Razón del nombre del blog

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El por qué del título de este blog . Según Gregorio Magno, San Benito se encontraba cada año con su hermana Escolástica. Al caer la noche, volvía a su monasterio. Esta vez, su hermana insistió en que se quedara con ella,y él se negó. Ella oró con lágrimas, y Dios la escuchó. Se desató un aguacero tan violento que nadie pudo salir afuera. A regañadientes, Benito se quedó. Asi la mujer fue más poderosa que el varón, ya que, "Dios es amor" (1Juan 4,16),y pudo más porque amó más” (Lucas 7,47).San Benito y Santa Escolástica cenando en el momento que se da el milagro que narra el Papa Gregorio Magno. Fresco en el Monasterio "Santo Speco" en Subiaco" (Italia)

domingo, 24 de agosto de 2014

“Sería más exacto decir: crecí sabiendo que un país es un lugar al que se regresa. Y de adulto descubrí que ese retorno es imposible”

Saltar hacia fuera, al vacío: A propósito de Manifiesto País

Foto: Alexandra Blanco
Foto: Alexandra Blanco
“Sería más exacto decir: crecí sabiendo que un país es un lugar al que se regresa. Y de adulto descubrí que ese retorno es imposible”

Crecí sin saber muy bien qué era un país. Mi infancia está poblada por mi abuela, sus hermanos, sus hijos, los hijos de sus hijos: todos ellos inmigrantes aunque la mayoría hubiera nacido en Venezuela. Presiden mi paisaje imaginario los mayores, siempre echando cuentos a los que nunca presté atención, con sus sonrisas fáciles, su cariño tosco, su buen humor, sus mínimas tragedias calladas. Hablaban de su tierra natal constantemente, pero sin mucho afán. Dejaban caer un comentario ahora, luego otro un poco más tarde. Sin prisa. A veces recordaban la juventud compartida. O a familiares que habían decidido no probar suerte más allá de la frontera. Consumían la memoria de su país en pequeñas dosis. Viñetas. Retazos. En cada toponímico, en el nombre de cada familiar para mí desconocido, el peso y la oscuridad de un mito. Incluso hoy en día me confundo entre tantos relatos, apellidos y vidas de gente desconocida –el ciclo mitológico familiar retiene sus derechos sobre mí.
Con los años se marcharon. De a poco, en pequeños grupos. Yendo y viniendo al principio, como si tantearan el terreno. Como si titubearan. Adaptándose de nuevo a un lugar que habían abandonado décadas atrás y que ya no era, no podía ser, eso que insistían en recordar con tanto fervor. La mayoría se adaptó. Otros no lo hicieron muy bien, pero se las han arreglado. Algunos, los menos, todavía visitan Caracas de vez en cuando. Todos, sin excepción, descubrieron que habían llegado a una sociedad virtualmente desconocida, con leyes que muchas veces no entendían y costumbres con las que no comulgaban. Habían cambiado un país que no era el suyo por otro que tampoco podía serlo.
Sería más exacto decir: crecí sabiendo que un país es un lugar al que se regresa. Y de adulto descubrí que ese retorno es imposible.
En todo esto pensé, sin saber que lo pensaba, mientras observaba las piezas que componen Manifiesto País. Recordaba a mi abuela y sus hermanos, su piel arrugada y dura, sus huesos como piedras porosas. Cómo continuaban imaginando un lugar que ya no existía. Las obras que conforman la exposición llevan a cabo una tarea parecida, aunque orientada en la dirección contraria: imaginan un país que está en el límite entre lo que existe y lo que está por existir. Quizás por eso resulta tan ambivalente la experiencia para el lector/espectador que acude a la Sala Mendoza: se halla él mismo cortado por la mitad, a medias en su presente inmediato y a medias entregado al futuro.
“No puedo ni quiero ser amnesia”, escribe Elías Pino Iturrieta en su manifiesto. No hay que leer aquí la persistencia del historiador, sino la lucidez de un ciudadano de a pie que ha comprendido cuán imposible es preguntarse por sí mismo y su entorno sin interrogar la historia que lo ha precedido. La amnesia es un narcótico que nos ha sido prohibido: los venezolanos, sin importar dónde nos encontremos o qué hagamos, vivimos inmersos en el devenir político del país, nos resulta imposible ignorarlo. Vivimos acosados por nuestra “propensión a la demolición, al derrumbe, al escombro” –en palabras de Gabriela Kizer–, por ese electrocardiograma enloquecido que llamamos historia. Lo cual es otra manera de decir que, estemos donde estemos, nunca dejamos de estar en Venezuela: “Aún tenemos restos de la casa”, anota en su pieza Igor Barreto. Un país es un gesto aprendido por repetición. Una destreza adquirida.
Como mis mayores, todos nos hallamos constantemente recreando, con nuestras anécdotas, nuestros recuerdos, una tierra que se nos escapa. Pero, a diferencia de ellos, no debemos ceder a la nostalgia –en su sentido etimológico: del griego nóstos, retorno, aunado a algos, padecimiento. La nostalgia es el dolor que produce el deseo de retornar. Es imperativo que no permitamos a esta palabra pensar por nosotros, hablar por nosotros, dictar la cartografía de nuestro paisaje imaginario. Crecí entre nostálgicos y, con el tiempo, vi cómo la pena se extendía entre mis conocidos, mis amigos, personas que no habían emigrado, pero que poco a poco se sentían extranjeros en su tiempo, acosados por la figura espectral de una Venezuela pasada. La voluntad de no ser amnesia implica también examinar los años que nos preceden con insistencia, pero sin ceder a chantajes –los restos de la casa, que llevamos con nosotros, no están ahí para ser llorados, sino para ser utilizados en la construcción de un nuevo hogar.
Que el país y sus días “sean más que nostalgia por la infancia”, como diría Luis Moreno Villamediana. Manifiesto País nos invita a desplazarnos de nuestro lugar usual, el de víctimas de un proceso histórico, para en cambio reflexionar sobre ese mismo proceso, haciéndonos conscientes de nuestra posición de actores en él. Cada pieza da una aproximación a Venezuela, nunca una definición. Los intentos de definición han fracasado, uno tras otro, desde hace casi dos siglos. Dolorosamente conscientes de esto, los manifiestos permanecen en lo tangencial, en el margen, iluminando breves rasgos del país, mucho más concretos, palpables y verdaderos que esas grandes declaraciones a las que nos han acostumbrado desde pequeños. Son obras producto del desengaño, pero no de la derrota –atisbos múltiples, no determinaciones únicas. Un país es una promesa que nos repetimos constantemente, formulándola de modo distinto cada vez.
“Oigo sonidos de armas. Odo suon d’armi”: Alejandro Sebastiani Verlezza cita en los dos idiomas, que son los dos suyos, propios, igualmente maternos, este trozo de un verso del poema All’Italia de Leopardi. Y es aquí donde se encuentra el centro oculto de Manifiesto País; no exactamente en las palabras de Leopardi, sino en aquellas que las preceden en ese mismo verso y que Sebastiani Verlezza calla intencionalmente, quizás esperando que alguien las descubra: Dove sono i tuoi figli?, ¿dónde están tus hijos? Esta pregunta sustenta todo el proyecto de Manifiesto País. Los países no pueden tener hijos únicos, sino muchos hijos, todos igualmente ilegítimos, todos igualmente aferrados a una tierra que los precedió y los sobrevivirá, indiferente a quien la pise. Los hijos ilegítimos hablan en Manifiesto País con el derecho que les da saberse entre dos espacios, el que ya caducó y el que aún no ha sido edificado.
Nadie nos contó de qué trataba, para qué existía Venezuela. Lo intentaron, pero sin éxito. Lo siguen intentando, pero sólo consiguen oscurecerlo. Nos han dado palabras infladas, turbias, como patria,naciónvictoriamuerte. No han dado montones de adjetivos –supremoeternoúnico y así. Nos han hecho repetir consignas. Han masticado nuestro pensamiento por nosotros. Sin embargo, seguimos sin saber en qué consiste este lugar que habitamos. Y es esa ignorancia la que nos protege, pues nos permite replantearnos. Para decirlo con Alberto Barrera Tyszka:“Huye de los himnos. Desconfía de las palabras hinchadas, redondas, pesadas. Palabras como Patria, por ejemplo.”Es necesario que aprendamos a desconfiar de las palabras que nos entregan con tanta facilidad. Para reimaginar el espacio que llamamos hogar cada vocablo debe costarnos, cada sílaba debe ser evaluada y sopesada. Y no debemos alzar la voz; ya ha sido suficiente de gritos, canciones, jingles políticos estupefacientes. Aprender a murmurar será una de nuestras principales labores de supervivencia en el futuro. Creo que por ello puede leerse en el manifiesto de Juan Carlos Méndez Guédez: “No hay épica ni desfile militar en el susurro. Necesitamos susurrarnos la historia que podemos ser.” Un país es un relato que se cuenta cada quien a solas, sin saber cómo termina.
Nuestro lenguaje ha sido nuestra ceguera. Pero si lo tratamos con el debido rigor, si conseguimos volver a hacernos responsables de lo que escribamos o digamos, no todo estará perdido. Manifiesto Paísnos recuerda esto. Es necesario no cometer la ingenuidad de creer que se trata de un intento por definir a Venezuela. Si algo nos ha enseñado nuestra historia reciente es que nadie tiene esa prerrogativa.Manifiesto País debe entenderse como una invitación: las obras que lo componen piden la creación de otras, precisan de respuestas formuladas en el registro de lo literario, de lo visual. Que cada quien escriba o cree su propio manifiesto, con independencia de la exposición. Una apuesta por la multiplicidad de las voces.
Vuelvo a recordar a mis mayores. Desplazados, atados por un mismo vocabulario, sustentando con sus conversaciones una región ya imposible. Los recuerdo y pienso en una sentencia perteneciente al manifiesto de Enza García Arreaza: “Escribo porque no puedo marcharme del lugar donde nació mi padre.” ¿Y no es esta la razón por la que escribimos? Quizás formulada de otra forma, claro. Es más: sin escribir literalmente. Pero con el relato de nuestra memoria vamos hilando esa patria –etimológicamente: lar del padre– privada, íntima, inexpugnable que es nuestra voz. Nunca la patria con mayúsculas, arrolladora, insaciable. Una voz cuya única virtud es su singularidad: “Hacer ruido al hablar es un modo de pertenecer. La z de Venezuela siempre fue sonora para mí. Así sonaba en el idioma de mis padres, así suena todavía: como la estela de un barco dentro de la lengua.”Así lo condensa Gina Saraceni. Mis mayores hacían ruido al hablar: por eso tenían un lugar al cual volver.
Nosotros también debemos hacer ruido al hablar. Pero no para tener un lugar al cual volver, sino para caminar en la otra dirección: para tener un lugar al cual ir. Quizás se trate de un “lugar todo inalcanzable”, como dice Luis Pérez Oramas, pero esa cualidad sólo representa una ventaja para nosotros: nos permite imaginarlo una y otra vez, cuantas veces deseemos, cuantas veces sea necesario.
Seamos como los exiliados que han tocado tantas veces nuestras costas. Sin permitirnos la nostalgia, sin dejarnos manipular por recuerdos editados a conveniencia. No obstante, atrevámonos a realizar esa salida: “Exilio viene del latín y significa saltar, saltar hacia fuera, al vacío”, advierte Alejandro Castro en su texto para la exposición. Saltar hacia fuera de nuestras convenciones, al vacío de lo posible. Manifiesto País es un evento orientado en esta dirección, entre los muchos que nos hacen falta. Hacia un futuro rico por indeterminado, por impredecible. Un país es una tierra que no pertenece a quienes la habitan, sino a quienes la habitarán.


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