El protocolo de José Sarney
El Nacional 13 DE SEPTIEMBRE 2015 - 00:11
Para Irlanda
El nordeste brasileño es la tierra agreste donde viven los profetas y cangaceiros. ¡Canudo!, ¡Antonio das Mortes! El lugar de los delirios místicos y la salvaje violencia del hambre y del sertón. El cine brasileño lo dio a conocer en estremecedoras películas entre las que figura la realizada en 1964 por Glauber Rocha titulada Dios y Diablo en la tierra del sol. Una película que Luis Buñuel consideró “¡única!” en la historia del cine y, sin duda, el nudo histórico de todo un renacimiento de la expresión cinematográfica, en un país perturbado por profetas y cangaceiros. También escritores como Euclide da Cunha en Canudo; João Guimaraes Rosa, en Gran sertón veredas, Mario Vargas Llosa en La guerra del fin del mundo se han ocupado de la vida del sartanejo y de los profetas del sertón.
Deus e o Diabo na Terra do Sol se inscribe dentro de las ideas generales que sostenía Glauber Rocha. “Podemos definir nuestra cultura –decía– como una cultura del hambre. La más auténtica manifestación cultural del hambre es la violencia. El comportamiento normal de un hambriento es la violencia pero la violencia de un hambriento no es primitivismo. La estética de la violencia antes que primitiva, es revolucionaria. Es el momento en que el colonizador se percata de la existencia del colonizado. A pesar de todo, esta violencia no está impregnada de odio sino de amor, aunque se trate de un amor brutal como la violencia misma, porque no es amor de complacencia o de contemplación sino amor de acción, de transformación”.
Cuando el presidente brasileño José Sarney, invitado por el presidente Lusinchi, visitó Venezuela en octubre de 1987, yo estuve en la recepción que ofreció la embajada de ese país y saludé a Sarney en el acto protocolar del besamano. Se trataba de una larga fila de invitados que esperaba cada uno su turno para saludar al distinguido visitante. Le estreché la mano y se me ocurrió decirle, telegráficamente, porque todo allí debe ser más que rápido, ¡veloz!: “Tengo buenos amigos en el cine brasileño”, y agregué: “¡Especialmente, Glauber Rocha!”.
Sarney, visiblemente emocionado se estremeció y puso mi mano entre las suyas: “¡Era mi mejor amigo!, dijo. “¡Era de mi mismo pueblo! ¡Qué pena que Glauber se nos haya ido tan temprano!”, refiriéndose a la muerte de Glauber (1938-1981) en plena madurez de su creación cinematográfica, y Sarney, visiblemente conmovido, olvidó por momentos dónde estaba y olvidó que se encontraba en la embajada de su país, olvidó el ceremonial, el protocolo, la fila de invitados a la espera de estrecharle también la mano que ahora, estremecido, cogía la mía entre las suyas; se olvidó de Lusinchi, del propio embajador y se lanzó a recordar a Glauber. Yo me puse nervioso porque estaba quebrantando el protocolo y durante largos y eternos minutos solo estuvimos en aquel salón él, Glauber y yo. Miré al embajador que me conocía y estimaba; miré a Lusinchi que estaba a su lado, asombrado, y luego miré nuevamente la fila de invitados sorprendidos a su vez ante la ostensible emoción del presidente del Brasil y preguntándose, seguramente, quién es ese impertinente que está acaparando la atención del invitado. Pero no fue mi intención; bastó mencionar a Glauber para conmover al presidente del Brasil, alterar el protocolo y quebrantar las normas diplomáticas. ¡El nombre de Glauber Rocha y su estética de la violencia! El cineasta que al final de Dios y Diablo en la tierra del sol pone a un sartanejo llamado Manuel, su protagonista, a correr hacia el mar. Un mar imposible para el delirio místico del filme pero históricamente necesario: la última posibilidad que tiene todavía el hombre del sertón de combatir por su liberación como un oleaje de violento amor.
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