Anotaciones sobre Chávez (II)
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Valga un somero análisis de la situación en que se encontraba el Poder Ejecutivo respecto de los otros poderes del Estado y en particular con respecto a sus Fuerzas Armadas para comprender la hondura alcanzada por la crisis sociopolítica abierta con el llamado Caracazo, los graves motines y saqueos con que se fracturara el respaldo popular al recién electo presidente de la República, vivido a partir del 27 de febrero de 1989. El nuevo gobierno estaba aislado y huérfano de todo respaldo sociopolítico exactamente a 25 días de su juramentación de mando. Era un gobierno que nacía bajo un aluvional respaldo electoral pero sin hegemonía ni autoritas. Y, por primera vez en la historia de la joven democracia venezolana, absolutamente aislado respecto de los partidos del sistema.
En pocos días, si no en horas, el mismo caudillo democrático que fuera electo con una aplastante mayoría de votos y recibiera el entusiasmado respaldo de todos los países de la región y altas autoridades políticas de Occidente –Felipe González, César Gaviria, Willie Brandt, Shimon Peres, el Nobel de la Paz y reelecto presidente de Costa Rica Oscar Arias, Fidel Castro, entre muchos otros– fue puesto contra la pared por la acción hamponil de pequeños grupos extremistas radicalizados que arrastraran a los sectores marginales de la población a ejercitar el deporte nacional del saqueo generalizado. La sorpresa de quien jurara que, cumplido su programa de reconstrucción de la economía nacional y logrado el giro copernicano de la modernización del Estado, saldría en andas del palacio de gobierno fue tan paralizante que los motines crecieron, se generalizaron, amenazaron descontrolados con extenderse al interior de la República hasta poner en jaque la autoridad y estabilidad del nuevo gobierno. La reacción de las llamadas fuerzas del orden, en parte las mismas que le servirían de respaldo un par de años después al teniente coronel para dar su golpe de Estado, fue eficaz aunque tardía. Y siempre bajo el descrédito que acarrea enfrentar a las Fuerzas Armadas contra sectores populares, sin aparente identificación política.
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A pesar de este traumático inicio de gobierno, los sectores populares no terminaron por quitarle su apoyo a Carlos Andrés Pérez. En gran medida debido al éxito evidente de las medidas económicas implementadas por la llamada “sinceración de la economía”, que redujo el desempleo hasta un tolerable 6% y elevó el crecimiento del PIB en un asombroso 10% anual, un récord mundial, como lo reconocería el Foro Económico Mundial de Davos, Suiza, a finales de enero de 1992. En parte, debido a la preocupación del plan de gobierno por no desatender a los sectores populares, que no fueron las principales víctimas de las reformas sociales, económicas y políticas implementadas por el equipo de tecnócratas que acompañaban al caudillo andino.
Las principales víctimas fueron los sectores medios de la población, base del sustento social de la democracia implementada por los partidos firmantes del Pacto de Punto Fijo, consentidos de su sistema de retribución social y habituados a un estándar de vida solo comparable con el de los países más desarrollados del hemisferio y muy superior a sus reales capacidades productivas por efecto de la sobrevaloración del bolívar. Un caso único en la América Latina de entonces, que hacía de Venezuela un polo de atracción irresistible para las castigadas clases medias del vecindario. Algunos de cuyos representantes se avecindaron en el país huyendo de las dictaduras militares que azotaban al Cono Sur y encontraron en la democracia venezolana libertad y un alto nivel de vida, inalcanzables ambos en sus países de origen.
Síntesis: el gobierno se alienó el respaldo crucial de sus capas medias, claves en el sostén de las democracias y dominantes en los medios, la academia y la burocracia de Estado, y se aisló respecto del establecimiento político y del resto de las instituciones del Estado, alcanzando una fragilidad que lo hacía fácil blanco de la conjura de sus adversarios, devenidos en sus mortales enemigos pues no aceptaban los cambios económicos que los privaban de sus viejas granjerías ni toleraban la modernización del sistema pues los privaban de sus tradicionales feudos de poder. El clímax de este divorcio sin retorno fue el portazo que le dio su propio partido, Acción Democrática, que despechado por la indiferencia del trato que le dispensaba el caudillo modernizador comenzó por oponerse a sus políticas maestras y terminó por expulsarlo de sus filas. Ya se había desatado la conjura civil montada por los viejos próceres del establecimiento partidista hegemónico, los llamados “notables”, que veían definitivamente afectadas sus sinecuras.
Carlos Andrés Pérez perdió todo respaldo social y político. Su defenestración y muerte políticas estaban signadas desde el mismo amanecer posterior al Caracazo. Ni entonces ni luego del golpe militar del 4-F lograría conmover a sus enemigos internos, que le habían declarado la guerra y no se detendrían hasta defenestrarlo y sacarlo para siempre del juego político. Imposible olvidar el papel desempeñado por el fiscal general de la República en la armazón de la conjura legal que le daría el golpe de muerte, a pesar de ser un enconado enemigo suyo nombrado por el mismo Pérez en ese cargo trascendental a instancias de su compañero de partido, Gonzalo Barrios. Quoque, Brute, fili mi.
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El propósito del teniente coronel Hugo Rafael Chávez Frías, principal beneficiario de esta crisis sangrante, jamás estuvo claro. Cabe pensar que, en principio, su ambición era el poder por el poder. Aunque perfectamente consciente de que la hegemonía dominante en Venezuela era socialista, estatista, populista y clientelar; que en Venezuela hasta la derecha era de izquierdas; que el odio y el resentimiento contra Estados Unidos se solapaban con los deseos de alcanzar el sueño americano, sin los esfuerzos que comporta; que la democracia venezolana estaba podrida y que cualquier camino que tomara tenía que ser, genéricamente, de izquierdas y su coartada perfecta el castrismo, aceptado y aclamado unánimemente por el establecimiento político, académico, artístico e intelectual de Venezuela, como quedó meridianamente en claro cuando un millar de intelectuales, artistas y toda suerte de miembros legítimos e ilegítimos de la hegemonía cultural de la cuarta república dominada por la izquierda marxista terminó por arrodillarse en su presencia –invitado de honor del reciclado demócrata andino a los fastos de su coronación– y asumir las banderas del socialismo en una extraña mezcla ideológica con el santón de las oligarquías venezolanas de la segunda mitad del siglo XIX: Simón Bolívar. Así, el más poderoso y rico de entre los oligarcas aristocráticos de la Venezuela colonial terminaría su resurrección amortajado con las banderas rojinegras del castrocomunismo. Queda para una anotación posterior el importante tema de Bolívar y “el problema nacional” que en 1830 terminó por arrancar de cuajo del cuerpo de la República en formación el puesto de honor conquistado por el Libertador, sometido por los sectores paecistas y antibolivarianos a “la crítica ponzoñosa y al deseo de exterminar la influencia del Libertador a través del exilio total”. [1]
Si ese era el propósito “constructivo”, el “destructivo” y el que lo llevaría a la cumbre de la popularidad apuntaba a satisfacer el odio de las clases medias contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez por las dificultadas generadas por la crisis económica y su insólito y extravagante proyecto de intentar, por primera vez desde el 23 de enero, implementar algunas medidas de corte liberal. El más odiado de los fantasmas culposos de Occidente. El pretexto: ¿construir una suerte de gobierno provisorio de salvación nacional para ponerle atajo a las corruptelas, vicios y desmanes de los viejos partidos enmarcados en el Pacto de Punto Fijo? ¿Vengar penas y agravios causados por los viejos gobiernos de la cuarta república y llevar a cabo una suerte de limpieza del escabroso terreno político venezolano para construir a cambio una democracia supuestamente moderna, sana y renovada, pero socialista? ¿O establecer desde un comienzo una dictadura militar con participación civil, al estilo de la de Marcos Pérez Jiménez, con cuya figura coqueteó poco antes de ser electo presidente de la República, pero sin sus delirios modernizantes? ¿Quitar a Carlos Andrés Pérez y montar un gobierno de transición en manos de los notables encabezados por Rafael Caldera, el socio secreto del 4-F? ¿Establecer una dictadura unívocamente militar para imponer un régimen de nuevo cuño, al estilo de la Revolución cubana y abrir un período de transición hacia el socialismo?
@sangarccs
[1] Eleonora Gabaldón, La Constitución de 1830, Caracas, 1991. Pág. 20
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