Psicoanálisis del poder
La ideología política sólo puede construirse mediante el fantasma de la fantasía
TEÓDULO LÓPEZ MELÉNDEZ | EL UNIVERSAL
miércoles 11 de febrero de 2015 12:00 AM
El poder recurre a la distracción mediante el desvío de la atención de los problemas fundamentales. Para ello inunda de informaciones intrascendentes, distraccionistas, que colocan a la gente alelada en temas sin importancia. Pueden crearse artificialmente problemas para ofrecer de inmediato soluciones. Puede permitirse un desbordamiento de violencia hamponil que conlleve a exigencias de dureza, aplicar procesos de degradación de las condiciones de vida para hacer aceptable la supuesta acción correctora ideologizada del poder o recurrir a la vieja frase de que son ne- cesarios correctivos muy duros y, sobre todo, la constante recurrencia a lo emocional para cortar el ejercicio racional. Las estrategias del poder es algo que los venezolanos vivimos a diario sin que medie una comprensión de sus alcance. Más que el poder el objeto de estudio es el sujeto, el manipulado, e ir a los objetos banales y verificar sus relaciones.
Hay que recurrir al psicoanálisis por aquello de buscarse una respuesta ante el dolor de existir, uno donde aparece la política que pretende elevar al sujeto en el territorio de una satisfacción de influjo simbólico que termina en un real inmutable, puesto que para el psicoanálisis la política siempre se ejerce por y para la subjetividades, lo que lo lleva a una desconfianza definitiva del campo político por su condición de semblante, uno que se basa en la represión de la verdad y en hacer pasar sus invenciones como la verdad misma.
Inconsciente
De aquí podemos concluir que todo discurso del amo del poder está en el territorio de lo inconsciente, al constituir un saber que no se sabe, lo que significa lo que hemos repetido: la verdad del discurso impuesto, lo que conlleva a algo peor, si se quiere: cuando la ideología totalitaria encuentra su límite culpa y penaliza a aquellos que no se identifican con ella.
La ideología política sólo puede construirse mediante el fantasma de la fantasía, una que no es otra cosa que un argumento que llena una imposibilidad, es decir, como una representación.
El poder, visto así, es asimétrico y su fuente la dependencia unilateral. El poder pasa a dimensión simbólica del ritual, uno de la supervivencia y la incertidumbre sobre el futuro.
tlopezmelendez@cantv.net
Hay que recurrir al psicoanálisis por aquello de buscarse una respuesta ante el dolor de existir, uno donde aparece la política que pretende elevar al sujeto en el territorio de una satisfacción de influjo simbólico que termina en un real inmutable, puesto que para el psicoanálisis la política siempre se ejerce por y para la subjetividades, lo que lo lleva a una desconfianza definitiva del campo político por su condición de semblante, uno que se basa en la represión de la verdad y en hacer pasar sus invenciones como la verdad misma.
Inconsciente
De aquí podemos concluir que todo discurso del amo del poder está en el territorio de lo inconsciente, al constituir un saber que no se sabe, lo que significa lo que hemos repetido: la verdad del discurso impuesto, lo que conlleva a algo peor, si se quiere: cuando la ideología totalitaria encuentra su límite culpa y penaliza a aquellos que no se identifican con ella.
La ideología política sólo puede construirse mediante el fantasma de la fantasía, una que no es otra cosa que un argumento que llena una imposibilidad, es decir, como una representación.
El poder, visto así, es asimétrico y su fuente la dependencia unilateral. El poder pasa a dimensión simbólica del ritual, uno de la supervivencia y la incertidumbre sobre el futuro.
tlopezmelendez@cantv.net
Los demonios del militarismo
EL NACIONAL SIETE DIAS 8 DE FEBRERO 2015 - 00:01
No importa cuánto esfuerzo haga el aparato propagandístico del chavismo y sus voceros para intentar convertirlo en un acto mítico y heroico, una vez que Venezuela vuelva a tener institucionalidad y un gobierno democrático, el levantamiento militar del 4 de febrero de 1992 será valorado oficialmente como lo que realmente fue, un vulgar, común y corriente golpe de Estado militar.
Exactamente igual en sus métodos y significados al que en 1948 le asestaran al gobierno de Rómulo Gallegos las tropas dirigidas por Pérez Jiménez y Delgado Chalbaud. Como los de Velasco Alvarado en 1968 contra Fernando Belaúnde Terry en el Perú, y Augusto Pinochet en 1973 contra Salvador Allende en Chile. O como el que intentó Antonio Tejero en España contra el gobierno de Adolfo Suárez en 1981.
Independientemente de la ideología que los haya animado –unos de ultraderecha, otros antiimperialistas–; de la cantidad de muertos, heridos y violaciones de derechos que cada uno trajo consigo –unos extremadamente sangrientos, otros menos–; o de sus resultados –unos triunfantes, otros derrotados–; todas estas operaciones militares tienen en común el hecho de haber sido concebidas y ejecutadas para arrebatarles el poder por la fuerza a gobiernos democráticos, elegidos por sufragio universal, en situaciones en los que el juego político no estaba suspendido y en las que la actividad partidista era absolutamente legal y posible, y por tanto aún había espacios para resolver las crisis en escenarios democráticos.
Es decir, independientemente de las coyunturas difíciles por las que atravesaba cada país, se trató en todos los casos de actos inconstitucionales, violatorios de las leyes, en los que una cúpula o una logia militar, generalmente con el argumento de que los gobiernos democráticos a derrocar son corruptos o han sumido al país en el caos, intenta, y en algunos casos lo logra, hacerse del poder político no por vía de la votación o la rebelión popular, sino por el poder del fuego.
El golpe del 92 no fue, hay que recordarlo, una rebelión militar contra una tiranía que sojuzga a un pueblo. Como la llamada Revolución de los claveles que sacó de juego la larga autocracia de Salazar en Portugal. Ni una revolución armada, como la cubana o la sandinista, contra una dictadura militar. Las tres con un evidente y amplio apoyo popular.
El golpe del 92 fue un cuartelazo. Una doble cobardía. Atentar contra una democracia usando la propia fuerza armada que había formado a sus líderes. Cuando el golpe de Caracas no hubo masas en la calle celebrando. En la mañana del 5 de febrero de 1992, ni en la del 27 de noviembre, nadie salió a la calle a expresar su apoyo a los militares insurrectos. Hubo perplejidad, es cierto. Tampoco nadie salió a la calle a defender la democracia. El modelo bipartidista ya experimentaba su agotamiento. Pero nadie o tal vez muy pocos ansiaban un gobierno militar.
Porque, hay que recordarlo, cada vez que los militares dan un golpe con el argumento de que se trata de poner orden y llamar de inmediato a elecciones, seguro se quedan largos años en el poder. Una década entera, los golpista de 1948. Diecisiete años, Pinochet en Chile. Y, aunque el intento del 92 por suerte fracasó, la conversión posterior de la institución militar venezolana en guardia pretoriana del proyecto rojo hecha a imagen y semejanza de Hugo Chávez ha instalado a los militares de nuevo en el poder por quince años consecutivos.
Como un ritual, todos los 4 de febrero recuerdo y vuelvo a contar la tarde cuando el expresidente Ramón J. Velásquez, en su oficina de senador de la república, pocos días después del golpe del 92, nos explicó a un grupo de amigos todavía treintones su opinión sobre el suceso. “Alguien levantó las tapas del infierno, donde varias generaciones de venezolanos, al costo de exilios, cárceles, muerte y tortura, habíamos encerrado en 1958 los demonios del militarismo”, dijo. Nos miró a todos y se preguntó: “¿Cuántas décadas les llevará a ustedes volverlos a encerrar?”. Ya llevamos una y media.
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