Héctor Torres
Libreto perfecto del autócrata tropical
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Si damos por descontado, como afirman ciertas teorías, que cualquier sistema asentado sobre la Tierra es, a escala minúscula, una escrupulosa réplica del universo entero, podríamos llevar esa analogía al ámbito de la creación artística para conjeturar, por ejemplo, que cualquier novela (trate de un amor imposible, trate del devenir de una nación), se propone explicar el febril entramado de las leyes que mueven las relaciones afectivas y políticas que rigen a los hombres. La ambición secreta de toda ficción de largo aliento sería entonces concebir la novela total, la epopeya inagotable de ese argumento que escribimos a diario, que por afán de síntesis se suele llamar Historia.
No sé si eso fue lo que se propuso Eduardo Liendo cuando trazó una alucinada línea de ese argumento universal, usando como tiza un nombre imaginario, para indagar acerca de la desquiciada erótica que se teje en torno al poder. No sé si intentó servirse de una ficción para cavilar sobre la materia o, si por el contrario, El Diario del enano es la suma inconsciente de especulaciones soñadas, vividas, sospechadas, o recriminadas, que le acompañaron en el decurso de una vida que no desconoció (desde la reflexión o la acción, el refugio o la cárcel) de reproches y ambiciones frente al tema.
Tampoco sé si había advertido acerca de esa disposición del hombre de gobernar con lo peor de sí mismo, o que para ejercer el poder había que valerse de una minuciosa e instintiva comprensión de las urgencias y temores de la masa, y que esas urgencias y temores debían explotarse sin inútiles disquisiciones morales, valiéndose apenas de los sortilegios de la retórica.
Lo que de seguro sí concluyó es que el fin último de tanta sangre, de tanto dolor, de tanto desmadre no es la Humanidad, la Patria, la Historia, el Pueblo ni ningún otro eufemismo que pretenda adornar esa insaciable necesidad del hombre, que lo lleva a justificar cualquier crimen con tal de vivir la sensación más sensual que anhela experimentar: dominar los destinos del prójimo; es decir, el poder en sí.
II
Una complicidad del azar me colocó en el papel de moderador de un foro que dictara Liendo, a comienzos del año 98, en una ciudad aragüeña. En esa ocasión se lamentó de que su última obra, publicada tres años antes, no había tenido la receptividad de crítica y público que él esperaba.
A pesar de esa recriminación pública -que en mi condición de moderador, me avergonzó no tener comentario alguno al respecto-, no fue sino dos años después cuando leí El diario del enano, encontrando en él, en pleno desarrollo de la confrontación social más aguda que viviríamos los venezolanos durante los últimos treinta años (y de la cual aún no sabemos cómo vamos a salir) con un intenso ejercicio de reflexión sobre el poder, en momentos en que era imposible ser más pertinente: el cataclismo que había movido los cimientos socio-políticos del país contaba con una apasionada y nutrida lista de defensores y detractores, los primeros de los cuales irían perdiendo masa a golpes de desencanto.
Y no sería sino cuatro años después, quizá urgido por la aparición del robusto El round del olvido, que sentiría la urgencia de ordenar los apuntes borroneados al paso de al menos tres lecturas anotadas, cada una más apasionada que la anterior, para intentar darles forma bajo este modesto ejercicio.
III
Más que una enumeración de los recovecos del alma que sufre esa enfermedad de la vanidad, El diario del enano es una aproximación a las patologías y personajes de la patética comedia que rodea al trono. En él, Liendo teje una fina parábola a los pies de una imaginaria Tacalma para advertir que el Estado, reducido a maquinaria al servicio de un hombre, sucumbe ante toda perversión, que el poder es una impostura que moviliza mecanismos grabados en la mente a lo largo de lejanos mitos. Que éste utiliza la emoción para accionar el necesario tinglado (ideologías, utopías, sueños de gloria) con el fin de neutralizar posibles disidencias mientras se gesta el fin supremo de esa carrera: el control absoluto del sistema, la corrupción total de sus instituciones.
El pueblo de Tacalma en pleno, tocado por esa desconocida exaltación, y cansado como estaba de bregar por los duros caminos del desasosiego, no se conformó con asistir a una función, sino que prefirió sumergirse en la representación perpetua, en la gigantesca mentira; opta por sucumbir a una utopía infinita con la cual soñar todas las noches al acostarse. Una presentación que prometía, en la mejor tradición de nuestra mitología judeocristiana, felicidad a cambio de obediencia: el Estado soy yo, concluyó la novísima deidad, tal como suelen hacerlo. “Dominar la realidad sometiéndola a las transfiguraciones y licencias del arte, es uno de los recursos secretos del poder; un medio para asesinar y suplantar a los dioses, un aliento de inmortalidad”, apunta el autor en la obra.
Pero insiste que la ejecutoria del control de ese poder absoluto no se puede llevar a cabo sin una necesaria e incondicional complicidad de sus víctimas. “Una energía vigorosa invade mis pulmones y acelera la circulación de mi sangre cuando mis adorados imbéciles rugen de entusiasmo en la plaza que se extiende frente al balcón” (el “Balcón del Poder”; antecedente inmediato del ya languidecido “Balcón del Pueblo”). La fuerza invisible que vigoriza al poder requiere de la ovación para adquirir plenitud; el aplauso insufla fuerza al personaje creado. “La cópula mantiene la potencia, la fuerza del carácter, pero el amor lo amansa”, señala en otra línea para aclarar la naturaleza de esa relación.
IV
Y ese aventurero llamado Julián (basta un pequeño golpe de suerte, y tenemos en cualquier aventurero a un tirano), ese que lo arriesga todo en una sola jugada, en un golpe de dados, porque no tiene nada que perder, ese personaje que viaja en el tiempo y se transmuta para ser testigo o protagonista del devenir de la Historia, ese que afirmó haber “sepultado muchos yoes en el serpenteante camino” es también una incesante metáfora para dibujar el condumio de los extravagantes ingredientes que nos formaron como raza: intelectuales y pintores que enmudecieron a la cansada Europa, un paisaje violento que alimentó las fantasías de aventureros que creían haberlo visto todo, las revueltas de ejércitos guiados por el hambre, la inútil justicia, la eterna utopía y, por supuesto, los ungidos de siempre: desquiciados, criminales, fundamentalistas, cínicos, patriarcas, reencarnaciones, leyendas vivas, mil caras de un mismo monstruo. La historia de esta explosión cósmica, de este avatar de dioses llamado Latinoamérica, no hubiese edificado ese universo que lo contiene si no hubiese padecido a esos que periodicamente nos han salvado del comunismo, del capitalismo, del regionalismo, del cosmopolitismo, del consumismo, del placer y hasta de nosotros mismos. Esos que, como el personaje escrito por Demetrio Dumas para Fatalidad, decidieron un día arrogarse la potestad de vigilar nuestro sueño.
V
El Diario del enano da cuenta de las maceradas patologías y resentimientos que mueven los tendones de aquellos ¿destinados? a hacerse del poder. Podría apuntarse que una ambición tan vanidosa y tan estéril sólo anidaría en almas básicamente infelices, con suficiente deseo de venganza como para proponerse la tarea de decidir cada paso del destino de sus semejantes, o el suficiente resentimiento como para preferir ser reprochado, odiado, vilipendiado, y hasta asesinado, pero no permitirse el lujo de ser ignorado.
Publicado en 1995, el libro nos habla de las enfermedades del totalitarismo, de la autocracia, de la intolerancia; mecanismos de los que se hace la Historia para purgar periódicamente esos monstruos cultivados por la desesperanza y la impaciencia; seres que, sin aviso, surgen periódicamente en el vasto terreno de nuestro continente (¿precedidos por el vasto terreno de nuestros anhelos?).
¿Purga de demonios personales? ¿Deuda de una generación de escritores que comienza a dar forma a los ecos del añejado recuerdo? El libro, con la serenidad que da la lejanía, aborda el tema desde una óptica distinta a aquella narrativa urgente que tuvo más de gritos, de heridas crudas, de rabia, que de concreción de arquetipos, de universalidades, sumándose felizmente a esa lista de títulos fundamentales de una literatura continental que no ha desconocido los sinsabores que han dejado los dioses terrenales en su paso por estos parajes: “El otoño del patriarca”, de García Márquez; “Yo, el Supremo”, de Roa Bastos; “El Señor Presidente”, de Asturias; “Oficio de difuntos” de Uslar Pietri; y, más cercano en el tiempo, “La fiesta del Chivo”, de Vargas Llosa.
El Diario del Enano es, dados los tiempos, un libro más que oportuno de revisar, un libro bañado en esa extraña clarividencia que suele alcanzar la literatura; esa que, en la mejor tradición de la tragedia clásica, tiene el triste sino de ser ignorada por los lectores a los que va dirigida. Una alerta inútil acerca de los tiempos que de cualquier manera acataremos, como consumando un libreto perfecto.
VI
Pienso en los kilómetros de cuartillas que se han escrito sobre el actual “proceso”, en los cuales no ha aparecido la más lateral alusión a tan oportuno texto, y confirmo que los venezolanos seguimos manejados por impulsos muy básicos, que no escuchamos nuestras voces, que nuestra crisis política es también -básicamente- educativa, cultural, social; que lo fundamental no se ha atacado y ha quedado de lado en el discurso político de los protagonistas; que, lejos de los juicios de valor y las infructuosas referencias, no hemos abordado la asignatura pendiente de repensar el país, de fabricarlo a partir del universo de las ideas. Siquiera para elevar el nivel de las furiosas discusiones que bullen en nuestras calles, que permitan trasladar las cacerolas, y los cohetes que pretenden callar cacerolas, al fértil terreno de la literatura.
Y esa dolencia, esa incapacidad congénita, hace sospechar que no hemos cortado los hilos invisibles del cáncer que padecemos, el cual, por la premura de atacar en la forma al fondo, mantendrá vivas las condiciones que permitirán que otro salvador emerja desde nuestras heridas mal curadas, para condenarnos a padecer esa permanente incapacidad de superar lo más primitivo y lo más triste de nuestro accionar político y social. Incapacidad que estará latente mientras no elaboremos los mecanismos para que las formas del poder se hagan lo suficientemente invisibles como para que podamos convivir en su deseada transparencia.
En una transparencia que nos deje producir ciudadanos y naciones. Sin aventureros devenidos en José Niebla; sin héroes, sin caudillos, sin salvadores que asfixien los espacios en los que deben vivir nuestros motores vitales, esos que en estos momentos son suplantados por consignas y por la lógica del blanco y negro, preludio ideal del imperio de la sinrazón, que sólo conduce a guerras civiles y genocidios.
Sobre el libro El diario del Enano, de Eduardo Liendo
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