Mi reducto de hormigón
El todo es anterior a las partes, por ello la sociedad y la ciudad condicionan la naturaleza de sus habitantes en un acto natural y simple de supervivencia, gestando en lo más profundo del ser la capacidad de subsistir y evolucionar. Lento acto de creación y mutación del cual emergió la idiosincrasia caraqueña
Somos animales urbanos; empleamos nuestro instinto para movernos con cautela por los intrincados laberintos de hormigón que con disonancia construimos y nos circundan como silentes monumentos que atestiguan la adoración al dios progreso.
La globalización, la modernidad, el advenimiento precoz de un futuro que no fue gestado con la paciencia y el esfuerzo requeridos, nos sorprendió como un niño que llega a la adultez sin transitar por la adolescencia. Con la misma violencia geológica del reventón del Pozo Zumaque I, en el año 1914, mimos empujados a esa abrupta transición de nuestra vida pueblerina hacia una sociedad cosmopolita. Nuestros caseríos con senderos de tierra se transformaron súbitamente en ciudades de concreto, llenas de gente y vehículos automotores, sin guardar un justo equilibrio entre unos y otros.
Transitar por sus calles atestadas de buhoneros requiere de habilidades especiales. Un continuo zigzagueo, entre los vendedores de fritangas, los que ofrecen la prensa, el café caliente o la lencería colombiana. La capacidad de advertir peligros ocultos entre la muchedumbre, el arrebatón, el cuchillo filoso, la pólvora posible. Sentimos la inmanente necesidad de resistirnos a la usurpación de los espacios. En el entorno flotan aromas que agreden o subyugan, sonidos que atolondran, luces que aturden. Avanzamos sumergidos en un desmesurado colorido, confundidos entre un tropel de gente que obliga el contacto con pieles extrañas; unas nos asquean, otras nos seducen, mientras nos cocinamos a fuego lento, bajo el sol picante, invasivo y fraternal, que nos envuelve.
La ciudad que habitamos y donde literalmente sobrevivimos a diario, se encuentra colmada de contradicciones. Tenía que ser así, pues su mismo nombre nace de una paradoja; de la conjunción de bandos antagónicos, históricamente confrontados por la posesión del territorio.Santiago de León de Caracas se le bautizó. Santiago por el apóstol tradicional de la reconquista española, y santo militar de España; León, en honor al apellido del gobernador de la provincia colonial, Ponce de León; Caracas, por los habitantes primigenios del valle, los indios Caracas, de la familia Caribe. Su nombre resulta ser entonces la unión de contrarios, el conquistador foráneo y el habitante autóctono, el transgresor y el transgredido, el invasor y el invadido.
Génesis contradictoria la de la ciudad fundada en el siglo XIV por Diego de Losada, y que se desarrolló con parsimonia hasta el inicio del siglo XX. De allí en adelante la ciudad de Los Techos Rojos, y ciento cuarenta mil habitantes, fue víctima de una súbita prosperidad económica. Creció a ritmo acelerado, con alta entropía, persiguiendo la quimera de la modernidad. Esa brutal y desordenada prosperidad la llevó a convertirse en la ciudad caótica y asfixiante donde hoy coexistimos millones de almas, en un espacio dividido en dos grandes polos social-geográficos; uno en el valle, otro en las laderas montañosas que lo circundan. Cada polo regido por códigos y ritos distintos, cada polo con modismos y formas de comunicación diferentes, cada polo aislado en sus peculiaridades.
En el ambiente se percibe la fractura, la herida profunda y dolorosa. En el alma de quienes la habitamos se generan sentimientos semejantes al cambio químico que resulta al unir cemento y agua. Al principio, se produce una intensa reacción exotérmica. Indignación creciente por el caos en el cual nos encontramos inmersos.
Transitamos luego hacia un período durmiente. El desconcierto y la impotencia se manifiestan, inhibiendo cualquier acción. Finalmente, devenimos a un estado de rigidez creciente que nos envuelve y nos transforma en una masa inmóvil, con la pasividad incrustada en las entrañas. Fraguados y endurecidos, deambulados como zombis, protegidos por una coraza sólida, resistente, que nos ampara, pero también nos aísla del entorno posible, de un hábitat diferente; de la posibilidad de convivencia y de esa vinculación necesaria, descrita por el pensamiento aristotélico cuando afirma que: “El hombre es un animal social (zóonpolitikon), es decir, un ser que necesita de los otros de su especie para sobrevivir”.
Parafraseando a Rubén Blades: “Seis millones de historias tiene la ciudad de Caracas”. Historias anónimas, unas hermosas, otras violentas; todas, crónicas no escritas donde somos protagonistas de ocasión. Relatos que quizás nos podrían explicar la obstinada razón de seguir aquí, en lucha continua y desigual con una ciudad hostil y seductora.
¿Cómo son los seres que la habitan? ¿Cómo pueden resistir la pertinaz agresión de esta armónica disonancia? El todo es anterior a las partes, por ello la sociedad y la ciudad condicionan la naturaleza de sus habitantes en un acto natural y simple de supervivencia, gestando en lo más profundo del ser la capacidad de subsistir y evolucionar. Lento acto de creación y mutación del cual emergió la idiosincrasia caraqueña; pudiéndose esta definir por intermedio de nuestra forma de ser y actuar: somos una cavita con hielo, un par de cervezas, unos lentes de sol y, por supuesto, un culito. Somos la habilidad innata para resolver problemas, unas ganas inmensas de echarle bolas cuando estamos motivados, y una aprensión a abandonar todo cuando no somos alentados; muy trabajadores pero inconstantes, arrechos pero no rencorosos, clasistas pero no racistas; solidarios y con la increíble capacidad de crear situaciones jocosas en cualquier circunstancia por delicada que esta sea; somos la pasión por alcanzar el éxito, y la frustración ante las derrotas, somos el bolero y el despecho, la Copa rota de Feliciano, el ¿Qué te pedí? de La Lupe, el soneo de Oscar, y el sonido urbano de Calle 13; pero por sobre todo, somos profundamente cándidos y, en consecuencia, susceptibles de ser engañados.
¿Podremos vencer el miedo que nos paraliza? ¿Seremos capaces de volver realidad la utopía de la ciudad posible? El miedo nos aísla, nos angustia, nos arrincona al reducto de hormigón como única posibilidad de subsistencia. La aprensión nos acorrala en la falsa seguridad de cuatro paredes, que día a día nos sofocan de la misma forma que se describe en Casa tomada de Cortázar. Como una inmensa prensa, desea triturarnos para acabar con nuestra efímera subsistencia. ¿Nos atreveremos a confrontar el pernicioso inconsciente colectivo que nos limita?
Durante la adolescencia solía escuchar canciones de protesta que inflamaban mi corazón de una rebeldía e irreverencia vital. Hoy día requiero en lo particular, y siento que requerimos todos en colectivo, de esa energía, de esos bríos zagales. En mi mente se reproduce con toda claridad la carrasposa voz de Alí Primera cantando: “échala, / tu palabra contra quien sea/ de una vez/ así sepas que rompe nubes, / échala/ tu palabra por dentro quema/y te da sed/ es mejor perder el habla/que temer hablar/ échala/ tu palabra contra quien sea/ pero dila ya”. Ahora, cuando hasta la remembranza de Alí Primera se encuentra secuestrada por el status quo, recuerdo sus versos, y atesoro el deseo de que de nuevo nuestros corazones se enciendan, y nos permitan actuar antes de sucumbir triturados en nuestro propio reducto de hormigón.
LA GUAYABA DE PASCAL. ENSAYOS
Ediciones La Guayaba de Pascal
Caracas, 2013
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