La difícil libertad de expresión
Persistimos como viajeros de un camino que comenzamos a hacer desde el principio del siglo XIX
ELÍAS PINO ITURRIETA | EL UNIVERSAL
domingo 2 de junio de 2013 12:00 AM
En sus inicios, la república dependió de la comunicación de ideas. Sólo circulaban unas pocas hacia finales del siglo XVIII, las permitidas por el absolutismo, pero hasta el mismo absolutismo había consentido la ruta de las reformas y permitía posibilidades de expresión que jamás se habían intentado en la provincia. Sin embargo, era entonces tan novedoso el camino que se ofrecía, tan lleno de espinas, que fue lento el aprendizaje de decir las cosas que se tenían en la cabeza frente a una sociedad desacostumbrada a saber de su existencia. El cambio del régimen dependía de plantear los planes con comedimiento, si se estaba ya seguro de su contenido en un teatro lleno de vacilaciones, no fuera a ser que el pueblo, tanto el que sabía leer como el que estaba pendiente de las comidillas usuales, se alarmara más de la cuenta ante unas palabras que se estrenaban como letra de molde. Fue una faena trabajosa y riesgosa, a partir del 19 de abril de 1810, pero fundamental para concretar el anhelo fundamental de los líderes de la época.
La Gaceta de Caracas inauguró el itinerario, como se sabe, pero lo hizo con las precauciones del caso. Nada de hablar de Independencia desde el principio. Apenas sugerencias que no provocaran temor. Al rey ni con el pétalo de una rosa, en las primeras entregas del periódico. Los impresos que la siguieron, como el Mercurio Venezolano y el Semanario de Caracas, hicieron lo mismo hasta cuando consideraron oportuno. La mostración de ideas modernas fue progresiva, así como el descubrimiento de un proyecto cabal de Independencia, exhibidos sin cortapisas solamente en la hora señalada por las circunstancias. Después la guerra abrió senderos más expeditos para la libertad de expresión, no en balde la gente se fue acostumbrando poco a poco a las sugestiones de la modernidad y a las invitaciones de la república, pero todavía ante el riesgo del escándalo y aún frente al desafío supremo de la pérdida de la vida mientras se mantuvieran las hostilidades. Sin embargo, fue mucho lo que se avanzó en una década de papeles memorables.
Gracias a ese primer capítulo puede ocurrir un vigoroso proceso de críticas a Colombia y al autoritarismo de Bolívar, llevado a cabo a través de la prensa entre 1824 y 1830. Unos veinte periódicos ventilan ahora con ardor la situación de Venezuela después de una guerra calamitosa, levantan las banderas perdidas de la civilidad y analizan la situación desde una perspectiva inédita que conduce a la fundación de la autonomía nacional. Textos valientes, análisis descarnados, debates como jamás habían sucedido desde 1810, capaces de tener eco en Bogotá y en Quito y de alimentar un sentimiento de peculiaridad que dio fundamento a un nuevo proceso histórico, marcan ahora la pauta de la sociedad. No dejan de faltar las amenazas, desde los cuarteles suenan los sables y en ocasiones la tinta prefiere descansar un tiempito, pero no tarda en volver por sus fueros. Se han dado trancos desde el comedimiento de 1810, se ha crecido en ideas y en medios de expresarlas, debido a la atención que ponen los voceros de la segregación en la importancia de una prensa bien pensada y bien escrita que se convierte, ahora sí, aunque todavía con trabas, en brújula de la colectividad.
A partir de 1830 se vive el período estelar de la libertad de expresión, una época dorada de la deliberación de los grupos dirigentes en la cual circulan los periódicos fundamentales de nuestra historia, pero también los pensadores y opinadores esenciales: Fermín Toro, Antonio Leocadio Guzmán, Tomás Lander, Juan Vicente González, Cecilio Acosta, Rafael María Baralt, Francisco Javier Yanes y muchos otros. Pero no es sencilla su tarea. No sólo se pelean entre ellos, sino que también sienten cómo se les van cerrando lentamente las puertas de la imprenta a través de presiones sutiles y groseras, de juicios amañados, de leyes en defensa de la reputación personal, de dinero para acallar conciencias, de amenazas de alzamientos armados y aun de los silencios que el pueblo impone desde cuando se involucra de veras en los asuntos que antes eran monopolio de la gente de levita y corbatín. El proceso se clausura a la fuerza, debido al advenimiento de la autocracia de los Monagas, para que la prensa y los escritores de la prensa guarden silencio, salgan al destierro o esperen con paciencia la buena nueva de otro amanecer a partir del cual puedan otra vez trajinar sus plomos.
A partir de la Guerra Federal se advierte un proceso diverso, sin la profundidad del período fundacional, sin la deliberación abierta de la víspera y ante la influencia de los caudillismos y de la dictadura surgidos del campo de batalla. No son tiempos brillantes para la libertad de expresión, si se comparan con el capítulo iniciado en 1824 y concluido en 1848, pero siguen presentes la prensa de batalla, el periodiquito clandestino de oposición, algunos debates dignos de memoria, el humor como arma capaz de hacer mucha sangre y el milagro de un impreso de la categoría de El Cojo Ilustrado. Después vienen las oscuranas del castrismo y del gomecismo, tiempos de vergüenza para la libertad de expresión, pero también de anuncio de un renacimiento sucedido entre 1937 y 1948. Después nuevas luchas, desairadas y victoriosas, que no caben en el aprieto de estas líneas, pero en las que persistimos como viajeros de un camino que comenzamos a hacer entre trancas y barrancas desde el principio del siglo XIX. Por eso somos y queremos ser republicanos, aquí y ahora.
eliaspinoitu@hotmail.com
La Gaceta de Caracas inauguró el itinerario, como se sabe, pero lo hizo con las precauciones del caso. Nada de hablar de Independencia desde el principio. Apenas sugerencias que no provocaran temor. Al rey ni con el pétalo de una rosa, en las primeras entregas del periódico. Los impresos que la siguieron, como el Mercurio Venezolano y el Semanario de Caracas, hicieron lo mismo hasta cuando consideraron oportuno. La mostración de ideas modernas fue progresiva, así como el descubrimiento de un proyecto cabal de Independencia, exhibidos sin cortapisas solamente en la hora señalada por las circunstancias. Después la guerra abrió senderos más expeditos para la libertad de expresión, no en balde la gente se fue acostumbrando poco a poco a las sugestiones de la modernidad y a las invitaciones de la república, pero todavía ante el riesgo del escándalo y aún frente al desafío supremo de la pérdida de la vida mientras se mantuvieran las hostilidades. Sin embargo, fue mucho lo que se avanzó en una década de papeles memorables.
Gracias a ese primer capítulo puede ocurrir un vigoroso proceso de críticas a Colombia y al autoritarismo de Bolívar, llevado a cabo a través de la prensa entre 1824 y 1830. Unos veinte periódicos ventilan ahora con ardor la situación de Venezuela después de una guerra calamitosa, levantan las banderas perdidas de la civilidad y analizan la situación desde una perspectiva inédita que conduce a la fundación de la autonomía nacional. Textos valientes, análisis descarnados, debates como jamás habían sucedido desde 1810, capaces de tener eco en Bogotá y en Quito y de alimentar un sentimiento de peculiaridad que dio fundamento a un nuevo proceso histórico, marcan ahora la pauta de la sociedad. No dejan de faltar las amenazas, desde los cuarteles suenan los sables y en ocasiones la tinta prefiere descansar un tiempito, pero no tarda en volver por sus fueros. Se han dado trancos desde el comedimiento de 1810, se ha crecido en ideas y en medios de expresarlas, debido a la atención que ponen los voceros de la segregación en la importancia de una prensa bien pensada y bien escrita que se convierte, ahora sí, aunque todavía con trabas, en brújula de la colectividad.
A partir de 1830 se vive el período estelar de la libertad de expresión, una época dorada de la deliberación de los grupos dirigentes en la cual circulan los periódicos fundamentales de nuestra historia, pero también los pensadores y opinadores esenciales: Fermín Toro, Antonio Leocadio Guzmán, Tomás Lander, Juan Vicente González, Cecilio Acosta, Rafael María Baralt, Francisco Javier Yanes y muchos otros. Pero no es sencilla su tarea. No sólo se pelean entre ellos, sino que también sienten cómo se les van cerrando lentamente las puertas de la imprenta a través de presiones sutiles y groseras, de juicios amañados, de leyes en defensa de la reputación personal, de dinero para acallar conciencias, de amenazas de alzamientos armados y aun de los silencios que el pueblo impone desde cuando se involucra de veras en los asuntos que antes eran monopolio de la gente de levita y corbatín. El proceso se clausura a la fuerza, debido al advenimiento de la autocracia de los Monagas, para que la prensa y los escritores de la prensa guarden silencio, salgan al destierro o esperen con paciencia la buena nueva de otro amanecer a partir del cual puedan otra vez trajinar sus plomos.
A partir de la Guerra Federal se advierte un proceso diverso, sin la profundidad del período fundacional, sin la deliberación abierta de la víspera y ante la influencia de los caudillismos y de la dictadura surgidos del campo de batalla. No son tiempos brillantes para la libertad de expresión, si se comparan con el capítulo iniciado en 1824 y concluido en 1848, pero siguen presentes la prensa de batalla, el periodiquito clandestino de oposición, algunos debates dignos de memoria, el humor como arma capaz de hacer mucha sangre y el milagro de un impreso de la categoría de El Cojo Ilustrado. Después vienen las oscuranas del castrismo y del gomecismo, tiempos de vergüenza para la libertad de expresión, pero también de anuncio de un renacimiento sucedido entre 1937 y 1948. Después nuevas luchas, desairadas y victoriosas, que no caben en el aprieto de estas líneas, pero en las que persistimos como viajeros de un camino que comenzamos a hacer entre trancas y barrancas desde el principio del siglo XIX. Por eso somos y queremos ser republicanos, aquí y ahora.
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