Razón del nombre del blog

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El por qué del título de este blog . Según Gregorio Magno, San Benito se encontraba cada año con su hermana Escolástica. Al caer la noche, volvía a su monasterio. Esta vez, su hermana insistió en que se quedara con ella,y él se negó. Ella oró con lágrimas, y Dios la escuchó. Se desató un aguacero tan violento que nadie pudo salir afuera. A regañadientes, Benito se quedó. Asi la mujer fue más poderosa que el varón, ya que, "Dios es amor" (1Juan 4,16),y pudo más porque amó más” (Lucas 7,47).San Benito y Santa Escolástica cenando en el momento que se da el milagro que narra el Papa Gregorio Magno. Fresco en el Monasterio "Santo Speco" en Subiaco" (Italia)

lunes, 9 de noviembre de 2015

“No temas ni a la prisión, ni a la pobreza, ni a la muerte. Teme al miedo” Giacomo Leopardi

¿Quién dijo miedo?


“No temas ni a la prisión, ni a la pobreza, ni a la muerte. Teme al miedo”Giacomo Leopardi

¿Quién dijo miedo? El gobierno. Dijo ¡Buu! Asústate. Si no votas por mí llegará el apocalipsis, el diluvio, la sangre. Ajá. Y esto en lo que hoy chapoteamos, ¿qué es? ¿El mar de la felicidad, versión Venezuela? ¿O uno de los círculos del infierno de la Divina Comedia de Dante?  El régimen, ante la estampida de sus seguidores, los amenaza con el advenimiento del caos. Vota por nuestros diputados o el destino será tenebroso.
Como si no fuéramos ya inquilinos de la oscuridad.
“¿Qué sería del poder sin el miedo? Sin el miedo que el propio poder genera para perpetuarse”. Esta frase es nada menos que del mismísimo Eduardo Galeano, alguien que solía mostrar su entusiasmo con el proyecto de Hugo Chávez. Vaya paradoja. Ahora sus palabras sirven para describir al calco la estrategia que el comandante, no tan eterno, y ahora su errático heredero han implementado para preservar las mieles del poder. 

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El ambiente es de zozobra químicamente pura. La cercanía de las elecciones parlamentarias ha llevado las expectativas al límite. Estamos en el punto de ebullición. Es la imagen del agua asomando sus primeras burbujas en la olla. Andamos con una sensación de noveno inning con las gradas ardiendo, de juego de fútbol acercándose al minuto 90, de película próxima a los créditos finales, de equilibrista trastabillando en la cuerda floja. Esto ya no da para más, es la opinión general. Nos encontramos en el sótano 5 de la crisis y muchos aseguran que ya no quedan más pisos hacia el fondo de la tierra. Pero seamos justos, es una sensación en la que tenemos meses (¿años?) viviendo. Y no hay cuerpo —ni país— que aguante tanta tensión.
El fracaso de la gestión presidencial es ensordecedor. Hay alboroto en los pasillos del partido de gobierno. Hay disidentes tronando en voz alta. Y Maduro solo opta, cual guapetón de barrio, por amenazar. Grita. Farfulla. Se pone estentóreo. Está apelando a la última carta posible: el miedo.
Entonces anuncia que el país entrará en clima de guerra si la revolución pierde, que la tragedia se abatirá sobre todos, que las avenidas se llenarán con el tronar de los “caballos de hierro”, que él mismo se lanzará a la calle. Ante tal retórica, sin duda, hay gente que se espanta, se repliega. Es una vieja fórmula: la amenaza como herramienta de control social.
Czeslaw Milosz decía que el miedo era el principal habitante de Europa en el siglo XX.  Los estados totalitarios hacen uso frecuente del miedo para sojuzgar a las masas. Y ante la ruina monumental que hoy somos, no le queda otra opción al régimen. Si a eso le sumamos el triunfo de la oposición que anuncian las encuestas y el hervor de la crisis económica, es natural que el país entero se pregunte —con extrema inquietud— qué va a pasar en diciembre.

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Me encuentro a un amigo en un cóctel. Me comenta que hace poco fue secuestrado cuando regresaba a su casa. Lo lanzaron a la parte posterior de su camioneta. El corazón se le convirtió en miedo. Rogaba que no lo mataran. Los criminales negociaban el monto del rescate con sus familiares. Estaban como apurados. Entonces le comentaron: “Chamo, es que ahorita estamos chambeando full porque no sabemos lo que va a pasar en diciembre”.

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En una conversación vecinal con el director de Polibaruta, este asomó un dato que fue sintomático de la zona de oscuridad a donde hemos llegado. Decía que a la hora de analizar los delitos se llegaba a la conclusión de que gente que antes no delinquía, ahora lo hace. Al oír eso me arrasó la tristeza.
Hay venezolanos que han comenzado a delinquir para sobrevivir a la penuria económica. Hombres que se inician arrebatando un celular a cualquiera en la calle, para luego venderlo por una cantidad de dinero que resolverá la compra de útiles y uniformes de sus hijos y el mercado de los próximos días. Habrá calmado su vergüenza ante la posibilidad de no cumplir con su rol de proveedor del hogar. La conciencia, pues, la esconderá en la última gaveta. Avalado por la impunidad,  reincidirá una y otra vez. Escalará niveles en el calibre de los delitos. Obtendrá dinero de manera tan fácil que se asombrará. Sentirá que sus dificultades se comienzan a resolver. Se tornará insaciable. Lo convencerán que con un arma es más seguro. Quizás un día, ante una imprevista resistencia o ante su propio miedo, disparará el arma. Habrá nacido un asesino. ¿Cuántas veces al día está ocurriendo este fenómeno en las calles de Venezuela?
Al hombre nuevo se le han llenado las manos de sangre.  Y eso, a cualquier sociedad, le da miedo.     

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Tengo una reunión pactada en el café de un centro comercial. Llego temprano. El interior del local está abarrotado. Me toca sentarme en las mesas que colindan con la calle. Están separadas de la calzada apenas por una baranda. Me siento expuesto, vulnerable. Siento, en una palabra, miedo. Miedo de que pueda asomarse un delincuente por la baranda y atracar a los que allí estamos. Al instante, surge un hombre de roído aspecto, tiene las manchas del asfalto en la cara, su ropa es un andrajo total. Observa a los clientes y, en un tris, alza el pestillo de la baranda y entra al local. “Listo, me atracaron”, pensé. Pero al soplo entendí que era un zombi de la pobreza extrema, un indigente. Me pidió dinero para comer. En su boca apenas pendía un diente negro que amenazaba con caer al vacío en cualquier momento. Le dije la verdad: “No tengo sencillo, amigo”. Su respuesta no tuvo desperdicio. Con gesto rápido sacó del bolsillo posterior del pantalón su cartera y me dijo: “Tranquilo, yo te cambio. ¿Cuánto tienes ahí?”.
A veces el miedo puede transformarse en carcajada.    

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¿Recuerdan cuando antes todas las noticias de la crónica roja cabían en la última página del periódico? Hoy, en cambio, hay más delitos que papel periódico, lo cual de por sí es un delito. Pero el hecho es que ni las redes sociales se dan abasto. Nuestra violencia es un desagüe sin pausa.
Un miércoles de octubre la prensa anunciaba un crimen, tan trágico como rutinario: “Mataron a un comerciante y secuestraron a su hermana”. La reseña dejaba la sensación de que la fatalidad se había ensañado con la familia Eiriz Vega. No sólo acuchillaron al dueño de la casa, no sólo desvalijaron la casa y se llevaron el carro, sino que además se llevaron secuestrada a la hermana de la víctima. La nota de la periodista Angélica Lugo en El Nacional resaltaba un dato perturbador: “hasta el cierre de esta edición la mujer de 21 años permanecía secuestrada”. Me quedé largo rato reflexionando sobre el dolor de esa familia. A cualquiera le podría pasar algo así. El miedo revoloteó alrededor como un pájaro sombrío.
Sorpresa. Dos días después el evento vuelve a ser noticia  con una vuelta de tuerca inesperada. La joven plagiada era cómplice en el homicidio de su hermano. Fingió su secuestro. Era amiga de los tres delincuentes. La atraparon en un hotel del centro de Caracas vendiendo el carro hurtado. ¿Qué hace que una mujer sea capaz de asaltar su propia casa y matar a su hermano?
Lo que da miedo es la dimensión amoral que hoy gravita sobre los venezolanos.       

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A propósito de las arengas presidenciales donde se derraman tantas palabras sobre la paz, una línea de Gonçalo Tavares: “Una sola bala pesa más en la existencia individual que un discurso de diez mil palabras”.

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El miedo a vivir en Venezuela. El miedo a tanta incertidumbre. El miedo del Fiscal Nieves a ser un preso como la jueza Afiuni. El miedo a la noche. El miedo a disentir. El miedo a ser despedido de un ministerio por tener una foto de una marcha opositora. El miedo a perder el dinero de las misiones, ese que te exige gritar “viva la revolución”. El miedo a los colectivos armados. La obediencia como efecto del miedo.
El miedo del régimen a perder su reino. Al hartazgo convertido en voto castigo. A su precaria existencia sin Chávez. 
En esta campaña electoral, la única oferta electoral del gobierno es el miedo. Dicen ¡Buu! “Si no estoy yo en el poder, viene la penuria”, remachan. Por tradición, sólo amenaza el que se siente perdedor. Igual que la estrategia del kirchnerismo en las elecciones argentinas. Es lo que requiere el Estado para controlarnos. “El miedo manda”, decía Galeano.
Pero hay que olfatear la calle. Encuestar la rabia, la humillación, el cansancio. Hoy pareciera imponerse un solo miedo: el miedo a que este desastre se prolongue. Ya la gran mayoría no cree en las amenazas de siempre. Entonces, ha llegado la hora de decir, retadora y libremente: ¿Quién dijo miedo?
Ya hoy no se trata de tener miedo, sino de quitarlos del medio. Con la legítima herramienta del voto. Por una sencilla razón: tienen 17 años estorbando el derecho de un país entero a ser normal.
Y es el momento. ¿Quién dijo miedo?

Domesticar el miedo

MIBELIS ACEVEDO DONÍS |  EL UNIVERSAL
lunes 9 de noviembre de 2015  12:00 AM
Imaginemos dos fieras -tamaño y brío similar- que se enfrentan. Fauces abiertas, ojos inyectados, piel erizada, el cuerpo todo en situación de alerta. Aunque el ataque parece inminente, aunque los colmillos filosos y expuestos son seña del casi mordisco, en el fondo de cada rival bulle una apuesta: uno confía en que el otro no sea capaz de oler el miedo ajeno; que antes de la embestida que podría acabar en faena mortal, se deje domar por el propio temor. La decisión, en términos de ahorro de un riesgo que no comprometa la supervivencia, otorga así ventaja no solo a quien cuenta con armas más eficientes, sino a quien mejor sembró la idea de que vencería, manipulando el miedo del adversario.

Por fortuna, no somos bestias disputando una presa, un sitio en la manada o un territorio, ni como sociedad estamos inmersos en un estadio de naturaleza absoluta que justifique "la guerra de todos contra todos". Pero aún controlados por ese Principio de Civilidad del que habla Hobbes, el miedo -debatiéndose con la noción de seguridad y riesgo- no desaparece: por el contrario, respira agazapado en el constructo político, en misma medida en que el atávico apetito por los bienes del otro y el recelo a ser expoliado por ese otro, nos hostiga. En medio de esa guerra simbólica donde el poder se torna en oscuro objeto de deseo, puede ocurrir -incluso en sociedades que se dicen democráticas- lo indeseable: que sea el temor lo que movilice a los ciudadanos, al ser empleado como herramienta de restricción de libertades para lograr el adoctrinamiento interno y la sumisión voluntaria a la autoridad.

En tanto emoción inherente a la naturaleza y espíritu humanos, es imposible prescindir del miedo, pero su desbordamiento puede desfigurar lo político; esa certeza no es ajena a los regímenes autoritarios. Hannah Arendt nos advierte que la sumisión se corresponde con una evidente falta de confianza personal, que hace que el hombre, ante la presencia del mal, termine renunciando a su voluntad crítica. Antes se procuró minar su autonomía, la integridad del Yo, armando un entorno claramente hostil donde se impone sobrevivir, a toda costa. Y en él, la decisión ética y moral guiada por la asunción de la propia responsabilidad, ha sido anulada por la amenaza del desarraigo.

"Tuve miedo", admiten algunos para disculpar su parálisis. En las condiciones adecuadas, nadie sabe de qué sería capaz, sugiere Phillip Zimbardo, autor del Experimento de la prisión de Standford: la moralidad cae así en suerte de "punto muerto". Una vez allí, no es fácil desentenderse de esa aviesa dinámica. Ser parte de un grupo, disfrutar de cierta protección, ser asistidos por el alivio temporal que algún caudillo ha brindado a la "ansiedad del aislamiento" mediante promesas de prestigio y status, se convierte en tramposo embeleco para el inconsciente. No es fácil, en fin, aventurarse al "horror" de ser diferente, tomar el riesgo de desvincularse de la manada: asumir que se tiene miedo, el mismo que sofoca a todos, y sin embargo, optar por la independencia. La "cultura del miedo", basada en la manipulación del riesgo como forma de domeñar la incertidumbre, hace estragos en nuestro país. ¿Cómo reaccionar, por ejemplo, ante la apocalíptica previsión de que si la oposición gana las elecciones,"Venezuela entraría en una de las más turbias y conmovedoras etapas de su vida política (...) y la revolución pasaría a una nueva etapa", que lanza el presidente Maduro? ¿Cómo leer las declaraciones del Presidente de la AN, cuando advierte al chavismo que  "nosotros debemos evitar la violencia y la mejor manera de hacerlo es con victoria el 6D"? Lo grave es que la ansiedad que visiblemente se busca sembrar por esta vía pareciera intentar transferir al ciudadano la responsabilidad de ser artífice de su propio menoscabo. El "Te lo dije: no respondo por lo que hagas", resulta un efectivo trigger oculto tras el exaltado discurso del poderoso: el chantaje obligaría a aceptar condiciones que en condiciones normales serían inadmisibles.

Claro: el contendiente ruge, muestra sus dientes, se esmera en ser convincente, pues debe persuadirnos de que no tiene miedo, de que la lucha contra él está perdida de antemano. Pero eso no es tan sencillo, ya que su adversario se hace cada día más robusto. Por si fuese poco, frente a la eventual "banalidad del mal" podría oponerse lo que Zimbardo llama la"banalidad del heroísmo": eso que en "en tiempos de desolación" activa la empatía, el altruismo, la solidaridad en las personas comunes. Alude a ese héroe anónimo, quien al romper el círculo vicioso que genera la corrupción del contexto o al fijar límites entre el respeto a la autoridad y la ciega obediencia a una autoridad injustamente ejercida; quien al no canjear su autonomía y libertades por una postiza ilusión de seguridad o no dejarse llevar por el paroxismo del ahora, logra hacer la diferencia. Tiene miedo, naturalmente; aun así, su opción es enfrentarlo. Y domesticarlo, para no ser domesticado por él.

@Mibelis

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