Chávez, la TV y la morbosidad de la noticia
- Columnista, Notitarde, Antonio Sánchez García (Notitarde / )
Antonio Sánchez García
1
Hace 14 años, abrumado por el avasallante tsunami político social que los medios habían provocado en esa última década, y cuyo primer impacto había sido obra del incomparable talento provocador de un teniente coronel hasta ese momento absolutamente desconocido por los venezolanos, escribí lo que su victoria electoral seis años después convertiría en realidad: la conversión de la política en espectáculo.
No era un tema novedoso, ni en Europa ni en los Estados Unidos. Pero para mí fue absolutamente revelador. La globalización había alcanzado a la periferia y la política, también en Venezuela, había terminado arrodillada ante el poder vampiresco de la televisión. Por cierto, como antes lo estuviera sometida al monopolio de los medios impresos. Pocas obras de ficción con mayor poder documental sobre el avasallante poder de manipulación colectiva de la prensa en la sociedad contemporánea que Citicen Kane, el extraordinario filme de Orson Welles. Si bien ese "cuarto poder" se encontraba delimitado materialmente por el alcance real de la lectura y su escasa velocidad de arropamiento en comparación con la asombrosa inmediatez y la descomunal capacidad de encantamiento de la imagen por sobre el texto. Impuesto el predominio mediático de la televisión, ya nada tendría entidad política real si no rendía previamente tributo a las claves del lenguaje masivo, instantáneo y aparentemente espontáneo de la reproducción televisiva. Es más: ese lenguaje no reproducía la política: había comenzado a generarla.
Borges, que odiaba los espejos, no alcanzó a sufrir el bombardeo televisivo. Lo salvó su ceguera. Pero comprendía perfectamente la vileza de lo especular precisamente por su capacidad obscena y monstruosamente reproductiva. Lo que McLuhan y otros ya habían pronosticado se cumplió a mansalva: la realidad no sólo depende de la certificación de su difusión masiva para adquirir virtualidad: si no la alcanza, simplemente no existe.
Con un agravante de incalculables proyecciones respecto del poder de influencia de la prensa escrita y de efectos verdaderamente demoledores sobre la calidad de la información y la conformación de la naturaleza del mensaje: la brutal banalización inherente al medio. Como lo afirmara Bill Moyers: "Las ideas complejas son las únicas que conducen a alguna parte. Pero la tecnología de la televisión lo vuelve todo plano y, al hacerlo, desciende al más bajo común denominador, desprovisto de matices, sutileza, historia y contexto, con lo que se convierte en promotora de consensos, ¡y a menudo de cualquier clase de consenso!, casi siempre el más elemental y fascistoide, aunque desde luego, los productores proclamen no intentar imponer éste al público".
2
Si la demoledora e indiscutida afirmación de Moyers requiriese de un ejemplo, conocido en directo por todos los venezolanos adultos que lo sufrimos y por todos los nacidos a posteriori que se habrán enterado por la universal difusión de la infamia, ninguno más adecuado que el mensaje de algunos segundos dicho con absoluto desparpajo y desenfado por el teniente coronel Hugo Chávez al mediodía del 4 de febrero de 1992, en que tuvo la desfachatez de hacerse responsable de la mayor felonía cometida en Venezuela desde los tiempos del golpe de Estado que derrocara al presidente Rómulo Gallegos 42 años antes.
Escoltado por el ministro de defensa y un general, que le conferían - uno, aparentemente inocente, el otro culpable y cómplice del felón - toda la solemnidad y autoridad requeridas, un criminal, que tenía las manos manchadas con la sangre de dos centenas de inocentes asesinados en el transcurso de la más aviesa de las acciones cometidas por oficiales del ejército desde los cuartelazos de los años sesenta, recibía el bautismo del heroísmo y era implícitamente condecorado con la alta moral de asumir con hombría unos hechos de los que, a pesar de haberlos provocado durante años de conspiración y engaños, no tenía razón alguna como para enorgullecerse: una, porque había sido un acto completa y absolutamente reprobable; el otro, porque consumido en su cobardía no había tenido el coraje de combatir, refugiándose en el Museo Militar desde donde vio caer a sus hombres, repelidos por las tropas leales.
No fueron esos oficiales y soldados leales los que recibieron en bandeja de plata la oportunidad de que le plancharan su infamia y le relucieran sus manchas ensangrentadas gracias al medio que permitió, en esos segundos, "promover los consensos ¡y no cualquier clase de consenso!, sino el más elemental y fascistoide, aunque los productores - ¿el ministro, el general, los empresarios televisivos o los responsables de los noticieros que lo reventaron al máximo nivel de difusión posible?- proclamen no haber intentado imponérselo al público.
Para rizar el rizo de la brutal capacidad manipulativa del medio, que determinó el siniestro curso futuro de la historia, algunas horas después, convertida la audiencia venezolana en telespectadora de su propio degüello, asistiría a un tenebroso melodrama que puso la guinda en la torta: un viejo tribuno apartado de la política, volvía a ella, con lágrimas en los ojos y voz balbuceante por la emoción del momento, parodiando a Cincinato, para justificar al felón de la montaña y decir, sin el menor escrúpulo, que la democracia que ese golpe venía a destruir no merecía ser defendida. Así él fuera uno de los tres fundadores responsables de esa democracia.
La traición militar secundada por la traición política, suficientemente adobadas con picante melodramatismo, servidas en el plato único ofrecido al mediodía por todos los canales venezolanos. ¿Se entiende la observación de Bill Moyers?
3
Los genios políticos como aquellos dos de que se habla, habitualmente malvados y depredadores como los personajes de ficción que generan, palpitan desesperados a la búsqueda de esos instrumentos especulares, dadores de exculpaciones, inculpaciones, favores y defenestramientos. Desde luego ni interesados ni tecnológicamente capaces de dar razones, sino seudo motivos, iras, sentencias inmediatas: ni análisis ni comprensiones. Por cierto: los dos personajes en cuestión cumplían un sórdido papel en la trama que enredaba la historia de millones y millones de seres humanos: uno pujaba a cañonazos por hacerse famoso; el otro pujaba a los llantos por volver a ser aceptado en el circo romano de la política venezolana.
Pero, en fin, todos necesitan, por igual, en la era de la política como espectáculo, del poder arrollador de la pantalla. Necesitan reproducirse al infinito. Sin la radio, el Tercer Reich no hubiera alcanzado la dimensión planetaria que logró alcanzar con Hitler. Pero todavía, en tiempos de Hitler, la radio no escogía presidentes, como lo hace la televisión en las naciones más desarrolladas del globo desde hace ya medio siglo. Y así como los actores del cine mudo se vieron confrontados a la extinción con el cine sonoro, basta que un político carezca de perfil televisivo, buena imagen y desenvoltura cinematográfica para que se le cierren las puertas del poder. Caldera sabía instintivamente que si no lloriqueaba, perdería su falsa credibilidad. Chávez, que si no se pavoneaba en su descaro, no la alcanzaría jamás.
Es lo que hemos vivido de manera paradigmática desde ese nefando 4 de febrero de 1992: la intromisión violenta de la pantalla en la política y la necesidad de sobrevivencia que los códigos televisivos le imponen a quienes quieran protagonizar roles de mando en la época de la política como espectáculo.
Ni el gobierno ni la oposición han podido sustraerse al poder sobre determinante de la pantalla. Chávez, que hizo de la política un espectáculo y de su vida un melodrama, la llevó hasta sus últimas consecuencias. Sólo faltó la filmación de sus postreros estertores. Su vida y su muerte parecen un calco del guión de una telenovela. Su liderazgo no es explicable sin el protagonismo de la pantalla. Como la oposición: ningún líder alcanzó rango de liderazgo mientras no fuera santificado por Globovisión. Lo que explica la imperiosa necesidad del régimen por asentar su monopolio mediático mediante actos lesivos y criminales, como los impuestos a RCTV y al Circuito Belfort, la invención de medios alternativos y la persecución y compra de medios proclives a la oposición, como fuera el caso de Globovisión.
4
Ha muerto el dueño del circo. En medio del vacío noticioso que provoca la inconmensurable mediocridad y falta de carisma del administrador puesto a cargo por los Castro, el morbo que rodeó su vida sigue determinando la curiosidad de los medios internacionales. No es otra la explicación de la insistencia con que algunos corresponsales de importantes agencias y periódicos, como los de más circulación en España, a tres meses de la muerte del caudillo, sigan explotando el tema hasta la fatiga y el aburrimiento.
No hay noticia de ABC, El País o El Mundo referida a Venezuela que no tenga que ver con algún aspecto relativo al difunto. ¿Es morbosidad, aldeanismo o desinterés por nuestra realidad real? Entristece saber que no existe razón alguna para publicar alguna línea sobre Venezuela que no tenga que ver con el pesado, el intolerable y fastidioso fardo de un cadáver. Fue otro de los aportes del teniente coronel: convertirnos en la atracción de la morbosidad noticiosa del planeta.
E-mail: sanchezgarciacaracas@gmail.com
Twitter: @sangarccs
Hace 14 años, abrumado por el avasallante tsunami político social que los medios habían provocado en esa última década, y cuyo primer impacto había sido obra del incomparable talento provocador de un teniente coronel hasta ese momento absolutamente desconocido por los venezolanos, escribí lo que su victoria electoral seis años después convertiría en realidad: la conversión de la política en espectáculo.
No era un tema novedoso, ni en Europa ni en los Estados Unidos. Pero para mí fue absolutamente revelador. La globalización había alcanzado a la periferia y la política, también en Venezuela, había terminado arrodillada ante el poder vampiresco de la televisión. Por cierto, como antes lo estuviera sometida al monopolio de los medios impresos. Pocas obras de ficción con mayor poder documental sobre el avasallante poder de manipulación colectiva de la prensa en la sociedad contemporánea que Citicen Kane, el extraordinario filme de Orson Welles. Si bien ese "cuarto poder" se encontraba delimitado materialmente por el alcance real de la lectura y su escasa velocidad de arropamiento en comparación con la asombrosa inmediatez y la descomunal capacidad de encantamiento de la imagen por sobre el texto. Impuesto el predominio mediático de la televisión, ya nada tendría entidad política real si no rendía previamente tributo a las claves del lenguaje masivo, instantáneo y aparentemente espontáneo de la reproducción televisiva. Es más: ese lenguaje no reproducía la política: había comenzado a generarla.
Borges, que odiaba los espejos, no alcanzó a sufrir el bombardeo televisivo. Lo salvó su ceguera. Pero comprendía perfectamente la vileza de lo especular precisamente por su capacidad obscena y monstruosamente reproductiva. Lo que McLuhan y otros ya habían pronosticado se cumplió a mansalva: la realidad no sólo depende de la certificación de su difusión masiva para adquirir virtualidad: si no la alcanza, simplemente no existe.
Con un agravante de incalculables proyecciones respecto del poder de influencia de la prensa escrita y de efectos verdaderamente demoledores sobre la calidad de la información y la conformación de la naturaleza del mensaje: la brutal banalización inherente al medio. Como lo afirmara Bill Moyers: "Las ideas complejas son las únicas que conducen a alguna parte. Pero la tecnología de la televisión lo vuelve todo plano y, al hacerlo, desciende al más bajo común denominador, desprovisto de matices, sutileza, historia y contexto, con lo que se convierte en promotora de consensos, ¡y a menudo de cualquier clase de consenso!, casi siempre el más elemental y fascistoide, aunque desde luego, los productores proclamen no intentar imponer éste al público".
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Si la demoledora e indiscutida afirmación de Moyers requiriese de un ejemplo, conocido en directo por todos los venezolanos adultos que lo sufrimos y por todos los nacidos a posteriori que se habrán enterado por la universal difusión de la infamia, ninguno más adecuado que el mensaje de algunos segundos dicho con absoluto desparpajo y desenfado por el teniente coronel Hugo Chávez al mediodía del 4 de febrero de 1992, en que tuvo la desfachatez de hacerse responsable de la mayor felonía cometida en Venezuela desde los tiempos del golpe de Estado que derrocara al presidente Rómulo Gallegos 42 años antes.
Escoltado por el ministro de defensa y un general, que le conferían - uno, aparentemente inocente, el otro culpable y cómplice del felón - toda la solemnidad y autoridad requeridas, un criminal, que tenía las manos manchadas con la sangre de dos centenas de inocentes asesinados en el transcurso de la más aviesa de las acciones cometidas por oficiales del ejército desde los cuartelazos de los años sesenta, recibía el bautismo del heroísmo y era implícitamente condecorado con la alta moral de asumir con hombría unos hechos de los que, a pesar de haberlos provocado durante años de conspiración y engaños, no tenía razón alguna como para enorgullecerse: una, porque había sido un acto completa y absolutamente reprobable; el otro, porque consumido en su cobardía no había tenido el coraje de combatir, refugiándose en el Museo Militar desde donde vio caer a sus hombres, repelidos por las tropas leales.
No fueron esos oficiales y soldados leales los que recibieron en bandeja de plata la oportunidad de que le plancharan su infamia y le relucieran sus manchas ensangrentadas gracias al medio que permitió, en esos segundos, "promover los consensos ¡y no cualquier clase de consenso!, sino el más elemental y fascistoide, aunque los productores - ¿el ministro, el general, los empresarios televisivos o los responsables de los noticieros que lo reventaron al máximo nivel de difusión posible?- proclamen no haber intentado imponérselo al público.
Para rizar el rizo de la brutal capacidad manipulativa del medio, que determinó el siniestro curso futuro de la historia, algunas horas después, convertida la audiencia venezolana en telespectadora de su propio degüello, asistiría a un tenebroso melodrama que puso la guinda en la torta: un viejo tribuno apartado de la política, volvía a ella, con lágrimas en los ojos y voz balbuceante por la emoción del momento, parodiando a Cincinato, para justificar al felón de la montaña y decir, sin el menor escrúpulo, que la democracia que ese golpe venía a destruir no merecía ser defendida. Así él fuera uno de los tres fundadores responsables de esa democracia.
La traición militar secundada por la traición política, suficientemente adobadas con picante melodramatismo, servidas en el plato único ofrecido al mediodía por todos los canales venezolanos. ¿Se entiende la observación de Bill Moyers?
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Los genios políticos como aquellos dos de que se habla, habitualmente malvados y depredadores como los personajes de ficción que generan, palpitan desesperados a la búsqueda de esos instrumentos especulares, dadores de exculpaciones, inculpaciones, favores y defenestramientos. Desde luego ni interesados ni tecnológicamente capaces de dar razones, sino seudo motivos, iras, sentencias inmediatas: ni análisis ni comprensiones. Por cierto: los dos personajes en cuestión cumplían un sórdido papel en la trama que enredaba la historia de millones y millones de seres humanos: uno pujaba a cañonazos por hacerse famoso; el otro pujaba a los llantos por volver a ser aceptado en el circo romano de la política venezolana.
Pero, en fin, todos necesitan, por igual, en la era de la política como espectáculo, del poder arrollador de la pantalla. Necesitan reproducirse al infinito. Sin la radio, el Tercer Reich no hubiera alcanzado la dimensión planetaria que logró alcanzar con Hitler. Pero todavía, en tiempos de Hitler, la radio no escogía presidentes, como lo hace la televisión en las naciones más desarrolladas del globo desde hace ya medio siglo. Y así como los actores del cine mudo se vieron confrontados a la extinción con el cine sonoro, basta que un político carezca de perfil televisivo, buena imagen y desenvoltura cinematográfica para que se le cierren las puertas del poder. Caldera sabía instintivamente que si no lloriqueaba, perdería su falsa credibilidad. Chávez, que si no se pavoneaba en su descaro, no la alcanzaría jamás.
Es lo que hemos vivido de manera paradigmática desde ese nefando 4 de febrero de 1992: la intromisión violenta de la pantalla en la política y la necesidad de sobrevivencia que los códigos televisivos le imponen a quienes quieran protagonizar roles de mando en la época de la política como espectáculo.
Ni el gobierno ni la oposición han podido sustraerse al poder sobre determinante de la pantalla. Chávez, que hizo de la política un espectáculo y de su vida un melodrama, la llevó hasta sus últimas consecuencias. Sólo faltó la filmación de sus postreros estertores. Su vida y su muerte parecen un calco del guión de una telenovela. Su liderazgo no es explicable sin el protagonismo de la pantalla. Como la oposición: ningún líder alcanzó rango de liderazgo mientras no fuera santificado por Globovisión. Lo que explica la imperiosa necesidad del régimen por asentar su monopolio mediático mediante actos lesivos y criminales, como los impuestos a RCTV y al Circuito Belfort, la invención de medios alternativos y la persecución y compra de medios proclives a la oposición, como fuera el caso de Globovisión.
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Ha muerto el dueño del circo. En medio del vacío noticioso que provoca la inconmensurable mediocridad y falta de carisma del administrador puesto a cargo por los Castro, el morbo que rodeó su vida sigue determinando la curiosidad de los medios internacionales. No es otra la explicación de la insistencia con que algunos corresponsales de importantes agencias y periódicos, como los de más circulación en España, a tres meses de la muerte del caudillo, sigan explotando el tema hasta la fatiga y el aburrimiento.
No hay noticia de ABC, El País o El Mundo referida a Venezuela que no tenga que ver con algún aspecto relativo al difunto. ¿Es morbosidad, aldeanismo o desinterés por nuestra realidad real? Entristece saber que no existe razón alguna para publicar alguna línea sobre Venezuela que no tenga que ver con el pesado, el intolerable y fastidioso fardo de un cadáver. Fue otro de los aportes del teniente coronel: convertirnos en la atracción de la morbosidad noticiosa del planeta.
E-mail: sanchezgarciacaracas@gmail.com
Twitter: @sangarccs
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