La interpretación cristológica y hermenéutica de Nicolás Maduro
El Nacional 2 mar 2014
A Asdrúbal Aguiar
¿Puede un gobernante travestir su praxis inmediata y manifiesta de crimen, robo, sangre, asesinato y devastación, brutal atropello de los derechos humanos y la prédica del odio universal como instrumento de máximo Poder, enmascarándola con el mensaje de Jesús, la venida del Reino de Dios y su concreción en una práctica concreta de amor universal? No es simplemente apostasía: es una estafa, una violación y un atropello a la Iglesia, que ningún fiel puede tolerar. Hacerlo significa traicionar no sólo a la Patria, sino a nuestras más íntimas y sagradas creencias.
¿Puede un gobernante travestir su praxis inmediata y manifiesta de crimen, robo, sangre, asesinato y devastación, brutal atropello de los derechos humanos y la prédica del odio universal como instrumento de máximo Poder, enmascarándola con el mensaje de Jesús, la venida del Reino de Dios y su concreción en una práctica concreta de amor universal? No es simplemente apostasía: es una estafa, una violación y un atropello a la Iglesia, que ningún fiel puede tolerar. Hacerlo significa traicionar no sólo a la Patria, sino a nuestras más íntimas y sagradas creencias.
Leo dos libros extraordinarios sobre Cristo y la impresionante relación de Israel con el Antiguo testamento. Dos temas que me parecen cruciales para la comprensión de nuestro devenir como miembros de la comunidad histórico cultural de Occidente, incomprensible sin el Cristianismo y la Biblia. Incluso sin la insólita historicidad del pueblo hebreo, cuya fidelidad y permanente recreación crítica y analítica de su propio pasado, único en la antigüedad de los pueblos semíticos, narrado, categorizado y metabolizado en las recreaciones literarias de la Biblia se constituyó en esencia de su identidad. El otro pilar sobre los que descansan nuestra conciencia y ser históricos, junto al grecolatino, su otro fundamento epistemológico. Incluso existencial.
En el primero de dichos libros, Jesús, la historia de un viviente, del teólogo holandés Edward Schillebeeckx, encuentro una fascinante interpretación de lo que podríamos denominar la secularidad de Jesús, su comprensión histórico antropológica en el contexto de las turbulencias sociales y espirituales de su tiempo y la inmensa fuerza salvífica de su Evangelio. Publicado en holandés en 1974 y en español en 2002, no puedo menos que encontrar poderosas resonancias de lo que hoy por hoy es el mensaje de nuestro cardenal Bergoglio, papa Francisco. Y que me arrancan de los ojos una venda que me ha impedido ver en todo su esplendor el sencillo, directo y conmovedor mensaje de Jesús para un mundo estremecido por las calamidades, que clamaba por un Mesías, un Salvador que rectificara el rumbo hacia el Apocalipsis. Y que renace, como entre nosotros, asediados por la calamidad de un régimen profunda, esencial, existencialmente anti cristiano.
¿Cuál era esa venda? La confusión entre la inmanencia y la trascendencia, la postergación del cumplimiento del Reino de Dios como promesa escatológica, a realizarse al final de los tiempos. Tras el Juicio Final. Promesa de la que han profitado y a la que se han aferrado los infieles del trastorno político de origen marxista leninista para mediar con sus postulados salvíficos entre una realidad que conminan a conquistar y devastar, para construir en su lugar, en un futuro mediato, su particular visión del Reino de Dios: la utopía o platónica sociedad perfecta. Una expropiación del auténtico mensaje evangélico de Jesús y su Iglesia que ha conducido a las mayores, más cruentas y crueles estafas. En el planeta entero, incluidas aquellas regiones ajenas a la tradición judeocristiana y grecorromana, como China y todas las sociedades orientales que cayeran bajo el influjo del marxismo leninismo. Millones de millones de crucificados en aras del partido, del caudillo, de una ideología perversa, estúpida y criminal. Que ha devastado a las sociedades que cayeron bajo su influjo, bordeando el Apocalipsis y desatando las mayores conflagraciones mundiales vividas por la humanidad. Llevándola al borde de la desaparición física.
Schillebeeckx lo resume en forma magistral: “Jesús, con su vida, da un rostro concreto al Reino de Dios: procurando el bien y la salvación del hombre, incluso corporal…Donde él aparece, desaparece el miedo, tanto a la vida como a la muerte: libera a los hombres y los hace más dueños de si mismos…La “ortopraxis” es la manifestación o reproducción consecuente del amor salvífico universal de Dios en términos de praxis humana…Jesús ve en esa praxis el signo de la venida de la soberanía de Dios y puede descubrir en su propia vida el signo de esa venida. Así, la venida del reino de Dios tiene en Jesús un factor humano de mediación…Todo esto hace que el nexo apocalíptico entre la esperanza escatológica y un inminente reino de paz se convierta en un nexo intrínseco entre la esperanza escatológica y una nueva praxis en este mundo, sin que por ello se deje de lado la idea de una salvación inminente…El don de la conversión, exponente histórico de la venida del reino, no tiene en Jesús el significado apocalíptico (mesiánico) de un “cambio de los tiempos” mediante una acción repentina de Dios, sino el de una nueva mentalidad, y una nueva actuación fundada en la convicción de que el Reino de Dios está cerca. El mensaje de Jesús sobre la soberanía y el reino de Dios es, por tanto, en su plenitud, el amor universal de Dios a los hombres, manifestado en su vida práctica, el cual constituye para nosotros una invitación a creer y esperar en esa salvación y en ese reino de paz y a manifestar confiadamente la venida de todo esto con una vida coherente: la praxis del reino…”[1]
¿Puede un gobernante travestir su praxis inmediata y manifiesta de crimen, robo, sangre, asesinato y devastación, brutal atropello de los derechos humanos y la prédica del odio universal como instrumento de máximo Poder, enmascarándola con el mensaje de Jesús, la venida del Reino de Dios y su concreción en una práctica concreta de amor universal? No es simplemente apostasía: es una estafa, una violación y un atropello a la Iglesia, que ningún fiel puede tolerar. Hacerlo significa traicionar no sólo a la Patria, sino a nuestras más íntimas y sagradas creencias
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