A Mónica Spear y a Thomas Henry Berry los mató la oscuridad. Una oscuridad que se manifiesta en la incapacidad evidente de un Estado en la labor de proteger a los ciudadanos y su derecho a la vida. Spear y Berry se suman a una desafortunada lista en nuestra propia historia universal de la infamia. Buscarán a quienes apretaron el gatillo y quizás los muestren como un triunfo de la efectividad policial y judicial, la misma que no ha evitado que más de cien mil venezolanos hayan muerto víctimas de la violencia en los últimos diez años, una cantidad de caídos que llenaría cinco veces el Estadio Universitario.
La hija de la pareja asesinada, ahora huérfana, recibió un tiro en la pierna, de acuerdo con las primeras noticias. El atroz episodio que acaba de vivir dejará una cicatriz en su cuerpo, pero los médicos podrán hacer muy poco por la profunda herida que acaba de inflingirle esta sociedad. Y uno, desde la impotencia, implora a todos los dioses que salve la vida de la niña de apenas cinco años de edad: que pronto esté fuera de peligro. Pero eso sería apenas un diagnóstico clínico: ¿quién puede estar realmente fuera de peligro en Venezuela?
Los asesinatos en Venezuela han dejado en la última década al menos más de doscientos mil niños venezolanos sin padre, sin madre o sin ambos, como ha ocurrido en este caso. Nosotros también llevamos esa herida. Todos. Aunque algunos no se den cuenta.
La muerte de Mónica resuena. Es algo propio de la fama. Ella fue Reina de Belleza en un país donde las misses alcanzan cotas de mitos. Han asesinado a una de nuestras reinas, pudiera interpretar un psicoanalista, pero no debemos perder la perspectiva: Mónica era una joven trabajadora de 29 años, madre de una hija y con un esposo, con quienes paseaba por Venezuela. Como cualquier otra venezolana. Su belleza no la salvó porque la oscuridad no discrimina. Su caso resalta por la fama, pero no debemos olvidar que estas tragedias están ocurriendo todos los días en nuestro país.
Se le atribuye a Stalin la frase: “Una muerte es una tragedia. Un millón de muertes es sólo una estadística”. Stalin nunca la dijo, pero hizo méritos suficientes como para haberla dicho. No dejemos que las estadísticas nos ahoguen en la indiferencia.
Hablamos de una Patria Segura que no protegió a una familia accidentada en una autopista bajo su responsabilidad. Cada bala disparada es un fracaso. Es la ausencia del Estado donde sí debería estar. Cada asesinato impune es la promesa de otra muerte, de otros huérfanos.
Estaban haciendo turismo nacional, recorriendo un país con bellos paisajes, un país que exalta cada vez más la belleza de su naturaleza para olvidarse y ocultar los peligros de la cotidianidad. Lo peor es que la inseguridad no sólo aleja al turismo y a los turistas, esa promesa incumplida de la diversificación: la inseguridad simplemente nos aleja.
Cada vez que un venezolano muere asesinado somos menos país.
Ante la muerte la palabra siempre ha tenido problemas. Quizás sea porque la muerte es la contradicción de la palabra y es justamente la imposibilidad de comunicar. La muerte tiene mucho de silencio. Uno está tentado a desearle a Mónica y a Henry un descanso eterno y paz a sus restos, pero mejor esquivar el lugar común y tratar de construir algo a partir de este dolor.
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