Ni ricos ni felices:
Ecos de la crisis social en el cuerpo sufriente
El Psicoanalista y columnista de los diarios Tal cual y Correo del Caroní habla sobre la situación a la que se somete Venezuela desde 1998: “Desde hace 17 años vivimos un apagón ético, un retroceso pronunciado en nuestros índices de civilidad”
Para todos aquellos que hacen del dolor de los otros
un asunto propio. Para los que se conciernen por las heridas
que nos tocan a todos y hacen de la indignación
un ejercicio cotidiano
Las razones de mi presencia aquí son históricas, comienzan mucho antes de este Encuentro. Hoy es la penúltima ocasión en la que insisto en hacer algo que vengo haciendo desde hace mucho. Y esto es tender un puente entre el inmenso acervo conceptual que el psicoanálisis nos provee para la comprensión de la subjetividad y el país en el cual mi hacer se inscribe. En este caso, Venezuela, con la que tengo una deuda de gratitud por haberme dado casi todo a cambio de casi nada. Y también porque hacerlo, insistir en que el psicoanálisis incida en la cultura y en el develamiento de los resortes que la sostienen es para mí no solo un asunto de preferencias personales sino la consecuencia lógica de la ética de ser un practicante del psicoanálisis.
De esta forma me propongo hoy intentar arrojar alguna luz acerca de las maneras en que la crisis social que padecemos incide en el cuerpo sufriente, en ayudar a comprender como eso que llamamos “situación-país” se inscribe en el soma. Y si puedo, también hablar acerca de como un psicoanalista puede ayudar a modificar estas inscripciones.
También me propongo insistir en que no es descabellado insistir que las lesiones en el cuerpo social se hacen presentes en el cuerpo individual. Que ya he caracterizado antes a Venezuela como “paciente grave” y que sostengo que los síntomas de ese objeto común que denominamos “país” hallan eco en cada uno de nosotros. Para ello no puedo eludir abordar someramente la crisis que padecemos y sus características.
Desde hace 17 años vivimos un apagón ético, un retroceso pronunciado en nuestros índices de civilidad, en la capacidad de soportar la idea que la diversidad es oportunidad y no desgracia.
Este apagón se inició en 1998 cuando una parte de la población, constituida por huérfanos funcionales, excluida y marginada alucinó con las ofertas de vindicta que Hugo Chávez ofrecía. Esto se unió a una clase media enriquecida pero no ilustrada, hedonista pero no culta cuya concepción voluptuosa e inmediatista del placer les llevó a renunciar a la tarea de pensar el país y colocarla en manos de alguien que ofrecía gónadas pero no cerebro para gobernar.
Diecisiete años después, yo sintetizo nuestra situación actual como el colapso de los significantes de ricos y felices que revestían nuestro imaginario. Este colapso, que deviene en crisis existencial ha sido devastador. No somos ricos, caminamos sobre un mar de petróleo, pero estamos vislumbrando que la riqueza es otra cosa. Tampoco somos felices. La violencia delincuencial, la depredación entre nosotros constituye nuestra principal forma de vínculo. El borramiento del Otro abarca un amplio espectro de conductas que van desde ignorar la luz roja del semáforo al disparo en la cara. Este desfallecimiento de los significantes que nos daban una cierta consistencia imaginaria persiste y aún no han logrado ser reemplazados por otros. No podemos aún construir un discurso, una narrativa que nos permita refundar la identidad nacional. Mientras la tarea de encontrar nuevos significantes que restituyan nuestra identidad y den paso a mejores formas de vivir y hacer, estamos sumidos en una crisis existencial, con manifestaciones en todos los órdenes de nuestra vida, desde lo económico hasta lo orgánico en su sentido de corporeidad.
Yo he sostenido reiteradamente que la cultura es fuente de subjetivación, tal como lo es la psicosexualidad. Y en estos momentos ya tenemos toda una generación subjetivada alrededor de la vivencia de crisis y sus significaciones, estructurada en la vivencia del destartalamiento progresivo y contínuo de las nociones que nos estructuraron a nosotros….
Y en el ínterin, sufrimos y acusamos los efectos de este colapso de muy diversas maneras. Ya abordé en 2013, en mi artículo “Los efectos de la crisis en la subjetividad” las posibles maneras en que el desequilibrio crónico y la violencia se inscriben en la psique. En ese momento enfaticé en las modificaciones en el orden de lo simbólico, en la crisis social presentificada en el psi quismo y las posibles formas en que esto hace síntoma. Llevado a precisar un poco más acerca de nuestra crisis, creo que esta se ubica en las antípodas de lo que el sociólogo Zygmund Bauman denomina “modernidad líquida”. Con este término, Bauman habla de un estado en el que la identidad se licúa, se vuelve informe y muta según el momento. Pero acá padecemos los efectos de un proyecto anti moderno, regresivante, en el cual un Estado quiere asumir una identidad coagulada, fija para todos, basados en los dichos de Hugo Chávez, que sabía de todo y de todos aunque nunca escribió una línea sobre nada...
Hoy me propongo complementar ese abordaje con un intento de anudamiento de cuando la crisis halla su manifestación privilegiada no tanto en la psique sino en el cuerpo de quien la padece.
La idea de la crisis como resorte del desarrollo psíquico está consustanciada con el edificio teórico del psicoanálisis. La subjetivación es un proceso en el cual el ser humano se ve necesitado de resolver diferentes desequilibrios, momentos críticos. La dramática edípica, por ejemplo, es uno de los momentos fundantes que deben ser resueltos de alguna forma, y sus avatares tendrán efectos estructurales. ¿Qué características tiene la crisis social que la hacen motivo a que muchos se hagan más proclives a enfermarse?
Entre otras cosas su continuidad crónica, los largos períodos de tiempo en que los individuos se ven sometidos a violencias que se sienten como provenientes de “afuera” y la sensación regresivante de inermidad que ello provoca.
Sin embargo, propongo que existen dos formas preponderantes en la caracterización de esta vivencia, siendo una la del trauma y otra la de catástrofe. Y así, también propongo que para la primera es más frecuente el fenómeno del síntoma somático como escenario paralelo al del síntoma psíquico, mientras que para la segunda es el fenómeno psicosomático como manera exclusiva de dolor lo que la distingue.
Mientras que el trauma alude a un estímulo cuya intensidad rebasa la capacidad del Yo para asimilarlo, la catástrofe es un fenómeno que produce una destitución subjetiva de tal índole que el sujeto no se recupera solo con la cesación del fenómeno.
Pero antes de continuar me preocupa enfatizar algo: este tipo de conexión causal no es lineal, alude a formas de vivencias que deben articularse con lo individual, irrepetible de cada sujeto. Justamente en eso reside la escucha analítica, en la posibilidad de ayudar a cada quien a encontrar lo que es único de cada quien en las formas de registrar y metabolizar un fenómeno que es compartido. Lo que un psicoanalista hace es tratar de ayudar al sufriente a encontrar los puntos en que la realidad social se abrocha con su historia emocional, entendiendo que de único e irrepetible se juega en cada caso.
Lo que me interesa destacar es que es muy diferente aquel que vivencia la crisis traumatícamente y el cuerpo en su vulnerabilidad se constituye en un escenario alternativo y simultáneo a las inscripciones simbólicas y simbolizables de la crisis. Quien lo padece como catástrofe es más propenso a inscribir esto como fenómeno psicosomático, el cuerpo no es un destino alternativo, sino que es el único escenario para intentar delatar el sufrimiento.
Se va perfilando así la principal diferencia entre el síntoma somático en una estructura con capacidad simbólica y el mismo fenómeno en que esta capacidad está deficitariamente desarrollada para dar cuenta del sufrimiento.
En personas estructuradas básicamente por la represión, la aparición del síntoma somático, de la lesión en el cuerpo, la proclividad a enfermar es una forma de portar una pregunta. El cuerpo sirve para intentar convertir las lesiones en discurso, en forma de relación con el Otro. En cambio, en los pacientes psicosomáticos, la lesión no es pregunta sino respuesta. No busca o puede ser aprovechada para historizarse, sino que es un jeroglífico que intenta sustraerse a su comprensión.
Pienso por ejemplo en los ataques de pánico, esa entidad clínica tan en aumento en épocas recientes. Hay quienes pueden acceder a la invitación a asociar sobre el miedo paroxístico y su cortejo de manifestaciones orgánicas para ir entendiendo algo de sí y su posicionamiento en relación al Otro. Y otros, quienes solo pueden decir cosas como “tengo miedo” o “sentí que me moría”, junto a sesudos inventarios de síntomas orgánicos sin que ello pueda ser anudado a un relato que modifique estos. Mientras que para el neurótico el síntoma es algo de lo que se queja, y por ende demanda comprensión, es discurso, para el psicosomático es holofrase, un sentido congelado que no se constituye en enigma.
En este punto, aunque parezca obvio considero necesario destacar que estas formas de inscribir la violencia cotidiana y la amenaza contínua que nuestra realidad social implica sobre la subjetividad no es deliberada sino inconsciente. La depauperación, la precariedad brutal se inscribe en algunos como un tatuaje mientras que en otros como una disfunción permanente que tiene como objeto prevenir la desestructuración subjetiva.
El tatuaje es una forma de intentar inscribir, mediante lo imaginario y usando la piel como trasfondo algo que resulta difícil de metabolizar. La disfunción orgánica, en contraste delata una dificultad en representarse mentalmente los efectos lesivos del precipicio socio económico.
Las personas que cuentan con una mayor riqueza representacional, con una predisposición mayor a poder colocar sus acontecimientos vitales en el marco de una trama histórica son los que logran más fácilmente revertir los efectos del trauma y retomar el proceso de organización mental amenazado por el trauma.
En contraposición, los que tienen una dificultad estructural producto de un mundo representacional pobre no logran revertir la desorganización mental que la crisis produce avanzando esta a una desorganización del funcionamiento somático. Esta diferenciación en las maneras de procesar los acontecimientos vitales críticos proviene de los estudios hechos por Marty y D´Muzan de la escuela psicosomática de París.
Existe otra diferencia muy radical entre estos dos tipos de personas, mientras los primeros acuden buscando tratamiento psicológico, es decir sospechando que hay un sentido que develar en su padecimiento orgánico, los segundos no lo hacen. Las personalidades psicosomáticas acuden más bien al tratamiento médico, ese que prescribe pero que no enigmatiza las “razones” que pueden sustentar el enfermarse.
Cuando acuden donde un psicoanalista, este encuentra que los padecimientos orgánicos están anclados a la dimensión del goce, pero difícilmente lo hacen a la del discurso y el deseo.
Mientras que el síntoma somático inscrito en la estructura neurótica lleva a la dimensión del lenguaje, es algo que inquiere al Otro, en el psicosomático es inespecífico y mudo en tanto no incluye la idea de portar una verdad a ser develada. Es la dimensión metafórica la que falta y es esta ausencia la que tensa principalmente al psicoanalista en cuanto a las modificaciones en la conducción de la cura se imponen para brindar ayuda a estas personas.
Retomo entonces la tesis fundamental de esta presentación: en momentos donde los significantes que nos dan consistencia imaginaria colapsan, hay aquellos que hacen del cuerpo un lenguaje alternativo para denunciar esto. Y otros en los que este colapso se encarna pero sin dimensión comunicacional, es el cuerpo mismo lo que es escritura pero sin atisbo de demanda que permita entender el soma y su arista de ser emblema del deseo.
En consecuencia, ¿qué es lo específico que un analista puede ofrecer a cualquier persona con síntomas somáticos? En principio, independientemente de si se trata de una neurosis o un fenómeno psicosomático, la suposición que este dolor es portado por un sujeto y que este porta un enigma con algún grado de ininteligibilidad. Esto es bastante más que lo que el orden médico ofrece. Y el analista ofrecerá su escucha para intentar que la lesión orgánica, en su estatuto de demanda o de jeroglífico pueda ser desbrozada, descompuesta para recomponerse en su intento de constituirse en forma de decir de sí.
Es en la medida que puede emprenderse una búsqueda de sentido, pero no el coagulado en las verdades genéricas, sino único e irrepetible que esta mutación puede darse. Mientras la Medicina se vuelve cada vez más precisa y logra hacer registros del cuerpo en diferentes niveles de ordenamiento de la realidad física, ignora todo acerca del goce imbricado en el padecimiento corporal. En contraste a esto, el analista invitará al paciente a embarcarse en una apuesta, un desafío a las probabilidades que sostiene que es factible un encuentro del padecimiento físico con la historia vivida y a medias olvidada y a medias consciente. El psicoanálisis es, entre otras acepciones, un encuentro del sujeto con sus síntomas, con lo irracional de su subjetividad para dotarlo de sentido. A diferencia de la Medicina, el psicoanálisis toma en cuenta la dimensión inmaterial del sufrimiento, que es el goce, y le da espacio a la idea que este tiene una acción directa y manifestación concreta en aquello de lo que la persona se queja.
Para el psicoanálisis el síntoma, incluso la lesión funcional a nivel orgánico, es una creación personal, un intento de solución a medias logrado y a medias fallido de conflictos inconscientes. Así, el psicoanálisis también puede concebirse como una invitación a la esperanza posible. Pero no la esperanza bobalicona de la “Nueva Era” ni a los espejismos que ofrecen gurús y mesías de toda laya. Es la esperanza que el mismo sujeto porta sin saberlo, y que puede surgir luego de bordear los desfiladeros de su deseo y goce en interlocución con un Otro.
En tiempos de crisis, como la que estamos sumidos hoy, la alienación a la crueldad del Otro avanza sobre el sujeto, la dirección de la cura reclama extenuar la estética del acto analítico, maniobrar y operar la transferencia entre el punto donde el sujeto se ve a sí mismo miserable y ese otro punto donde se ve causado en su falta.
El psicoanálisis tiene la oportunidad de inventar una vida posible, transformando el desamparo en pérdida y la falta en causa….
De esta manera, para concluir, los psicoanalistas disponemos de formas de ayudar a la gente a construirse alrededor de significantes distintos a la idea de una riqueza y una felicidad que nos fue arrebatada. Y así mismo, tenemos herramientas que en mucho pueden contribuir a sanar el cuerpo individual y el cuerpo colectivo de ese ente que es mi amada Venezuela.
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