Razón del nombre del blog

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El por qué del título de este blog . Según Gregorio Magno, San Benito se encontraba cada año con su hermana Escolástica. Al caer la noche, volvía a su monasterio. Esta vez, su hermana insistió en que se quedara con ella,y él se negó. Ella oró con lágrimas, y Dios la escuchó. Se desató un aguacero tan violento que nadie pudo salir afuera. A regañadientes, Benito se quedó. Asi la mujer fue más poderosa que el varón, ya que, "Dios es amor" (1Juan 4,16),y pudo más porque amó más” (Lucas 7,47).San Benito y Santa Escolástica cenando en el momento que se da el milagro que narra el Papa Gregorio Magno. Fresco en el Monasterio "Santo Speco" en Subiaco" (Italia)

lunes, 3 de junio de 2013

“Hacerse libres, saber conquistar y saber ejercer la libertad ha sido el ideal de los hombres y de los pueblos desde el principio mismo de la Cultura Occidental”. Este modesto recordatorio es también una involuntaria pero tácita invitación a seguir en el camino, pues, como escribió el mismo Picón-Salas, la libertad no es solo “una dádiva lejana que nos ofrezca un régimen o un momento de la Historia”, sino “más bien terrible aventura afanosa, tan frágil como la vida, que es necesario salir a ganarse cada día”. El bien que es la obra de Guillermo Sucre pertenece al esplendor de esa conciencia. Volver a sus palabras cada vez que la sombra o la luz acechan es reencontrar la fidelidad que las asiste: su certidumbre. Pero certidumbre no es mera convicción. Tampoco una actitud o una creencia. La certidumbre a que me refiero se parece a ese momento de dichosa constatación en que uno asiente porque ha visto un rostro hermoso.

Fidelidad y certidumbre de Guillermo Sucre

Guillermo Sucre / Lisbeth Salas
Guillermo Sucre / Lisbeth Salas
El pasado 14 de mayo Guillermo Sucre cumplió 80 años. Para rendirle homenaje al maestro, Papel Literario le dedica esta edición en la que publicamos una serie de textos que hablan de las distintas facetas de su obra y de su vida 

Para Mafer
Un escritor es una voz, pero esa voz está llena de voces. El escritor sabe que su voz es un convite entre distintas formas de la lengua –formas que son presencias– y que toda escritura viva es el resultado de un acuerdo más o menos afortunado entre ellas. No se trata de ventriloquia, de una técnica de imitación, sino de compartir una pasión, una misma inquietud esencial, la luz de un fuego. No es un proyecto: es un camino que se presenta como viático a una necesidad expresiva, o sea, a una necesidad vital. El escritor es un ser en situación de fidelidad –la que comparten su voz y las voces que en ella resuenan– y se supone que esa fidelidad le da una certidumbre.
Certidumbre: es esta la palabra que quiero traer aquí para referirme a Guillermo Sucre, el poeta, el ensayista, el articulista de Letras Libres –que es la Plural y la Vuelta de nuestro tiempo–, el intelectual. Es honda la deuda que mi generación tiene con Sucre, que nos ha enseñado a ser firmes en la franqueza y francos en la firmeza, a la manera de un roble que se anticipó a las ráfagas de turno y que, luego de haber resistido él mismo las que soplaron durante su juventud –la dictadura, la cárcel, el exilio–, se apresta hoy a ofrecernos, no las frutas del consuelo, pero la savia del carácter.
En un texto publicado precisamente en Vuelta, la revista de Octavio Paz, en 1993, viendo la anuencia con que algunos intelectuales consideraban el golpe de Estado perpetrado contra la democracia venezolana el año anterior, Sucre afirmó: “Hemos perdido el sentido viril de las palabras”. A lo largo de la última década no he dejado de escrutarme en esa frase. La que no es ni será mi intención: usar esa frase ahora, en retrospectiva, como aguijón acusatorio. La que sí: aspirar a una conducta personal que se mantenga en constante alerta para evitar caer en juglarías seudo intelectuales que hagan juego al militarismo y a la antipolítica.
Fue ese sentido viril de las palabras el que hizo decir a Albert Camus, en 1957, que el escritor “no puede ponerse hoy al servicio de los que hacen la historia; está al servicio de los que la sufren”. Al igual que para Camus, para Sucre el oficio de escribir obliga, “y obliga no sólo a escribir”. El escritor se forma “en una perpetua ida y vuelta de sí a los demás, a medio camino entre la belleza, de la que no puede prescindir, y la comunidad, de la que no puede extirparse”, de lo que resulta que su responsabilidad sea servir a la verdad y a la libertad, aunque la una sea huidiza y la otra “tan apasionante como difícil de vivir”.
Por supuesto, insiste Camus, no se trata de que el escritor se erija en un predicador de la verdad, pero que mantenga el honor de su oficio, que no se preste a la opresión ni a la mentira. Para decirlo con Étienne de La Boétie, que no ponga su conciencia ni su palabra bajo el yugo de la servidumbre. O con Spinoza: que aprecie la fidelidad y no la adulación.
Está claro que me refiero indistintamente a Guillermo Sucre como escritor y como intelectual, dos figuras que en su caso se complementan, se superponen, son una sola. ¿Es necesario inquirir por qué? Apenas decir que la lectura de su obra hace evidente que el oficio de escribir es indisociable de practicar una ética de la palabra. Y una ética de la palabra es una ética política, aquí donde política no se reduce al ejercicio del poder, sino que se ensancha hasta implicar un vivir en comunidad y en obstinado combate contra los embates del totalitarismo, del fanatismo, del sectarismo, en fin, de todos esos brazos de la muerte, de todas esas tabulas rasas que quieren uniformar a la gente y la palabra.
Esa postura ética de Sucre tiene, además, otra característica: es una mezcla entre la observación de la actualidad y la conciencia de la tradición a la cual esa actualidad confirma o traiciona. Y es que la actualidad solo puede hacerse conciencia (la palabra solo puede mantener su sentido viril) si se la valora sobre el trasfondo de la tradición, esa memoria siempre vigente de las cosas. Cuando eso no ocurre, cuando la tradición no concursa, la actualidad se muestra como mera contingencia y lo que deriva de su percepción es opinión ligera, cuando no disparate. No es el caso de Sucre. En él, en su ejercicio intelectual, se advierte la pasión del que reconoce en los hechos de la vida pasajera la presencia de lo permanente. Para Sucre, las palabras tienen una historia y una dignidad.
No solo en sus artículos y sus ensayos, también en su poesía la mirada del lector percibe esa historia, esa dignidad. ¿O es la mirada de esa historia, de esa dignidad la que observa, desde la página, al lector? Porque quizá no haya nada que estremezca más a un lector, nada que lo haga sentirse más cabalmente un lector, que el descubrimiento de que es él quien está siendo leído. ¿Y qué es un escritor si no un lector a quien la vida hizo transmisor de una pasión, de un viejo testimonio de dolor, de belleza, de la palabra?
En el lector que es Guillermo Sucre, en el escritor en cuya voz resuenan así otras voces, no es difícil que hallemos la huella de Montaigne, de Cervantes, de Spinoza, de Camus. Con ellos comparte, además del oficio de pensar y de escribir, el de vivir atento a eso que Mariano Picón-Salas –otra de sus presencias tutelares– llamó “una pedagogía de la Libertad”. Casi diría una psicagogía. Después de todo, ¿no es la pasión de la libertad un psicagogo precioso –guía del alma– para la vida?
En la introducción de La libertad, Sancho –libro recién publicado por la Fundación del Valle de San Francisco y la editorial Lugar Común–, Sucre, quien funge como compilador e anfitrión de autores que han escrito sobre el tema, de Montaigne a nuestros días, dice: “Hacerse libres, saber conquistar y saber ejercer la libertad ha sido el ideal de los hombres y de los pueblos desde el principio mismo de la Cultura Occidental”. Este modesto recordatorio es también una involuntaria pero tácita invitación a seguir en el camino, pues, como escribió el mismo Picón-Salas, la libertad no es solo “una dádiva lejana que nos ofrezca un régimen o un momento de la Historia”, sino “más bien terrible aventura afanosa, tan frágil como la vida, que es necesario salir a ganarse cada día”.
El bien que es la obra de Guillermo Sucre pertenece al esplendor de esa conciencia. Volver a sus palabras cada vez que la sombra o la luz acechan es reencontrar la fidelidad que las asiste: su certidumbre. Pero certidumbre no es mera convicción. Tampoco una actitud o una creencia. La certidumbre a que me refiero se parece a ese momento de dichosa constatación en que uno asiente porque ha visto un rostro hermoso.

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