No recuerdo una época de mi vida en la que no haya estado yendo a bibliotecas: sin ellas no podría haber leído lo que he leído y, en consecuencia, tampoco haber escrito lo que he escrito. A muchos otros escritores les sucede lo mismo: entre los que conozco, la regulación del pago de una reparación para los autores por el préstamo de sus obras en las bibliotecas públicas españolas (de la que se hizo eco este periódico hace algunos días) sólo ha generado rechazo debido a que resulta evidente que al implementar el canon las bibliotecas públicas verán reducidos los ya de por sí exiguos presupuestos que se les otorgan para la adquisición de nuevas obras y la preservación de sus fondos. A mediano plazo el resultado de este canon será la pérdida de una oportunidad: en barrios pobres, como el barrio del que yo vengo, las bibliotecas son uno de los pocos sitios donde alguien puede leer un libro, con el consiguiente beneficio para esa persona y, por supuesto, también para el autor de la obra, que (en mi opinión) no debería exigir ninguna reparación por el hecho de que sus libros sean leídos.
A menudo se habla de la literatura como patrimonio común y de la necesidad de que éste sea accesible de forma gratuita en la Red, pero no hay nada gratuito en internet, cuyo uso supone simplemente un desplazamiento del derecho de explotación de los productos culturales de manos de sus productores a las de las compañías telefónicas. La única gratuidad que conozco en relación a la literatura es la que ofrecen las bibliotecas públicas: obligarlas a pagar un canon significa perder otro derecho, alentar la piratería, entorpecer un acceso a los libros dificultado de por sí por una industria editorial a menudo carente de orientación. El “canon” sólo puede generar rechazo, no sólo entre quienes tenemos una deuda con las bibliotecas, sino también (y en especial) entre aquellos que piensan que la política no es necesariamente un subgénero de la literatura del absurdo.
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