El aniversario de los testarudos
El nacional 2 DE AGOSTO 2014 - 00:01
Kapucinski dijo una vez que “la gente común conoce la historia del mundo a través de los grandes medios”. Por eso quiero empezar estas líneas con una infidencia que garantizo muy poco original: yo aprendí a leer al país a través de las páginas de El Nacional. Mi primer acercamiento a la tinta de un periódico tenía su logo, su nombre, su modo. Porque los periódicos tienen, sí, un modo de ser, una personalidad, una manera de conversar con sus lectores.
Yo podría dejar en claro mi apego por El Nacional a través de un copioso anecdotario. Refrendar la necesaria rutina de comprarlo todos los días. Intentar una lista de los grandes periodistas que han transcurrido a través de sus páginas. Hablar también del imprescindible Zapata, de la inolvidable columna de Cabrujas, de las irreverentes entrevistas de Nelson Hyppolite Ortega y Elizabeth Fuentes, de la camada de invalorables articulistas que han alimentado sus folios. Y pienso, por ejemplo, en el lirismo de Adriano González León, en la mordacidad de Juan Nuño, en la mirada analítica de nombres como Simón Alberto Consalvi, Milagros Socorro, Alberto Barrera Tzyska, Elías Pino Iturrieta o Tulio Hernández. El inventario es mucho más extenso. Un largo orgullo de firmas. Podría hablar de los trabajos de investigación, de los reportajes incisivos, del deleite de los domingos embozado en sus tantos cuerpos. Incluso invocar la alegría que exhibí sin pudor cuando me publicaron mis primeros poemas en el Papel Literario. Podría proponer un empalagoso coctel de adjetivos para celebrar sus 71 años de existencia. Pero todos sabemos que esta vez cumplir años no ha sido fácil.
El periodismo venezolano tiene ya demasiado tiempo navegando en un exasperante mar de leva. Se ha sumido en una espinosa lucha contra un sistema de gobierno que le tiene alergia a la verdad, fundamento cardinal del periodismo. Hemos visto caer sucesivamente y en cámara lenta a medios de comunicación que fueron referencia y paradigma durante décadas. Los francotiradores del poder han afinado la puntería: primero la televisión, después la radio y ahora concentran su mirada en la prensa escrita. Disparan y ella se deshoja. Las rotativas crujen. Las cuerdas vocales de nuestros medios de comunicación se han ido quebrando, torciendo o cambiando de timbre. Somos un país que se está quedando afónico.
Hoy, El Nacional, más que un periódico, parece una isla. Una sala de de redacción llena de testarudos que insisten aferrados a sus computadoras y principios. Celebrar el aniversario de este periódico hoy no tiene las mismas connotaciones que hace diez o veinte años. En rigor se celebra, además de una persistencia, un acto de coraje. Eso que también se puede llamar coherencia. Mientras alrededor contemplamos la dolorosa metamorfosis de medios que fueron referencia del periodismo independiente en Latinoamérica, El Nacional asume, con los riesgos que implica, nadar a contracorriente. Y se está quedando cada vez más solo.
Hoy el periodista en Venezuela es una suerte de perseguido político. Uno de los villanos del elenco, según el criterio novelesco del régimen. Pocos llegaron a imaginar que, en pleno siglo XXI, la figura del periodista venezolano fuera tan satanizada, hostigada y amenazada. La historia lo ha dejado claro: manipular a la opinión pública es parte de los mandatos de toda revolución socialista para sobrevivir a su propio anacronismo. Sin duda, el periodismo siempre ha sido incómodo para el poder. Su afán de registrar hasta encontrar perturba siempre a los gobiernos de turno. Su necesidad de confrontar, de opinar, de burlar la censura - esa que nace por decreto, por mampuesto o por coacción- es una premisa ética. Un periodismo que calla no es periodismo, es ofensa. Un periodismo sumiso no es cátedra, es cortejo y carantoñas. Un periodismo que no interpela es sinvergüenzura y complicidad. Un periodismo que se vende o claudica no es periodismo: es negocio, miedo, transacción.
Ciertamente, decir la verdad nunca había sido tan peligroso como hoy, pero tampoco tan apremiante. Urge reflexionar sobre el rol histórico que está jugando el periodismo en la actualidad. La revolución de los tres apellidos, bolivariana, socialista y chavista, ha decidido cerrar gradualmente las brechas por donde se cuelan las grandes verdades. El Nacional es hoy una rendija amenazada. Posee la responsabilidad de haber ayudado a construir la memoria colectiva del país y por eso no puede abandonar el compromiso que tiene con sus lectores. Contar lo que está pasando: esa es una misión a la que no puede renunciar. El periodismo es un oficio de alto riesgo, pero mucho más en un país donde la libertad está en vías de extinción. Se procura imponer la verdad oficial del régimen, una versión donde estamos repletos de pasajes aéreos, justicia, baterías para carros, harina precocida y derechos humanos. En esa versión del país no hay sangre en las calzadas, ni presos políticos, ni carestía, ni falta de divisas. Es el país ficticio que hoy postulan tantos medios. La muy indecorosa hegemonía comunicacional.
Volviendo a Kapucinski, él decía que los cínicos no sirven para este oficio. Pero sirven para comprar periódicos enteros, implantar líneas editoriales, censurar artículos, masacrar la nómina, e incluso, disfrazarse de antipoder. Hoy es el momento histórico de las excepciones. Por eso, aun en la mayor anorexia de páginas que ha vivido en sus 71 años de existencia, El Nacional insiste, con su largo equipo de testarudos, decidido a no defraudar nuestro acto reflejo de buscarlo en todas las esquinas del país apenas el sol nos toca los ojos.
Yo podría dejar en claro mi apego por El Nacional a través de un copioso anecdotario. Refrendar la necesaria rutina de comprarlo todos los días. Intentar una lista de los grandes periodistas que han transcurrido a través de sus páginas. Hablar también del imprescindible Zapata, de la inolvidable columna de Cabrujas, de las irreverentes entrevistas de Nelson Hyppolite Ortega y Elizabeth Fuentes, de la camada de invalorables articulistas que han alimentado sus folios. Y pienso, por ejemplo, en el lirismo de Adriano González León, en la mordacidad de Juan Nuño, en la mirada analítica de nombres como Simón Alberto Consalvi, Milagros Socorro, Alberto Barrera Tzyska, Elías Pino Iturrieta o Tulio Hernández. El inventario es mucho más extenso. Un largo orgullo de firmas. Podría hablar de los trabajos de investigación, de los reportajes incisivos, del deleite de los domingos embozado en sus tantos cuerpos. Incluso invocar la alegría que exhibí sin pudor cuando me publicaron mis primeros poemas en el Papel Literario. Podría proponer un empalagoso coctel de adjetivos para celebrar sus 71 años de existencia. Pero todos sabemos que esta vez cumplir años no ha sido fácil.
El periodismo venezolano tiene ya demasiado tiempo navegando en un exasperante mar de leva. Se ha sumido en una espinosa lucha contra un sistema de gobierno que le tiene alergia a la verdad, fundamento cardinal del periodismo. Hemos visto caer sucesivamente y en cámara lenta a medios de comunicación que fueron referencia y paradigma durante décadas. Los francotiradores del poder han afinado la puntería: primero la televisión, después la radio y ahora concentran su mirada en la prensa escrita. Disparan y ella se deshoja. Las rotativas crujen. Las cuerdas vocales de nuestros medios de comunicación se han ido quebrando, torciendo o cambiando de timbre. Somos un país que se está quedando afónico.
Hoy, El Nacional, más que un periódico, parece una isla. Una sala de de redacción llena de testarudos que insisten aferrados a sus computadoras y principios. Celebrar el aniversario de este periódico hoy no tiene las mismas connotaciones que hace diez o veinte años. En rigor se celebra, además de una persistencia, un acto de coraje. Eso que también se puede llamar coherencia. Mientras alrededor contemplamos la dolorosa metamorfosis de medios que fueron referencia del periodismo independiente en Latinoamérica, El Nacional asume, con los riesgos que implica, nadar a contracorriente. Y se está quedando cada vez más solo.
Hoy el periodista en Venezuela es una suerte de perseguido político. Uno de los villanos del elenco, según el criterio novelesco del régimen. Pocos llegaron a imaginar que, en pleno siglo XXI, la figura del periodista venezolano fuera tan satanizada, hostigada y amenazada. La historia lo ha dejado claro: manipular a la opinión pública es parte de los mandatos de toda revolución socialista para sobrevivir a su propio anacronismo. Sin duda, el periodismo siempre ha sido incómodo para el poder. Su afán de registrar hasta encontrar perturba siempre a los gobiernos de turno. Su necesidad de confrontar, de opinar, de burlar la censura - esa que nace por decreto, por mampuesto o por coacción- es una premisa ética. Un periodismo que calla no es periodismo, es ofensa. Un periodismo sumiso no es cátedra, es cortejo y carantoñas. Un periodismo que no interpela es sinvergüenzura y complicidad. Un periodismo que se vende o claudica no es periodismo: es negocio, miedo, transacción.
Ciertamente, decir la verdad nunca había sido tan peligroso como hoy, pero tampoco tan apremiante. Urge reflexionar sobre el rol histórico que está jugando el periodismo en la actualidad. La revolución de los tres apellidos, bolivariana, socialista y chavista, ha decidido cerrar gradualmente las brechas por donde se cuelan las grandes verdades. El Nacional es hoy una rendija amenazada. Posee la responsabilidad de haber ayudado a construir la memoria colectiva del país y por eso no puede abandonar el compromiso que tiene con sus lectores. Contar lo que está pasando: esa es una misión a la que no puede renunciar. El periodismo es un oficio de alto riesgo, pero mucho más en un país donde la libertad está en vías de extinción. Se procura imponer la verdad oficial del régimen, una versión donde estamos repletos de pasajes aéreos, justicia, baterías para carros, harina precocida y derechos humanos. En esa versión del país no hay sangre en las calzadas, ni presos políticos, ni carestía, ni falta de divisas. Es el país ficticio que hoy postulan tantos medios. La muy indecorosa hegemonía comunicacional.
Volviendo a Kapucinski, él decía que los cínicos no sirven para este oficio. Pero sirven para comprar periódicos enteros, implantar líneas editoriales, censurar artículos, masacrar la nómina, e incluso, disfrazarse de antipoder. Hoy es el momento histórico de las excepciones. Por eso, aun en la mayor anorexia de páginas que ha vivido en sus 71 años de existencia, El Nacional insiste, con su largo equipo de testarudos, decidido a no defraudar nuestro acto reflejo de buscarlo en todas las esquinas del país apenas el sol nos toca los ojos.
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