El santo padre Francisco presidió este jueves 31 de diciembre en la basílica de San Pedro, el canto de las Vísperas de la Solemnidad de María Santísima Madre de Dios, al que siguió la exposición del Santísimo Sacramento. Poco después fue el canto del Te Deum de agradecimiento por la conclusión del año civil, y la bendición eucarística.
En su homilía el Papa recordó que al concluir un año se siente la necesidad de rezar una oración que no sea solo individual, como se hace en el Te Deum.
E Invitó a verificar los acontecimientos del año para entender si se cumplió la voluntad de Dios, o si por el contrario si han escuchado los proyectos de los hombres, a menudo cargados de intereses privados, de insaciable sed de poder y de violencia gratuita.
Y si bien no es posible olvidar de un lado que muchos días han sido marcados por la violencia, por la muerte, por el sufrimiento de inocentes, refugiados, de hombres, mujeres y niños sin casa estable, alimento y sustento; de otro se registraron grandes gestos de bondad, de amor y solidaridad ¡que no han sido noticias en los medios de comunicación!
Los signos de amor --indicó el Pontífice-- no pueden y no deben ser oscurecidos por la prepotencia del mal. Porque el bien vence siempre, también si en cualquier momento puede aparecer más débil o escondido.
Al terminar la ceremonia el Santo Padre realizó una visita al pesebre ubicado en la Plaza de San Pedro.
A continuación el texto de la homilía del papa Francisco
“¡Cuán lleno de significado es nuestro estar reunidos juntos para alabar al Señor al término de este año!
La Iglesia en tantas ocasiones siente la alegría y el deber de elevar su canto a Dios con estas palabras de alabanza, que desde el siglo cuarto acompañan la oración en los momentos importantes de su peregrinación terrena. Es la alegría del agradecimiento que casi espontáneamente emana de nuestra oración, para reconocer la presencia amorosa de Dios en los acontecimientos de nuestra historia.
Como sucede con frecuencia sentimos que nuestra en oración no basta solo nuestra voz. Esta tiene necesidad de reforzarse con la compañía de todo el pueblo de Dios, que conjuntamente hace sentir su canto de agradecimiento. Por ésto en el Te Deum pedimos ayuda a los ángeles, a los profetas y a toda la creación para alabar al Señor. Con este himno recorremos la historia de la salvación, en donde por un misterioso designio de Dios encuentran lugar y síntesis también los diversos hechos de nuestra vida, en este año que ha pasado”.
En este Año jubilar asumen una especial resonancia las palabras finales del himno de la Iglesia: «Esté siempre con nosotros, oh Señor, tu misericordia: en ti siempre hemos esperado». La compañía de la misericordia es luz para comprender mejor cuánto hemos vivido, y esperanza que nos acompaña al inicio de un nuevo año.
Recorrer los días del año transcurrido puede ser como un recuerdo de hechos y eventos que llevan a momentos de alegría y de dolor, o como buscando comprender si hemos percibido la presencia de Dios que todo renueva y sostiene con su ayuda.
Estamos llamados a verificar los acontecimientos del mundo que se realizaron según la voluntad de Dios, o si han escuchado principalmente los proyectos de los hombres, a menudo cargados de intereses privados, de insaciable sed de poder y de violencia gratuita.
Y, sin embargo, hoy nuestros ojos tienen necesidad de centrarse en modo particular los signos que Dios nos ha concedido, para tocar con mano la fuerza de su amor misericordioso.
No podemos olvidar que muchos días han sido marcados por la violencia, por la muerte, por el sufrimiento increíble de tantos inocentes, de refugiados forzados a dejar su patria, de hombres, mujeres y niños sin casa estable, alimento y sustento.
Y sin embargo, cuántos grandes gestos de bondad, de amor y de solidaridad han llenado las jornadas de este año, ¡que no han sido noticias en los medios de comunicación! Estos signos de amor no pueden y no deben ser oscurecidos por la prepotencia del mal. El bien vence siempre, también si en cualquier momento puede aparecer más débil o escondido.
Nuestra ciudad de Roma no es extraña a esta condición del mundo entero. Quisiera que llegara a todos sus habitantes la invitación sincera para ir más allá de las dificultades del momento presente. Que el compromiso por recuperar los valores fundamentales del servicio, honestidad y solidaridad permita superar las graves incertidumbres que han dominado la escena de este año, y que son síntomas de escaso sentido de dedicación al bien común. Que no falte nunca la aportación positiva del testimonio cristiano para permitir a Roma según su historia, y con la materna protección de María Salus Populi Romani, de ser intérprete privilegiada de fe, de acogida, de fraternidad y de paz”.
El Papa en el ángelus del 1° de enero: 'La indiferencia es enemiga de la paz'
Santo Padre deseó "que podamos alegrarnos sabiendo que su rostro misericordioso resplandece sobre nosotros"
El papa Francisco con motivo de la oración del Ángelus que rezó el primero del año, ante la multitud que le aguardaba en la plaza de San Pedro, recordó que el intercambio de saludos a inicio de año es un signo de esperanza de que el futuro será mejor, aunque sabemos que no cambiará todo.
Por ello el Santo Padre deseó a los presentes "que el Señor ponga su mirada sobre ustedes y que puedan alegrarse, sabiendo que cada día su rostro misericordioso, más brillante que el sol, resplandece sobre ustedes".
Y en la Jornada Mundial de la Paz, indicó que Dios Padre desea sembrar la paz en el mundo y que debe ser cultivada por nosotros. No sólo, sino también “conquistada”. Esto implica una verdadera lucha, una lucha espiritual que tiene lugar en nuestro corazón. Él no usa la vara mágica. Ama cambiar la realidad desde dentro, con paciencia y amor.
Recordó que todo aquello que sucedía en la vida se transformaba, en el corazón de María, en oración, diálogo con Dios. Y ella hace así también con nosotros: guarda las alegrías y desata los nudos de nuestra vida, llevándolos al Señor.
A continuación el texto completo:
"Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y feliz año!
Al inicio del año es hermoso intercambiarse las felicitaciones. Renovamos así, unos a otros, el deseo que aquello que nos espera sea un poco mejor. Es en fondo, un signo de la esperanza que nos anima y nos invita a creer en la vida. Pero sabemos que con el año nuevo no cambiará todo, y que tantos problemas de ayer permanecerán también mañana. Entonces quisiera dirigir un deseo sostenido de una esperanza real, que traigo de la Liturgia de hoy.
Son las palabras con las cuales el Señor mismo pide bendecir su pueblo: «El Señor haga resplandecer para ti su rostro. El Señor dirija a ti su rostro». También yo les deseo esto: que el Señor ponga su mirada sobre ustedes y que puedan alegrarse, sabiendo que cada día su rostro misericordioso, más brillante que el sol, resplandece sobre ustedes y ¡no se oculta nunca!
Descubrir el rostro de Dios hace nueva la vida. Porque es un Padre enamorado del hombre, que no se cansa nunca de recomenzar del inicio con nosotros para encontrarnos nuevamente. El Señor tiene una paciencia con nosotros, no se cansa nunca de recomenzar desde el inicio cada vez que nosotros caemos.
Entretanto no promete cambios mágicos, Él no usa la vara mágica. Ama cambiar la realidad desde dentro, con paciencia y amor; pide entrar en nuestra vida con delicadeza, como la lluvia en la tierra, para llevar fruto. Y siempre nos espera y nos mira con ternura. Cada mañana, al despertar, podemos decir: “Hoy el Señor hace resplandecer su rostro sobre mí”. Hermosa oración que es una realidad.
La bendición bíblica continúa así: «El Señor te conceda paz». Hoy celebramos la Jornada Mundial de la Paz, que tiene por tema: “Vence la indiferencia y conquista la paz”. La paz, que Dios Padre desea sembrar en el mundo, debe ser cultivada por nosotros. No sólo, debe ser también “conquistada”.
Esto implica una verdadera lucha, una lucha espiritual que tiene lugar en nuestro corazón. Porque enemiga de la paz no es sólo la guerra, sino también la indiferencia, que hace pensar sólo a sí mismos para crear muros, sospechas, miedos y cerrazones.
Estas cosas son enemigas de la paz. Tenemos, gracias a Dios, tantas informaciones; pero a veces estamos tan sumergidos de noticias que nos distraemos de la realidad, del hermano y de la hermana que necesitan de nosotros. Comencemos a abrir el corazón, despertando la atención hacia el prójimo, a quien es más cercano. Este es el camino para la conquista de la paz.
Nos ayude en esto la reina de la Paz, la Madre de Dios, de quien hoy celebramos la solemnidad. El Evangelio de hoy afirma que Ella «guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón». ¿De qué cosas se trata? Ciertamente de la alegría por el nacimiento de Jesús, pero también de las dificultades que había encontrado: había tenido que colocar a su Hijo en un pesebre porque «para ellos no había lugar en el alojamiento» y el futuro era muy incierto.
Las esperanzas y las preocupaciones, la gratuidad y los problemas: todo aquello que sucedía en la vida se transformaba, en el corazón de María, en oración, diálogo con Dios. He aquí el secreto de la Madre de Dios. Y ella hace así también con nosotros: guarda las alegrías y desata los nudos de nuestra vida, llevándolos al Señor.
Esta tarde iré a la Basílica de Santa María La Mayor para la apertura de la Puerta Santa. Encomendamos a la Madre el año nuevo, para que crezcan la paz y la misericordia.
Francisco al inicio del año: Un río de miseria nada puede ante un océano de caridad'
En la misa del primero enero invita a vencer la indiferencia que impide la solidaridad
El santo padre Francisco presidió este viernes 1° de enero por la mañana, la santa misa en la Basílica de San Pedro, con motivo de la solemnidad de María Madre de Dios. Una ceremonia en la que durante la homilía el Pontífice interrogó sobre qué era la plenitud de los tiempos. Y precisó que ésta no era dada por el dominio del Imperio romano, sino por la presencia en nuestra historia del mismo Dios en persona.
Un misterio --precisó-- que contrasta siempre con la dramática experiencia de cada día, que desea la presencia de Dios y ve signos opuestos, negativos, que nos hacen creer que Él está ausente.
Y, sin embargo nada puede contra el océano de misericordia que inunda nuestro mundo, aseguró el Pontífice, precisando que todos estamos llamados a vencer la indiferencia que impide la solidaridad y salir de la falsa neutralidad que obstaculiza el compartir.
La gracia de Cristo, que lleva a su cumplimiento la esperanza de la salvación, nos empuja a cooperar con él en la construcción de un mundo más justo y fraterno.
Y concluyó recordando que María se nos presenta como un vaso siempre rebosante de la memoria de Jesús, Sede de la Sabiduría, al que podemos acudir donde no llega la razón de los filósofos ni los acuerdos de la política. Porque allí llega la fuerza de la fe que lleva la gracia del Evangelio de Cristo.
Texto completo de la homilía
Hemos escuchado las palabras del apóstol Pablo: «Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» ¿Qué significa el que Jesús nazca en la 'plenitud de los tiempos?'. Si nos fijamos únicamente en el momento histórico, podemos quedarnos pronto defraudados.
Roma dominaba con su potencia militar gran parte del mundo conocido. El emperador Augusto había llegado al poder después de haber combatido cinco guerras civiles. También Israel había sido conquistado por el Imperio Romano y el pueblo elegido carecía de libertad. Para los contemporáneos de Jesús, por tanto, ese no era en modo alguno el mejor momento. La plenitud de los tiempos no se define desde una perspectiva geopolítica.
Se necesita, pues, otra interpretación, que entienda la plenitud desde el punto de vista de Dios. Para la humanidad, la plenitud de los tiempos tiene lugar en el momento en el que Dios establece que ha llegado la hora de cumplir la promesa que había hecho.
Por tanto, no es la historia la que decide el nacimiento de Cristo; es más bien su venida en el mundo la que permite a la historia alcanzar su plenitud. Por esta razón, el nacimiento del Hijo de Dios señala el comienzo de una nueva era en la que se cumple la antigua promesa.
Como escribe el autor de la Carta a los Hebreos: 'En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa'.
La plenitud de los tiempos es, pues, la presencia en nuestra historia del mismo Dios en persona. Ahora podemos ver su gloria que resplandece en la pobreza de un establo, y ser animados y sostenidos por su Verbo que se ha hecho «pequeño» en un niño. Gracias a él, nuestro tiempo encuentra su plenitud. También nuestro tiempo personal encontrará su plenitud en el encuentro con Jesucristo, Dios hecho hombre.
Sin embargo, este misterio contrasta siempre con la dramática experiencia histórica. Cada día, aunque deseamos vernos sostenidos por los signos de la presencia de Dios, nos encontramos con signos opuestos, negativos, que nos hacen creer que está ausente.
La plenitud de los tiempos parece desmoronarse ante la multitud de formas de injusticia y de violencia que hieren cada día a la humanidad.
A veces nos preguntamos: ¿Cómo es posible que perdure la opresión del hombre contra el hombre, que la arrogancia del más fuerte continúe humillando al más débil, arrinconándolo en los márgenes más miserables de nuestro mundo? ¿Hasta cuándo la maldad humana seguirá sembrando la tierra de violencia y odio, que provocan tantas víctimas inocentes? ¿Cómo puede ser este un tiempo de plenitud, si ante nuestros ojos muchos hombres, mujeres y niños siguen huyendo de la guerra, del hambre, de la persecución, dispuestos a arriesgar su vida con tal de que se respeten sus derechos fundamentales? Un río de miseria, alimentado por el pecado, parece contradecir la plenitud de los tiempos realizada por Cristo.
Recuerdan ésto, queridos niños cantores, está era la tercera pregunta que me han hecho ayer, ¿cómo se explica esto? También los niños se dan cuenta de esto. Y, sin embargo, este río en crecida nada puede contra el océano de misericordia que inunda nuestro mundo. Todos estamos llamados a sumergirnos en este océano, a dejarnos regenerar para vencer la indiferencia que impide la solidaridad y salir de la falsa neutralidad que obstaculiza el compartir.
La gracia de Cristo, que lleva a su cumplimiento la esperanza de la salvación, nos empuja a cooperar con él en la construcción de un mundo más justo y fraterno, en el que todas las personas y todas las criaturas puedan vivir en paz, en la armonía de la creación originaria de Dios.
Al comienzo de un nuevo año, la Iglesia nos hace contemplar la Maternidad de María como símbolo de la paz. La promesa antigua se cumple en su persona. Ella ha creído en las palabras del ángel, ha concebido al Hijo, se ha convertido en la Madre del Señor.
A través de ella, a través de su 'sí', ha llegado la plenitud de los tiempos. El Evangelio que hemos escuchado dice: 'Conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón'.
Ella se nos presenta como un vaso siempre rebosante de la memoria de Jesús, Sede de la Sabiduría, al que podemos acudir para saber interpretar coherentemente su enseñanza. Hoy nos ofrece la posibilidad de captar el sentido de los acontecimientos que nos afectan a nosotros personalmente, a nuestras familias, a nuestros países y al mundo entero. Donde no puede llegar la razón de los filósofos ni los acuerdos de la política, llega la fuerza de la fe que lleva la gracia del Evangelio de Cristo, y que siempre es capaz de abrir nuevos caminos a la razón y a los acuerdos.
Bienaventurada eres tú, María, porque has dado al mundo al Hijo de Dios; pero todavía más dichosa por haber creído en él. Llena de fe has concebido a Jesús antes en tu corazón que en tu seno, para hacerte Madre de todos los creyentes (cf. San Agustín, Sermón 215, 4).
Derrama Madre, sobre nosotros tu bendición en este día consagrado a ti; muéstranos el rostro de tu Hijo Jesús, que derrama sobre todo el mundo entero misericordia y paz. Amen”.
El Papa abre al comienzo del año la quinta Puerta Santa
En la basílica de 'Santa María la Mayor' al abrir la puerta invoca a la Madre de Misericordia y destaca la fuerza del perdón
En el primer día del 2016, el santo padre Francisco abrió la Puerta de la Misericordia de la basílica de 'Santa María Maggiore', donde celebró la santa misa, invocó a la Virgen María Madre de la Misericordia y destacó la fuerza del perdón.
Fue la quinta Puerta Santa que abre Francisco, esta vez en la festividad de María Madre de Dios, en la basílica en la que San Ignacio de Loyola celebró su primera misa, allí donde se dirigió al inicio de su pontificado para dedicárselo a 'María Salus Populi Romano', y lugar en el que estuvo presente antes y después de cada viaje apostólico.
La primera Puerta Santa, anticipando el Año de la Misericordia, fue a finales de noviembre en la catedral de Bangui, capital de la República Centroafricana. Le siguió el 8 de diciembre, la apertura en la basílica de San Pedro, con motivo del inicio del Jubileo; llegó después el momento de la catedral de Roma, San Juan de Letrán, el 13 de diciembre; dejando al acipreste de San Pablo Fuera los Muros, el honor de abrir dicha basílica pontificia; y el 18 de diciembre el Santo Padre abrió simbólicamente una Puerta Santa en un centro de acogida de la Caritas diocesana de Roma.
El papa Francisco inició este viernes su homilía citando el saludo "Dios te salve María, Madre de misericordia" palabras en las que indicó, está sintetizada la fe de generaciones de personas, que mirando hacia la imagen de María piden su intercesión y consolación.
Francisco resaltó que esta Puerta Santa es “una puerta de la Misericordia” porque “quien atraviesa ese umbral está llamado a sumergirse en el amor misericordioso del Padre, con plena confianza y sin miedo alguno; y puede recomenzar desde esta Basílica con la certeza de que tendrá a su lado la compañía de María”.
Recordó que la palabra 'perdón', tan incomprendida por la mentalidad mundana indica el fruto propio de la fe cristiana, asegurando que "quien no sabe perdonar no conoció aún la plenitud del amor". Añadió que a los pies de la cruz María se vuelve madre del perdón, y que el Espíritu Santo transformó a los apóstoles en instrumentos eficaces del perdón.
Texto completo de la homilía:
"Salve, Mater misericordiae". Con este saludo nos dirigimos a la Virgen María en la Basílica romana dedicada a ella con el título de Madre de Dios. Es el comienzo de un antiguo himno, que cantaremos al final de esta santa Eucaristía, de un autor desconocido y que ha llegado hasta nosotros como una oración que brota espontáneamente del corazón de los creyentes: «Dios te salve, Madre de misericordia, Madre de Dios y Madre del perdón, Madre de la esperanza y Madre de la gracia, Madre llena de santa alegría». En estas pocas palabras se sintetiza la fe de generaciones de personas que, con sus ojos fijos en el icono de la Virgen, piden su intercesión y su consuelo.
Hoy más que nunca resulta muy apropiado que invoquemos a la Virgen María, sobre todo como Madre de la Misericordia. La Puerta Santa que hemos abierto es de hecho una puerta de la Misericordia.
Quien atraviesa ese umbral está llamado a sumergirse en el amor misericordioso del Padre, con plena confianza y sin miedo alguno; y puede recomenzar desde esta Basílica con la certeza de que tendrá a su lado la compañía de María. Ella es Madre de la misericordia, porque ha engendrado en su seno el Rostro mismo de la misericordia divina, Jesús, el Emmanuel, el Esperado de todos los pueblos, el «Príncipe de la Paz» (Is 9,5).
El Hijo de Dios, que se hizo carne para nuestra salvación, nos ha dado a su Madre, que se hace peregrina con nosotros para no dejarnos nunca solos en el camino de nuestra vida, sobre todo en los momentos de incertidumbre y de dolor.
María es Madre de Dios que perdona, que da el perdón, y por eso podemos decir que es Madre del perdón. Esta palabra 'perdón', tan poco comprendida por la mentalidad mundana, indica sin embargo el fruto propio y original de la fe cristiana. El que no sabe perdonar no ha conocido todavía la plenitud del amor.
Y sólo quien ama de verdad es capaz de llegar a perdonar, olvidando la ofensa recibida. A los pies de la cruz, María vio a su Hijo ofrecerse totalmente a sí mismo y así dar testimonio de lo que significa amar como Dios ama. En aquel momento escuchó a Jesús pronunciar palabras que probablemente nacían de lo que ella misma le había enseñado desde niño: 'Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen'. En aquel momento, María se convirtió para todos nosotros en Madre del perdón. Ella misma, siguiendo el ejemplo de Jesús y con su gracia, fue capaz de perdonar a los que estaban matando a su Hijo inocente.
Para nosotros, María se convierte en un símbolo de cómo la Iglesia debe extender el perdón a cuantos lo piden. La Madre del perdón enseña a la Iglesia que el perdón ofrecido en el Gólgota no conoce límites. No lo puede detener la ley con sus argucias, ni la sabiduría de este mundo con sus precisaciones.
El perdón de la Iglesia debe tener la misma amplitud que el de Jesús en la Cruz, y el de María a sus pies. No hay alternativa. Y por eso el Espíritu Santo ha hecho que los Apóstoles sean instrumentos eficaces de perdón, para que todo lo que nos ha conseguido la muerte de Jesús pueda llegar a todos los hombres, en cualquier momento y lugar.
El himno mariano, por último, continúa diciendo: «Madre de la esperanza y Madre de la gracia, Madre llena de santa alegría». La esperanza, la gracia y la santa alegría son hermanas: todas son don de Cristo, es más, son otros nombres suyos, escritos, por así decir, en su carne. El regalo que María nos hace al darnos a Jesucristo es el del perdón que renueva la vida, que le permite cumplir de nuevo la voluntad de Dios, y que la llena de auténtica felicidad.
Esta gracia abre el corazón para mirar el futuro con la alegría de quien espera. Es la enseñanza que proviene del Salmo: 'Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. Devuélveme la alegría de tu salvación'. La fuerza del perdón es el auténtico antídoto contra la tristeza provocada por el rencor y por la venganza. El perdón nos abre a la alegría y a la serenidad porque libera el alma de los pensamientos de muerte, mientras el rencor y la venganza perturban la mente y desgarran el corazón quitándole el reposo y la paz.
Atravesemos, por tanto, la Puerta Santa de la Misericordia con la certeza de que la Virgen Madre nos acompaña, la Santa Madre de Dios, que intercede por nosotros. Dejémonos acompañar por ella para descubrir nuevamente la belleza del encuentro con su Hijo Jesús. Abramos de par en par nuestro corazón a la alegría del perdón, conscientes de ver restituida la esperanza cierta, para hacer de nuestra existencia cotidiana un humilde instrumento del amor de Dios.
Y con amor de hijos aclamémosla con las mismas palabras pronunciadas por el pueblo de Éfeso, en tiempos del histórico Concilio: «Santa Madre de Dios».
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