mala levadura y a tener un sentido claro de nuestra superioridad reflejado en la destrucción.
Con todo, en medio de una extraña y sublime acción, nacieron los salmos y los sueños, el poema épico y la novela; la música, el ajedrez, las matemáticas, la física, el léxico, el núcleo eólico, la ensoñación y el cariño. Es decir, lo hermoso y elevado de la supervivencia.
También, haciendo reflexión directa de Dios, Alá o Jehová: Buda, Abraham, Moisés, Jesús, Mahoma, Urania, Agamenón, Troya, Ulises, Penélope, Alejandro, Aquiles, Electra, Jasón y cada uno de los hombres o mujeres sorprendentes y admirables.
El final quizás se acerque, la Tierra está herida; tanto construir, para terminar teniendo ante nuestros ojos un cuadro dantesco. En los últimos 500 años se han extinguido 281 especies.
Desde 1950 hemos multiplicado por cinco el consumo de combustibles fósiles. El dióxido de carbono –un veneno- se incrementa en la atmósfera a un ritmo elevado.
Los polos acrecientan el deshielo... los glaciares se derriten. La malaria cobra 7.000 vidas diarias, y cada amanecer mueren 5.500 niños debido a la contaminación de los alimentos, el aire y el agua. El Ébola asesina como un rayo. El virus de la gripe porcina terminará golpeando a cuatro de cada diez personas.
Exterminamos la vida a sabiendas de que lo hacemos.
Tal vez a cuenta de este desconsuelo, nuestra raza sueña con ser eterna o retardar al máximo la llegada de la Parca, la única realidad fidedigna en nuestra condición humana.
Un viejo judío de la diáspora cuya piel arrugada había cruzado el tiempo inmemorial, sentado en las escaleras de una sinagoga la ciudad de Brujas, casi ciego y sordo solía repetir como una cantata afligida a todos los que pasaban a su lado y deseaban escucharlo: "lo mejor es no haber nacido, y lo segundo mejor, morir joven".
Un día al anochecer lo encontraron húmedo, frío, arrugado en si mismo. Había muerto y parecía un pergamino. Su versículo quedó entumecido en su propio hiriente cuerpo.
¿Eran verdad sus palabras? Nuestra propia conciencia piensa en ellas con frecuencia. La vida puede ser un don maravilloso o una desdicha.
rnaranco@hotmail.com
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